En 1992 Francis Fukuyama publicó uno de los ensayos a la postre más influyentes y también más ridiculizados del pensamiento moderno: El fin de la Historia. Fukuyama argumentaba que la democracia liberal, epítome del modelo político occidental, constituía el hito último de la evolución humana. Que si entendíamos nuestra historia como un camino inexorable hacia el progreso, el progreso, su forma más perfecta, libre, justa y próspera, terminaba en las democracias liberales.
Fukuyama publicó su ensayo en las postrimerías de la caída del muro de Berlín y durante la demolición del bloque comunista. Durante un tiempo, aquellas ideas aparentaron verosimilitud. Como relatarían más tarde Ivan Krastev y Stephen Holmes en The Light That Failed, gran parte de las élites políticas e intelectuales de Europa del Este o de Asia miraban hacia el liberalismo occidental con admiración. Hungría, Polonia, India o China, en cierto modo, aspiraban a ser como Occidente.
Duró poco, al menos en términos comparados. La ilusión de mímesis acarreaba consigo un fracaso implícito: los imitadores de Occidente tan solo serían eso, copias imperfectas o menos logradas del original. Cuando el modelo económico y político de las democracias liberales se tambalea durante la crisis financiera de 2008, muchos gobernantes, desencantados con la transición liberal de sus países, buscan otros caminos. Unos donde ellos marquen los tiempos, que no vayan a remolque.
Este proceso ha sido largamente discutido durante los últimos años al albur del renovado autoritarismo que se ha instalado en multitud de países, y también ha puesto un interrogante sobre aquel modelo al que Fukuyama atribuía el fin de toda discusión política e ideológica. ¿Ha fracasado la democracia liberal como aspiración universal de todo progreso futuro? Dicho de otro modo: ¿serán las democracias liberales el reducto de un puñado de países occidentales, sus particulares modos de vida, mientras otros optan por caminos distintos?
Si en 1995 la respuesta a la pregunta era "no", en 2022 es "sí". Y los datos lo corroboran. El auge de distintas formas de autoritarismo, desde la dictadura sin disimulos hasta las democracias "iliberales", ha coincidido con un estancamiento del modelo occidental, liberal. Lo ilustra este gráfico de Our World in Data basado en los datos recopilados por Regimes of the World, un sistema de clasificación desarrollado por diversos politólogos. Si en el año 2000 el 53% de la población mundial vivía bajo "democracias", hoy la cifra se ha reducido al 29%.
Hay varias explicaciones para el fenómeno, abordado en otras ocasiones. La primera es el abandono democrático de dos grandes pesos pesados demográficos, primero China, inmerso desde hace décadas en un proceso de concentración de poder y de prácticas represivas, y más tarde la India, descatalogada como "democracia" durante los últimos años. Ambas aglutinan a una buena parte de la población mundial. Su rechazo explícito de las formas y hábitos de la democracia liberal convierte a sus adeptos en minoría.
En el camino, se han transformado en "autocracias electivas", regímenes híbridos donde no hay contrapeso de poderes pero donde los gobernantes se someten a cierta validación en las urnas. Es esta categoría, junto a otro híbrido, las "democracias electorales", la que mayor número de personas aglutina en todo el mundo. Su definición natural no es la ausencia de elecciones. Se vota. E incluso hay cierta voluntad popular. Su definición es más bien el derrumbe de las instituciones que sí vertebra a las democracias liberales (independencia judicial, reparto de poderes, libertad de prensa, pluralidad política y un largo etcétera).
El asunto es complejo y requiere de explicaciones y matices más profundos. Desde un punto de vista crítico, muchas de las definiciones sobre lo que constituye una democracia o no, como la de The Economist, no es más que la suma de un puñado de variables cerradas. En cuanto una de ellas registra alguna transgresión, la puntuación "democrática" del país cae. Esto tiene claras limitaciones y no ayuda a comprender la naturaleza compleja de los sistemas políticos.
Pese a todo, algo es obvio. Mientras la población mundial no ha dejado de crecer desde la década de los 70, el número de personas que viven bajo una democracia se ha mantenido relativamente estable, cuando no ha decrecido. Esto tiene una consecuencia inmediata: cada vez un menor porcentaje de la población global está gobernado por un sistema democrático. Si el fin de la Historia estaba cerca, desde luego, es hora de aplazarlo unas cuantas décadas. La democracia liberal ha dejado de ser el faro en el que otros países se miran. Ahora sólo es un sistema más.