Al recorrer el interior de las provincias españolas uno podría tener la sensación de haber viajado en el tiempo. No se trata de las carreteras, remozadas y reasfaltadas con asiduidad; ni de las edificaciones, de reciente construcción en un sinfín de casos; ni de sus gentes, vestidas por las mismas marcas que los habitantes de la ciudad e igualmente enganchadas a sus teléfonos móviles.
Se trata de los tractores.
Las regiones del interior, de fuerte peso cerealístico y ganadero, están repletas de tractores viejos, vehículos que acumulan miles de horas de trabajo y decenas de años a sus espaldas. Los motivos son muy variados, pero se pueden resumir en dos: son eficientes y son baratos. Atributos que no siempre comparten sus versiones más modernas, más electrónicas, más digitalizadas y, ante todo, mucho más caras.
Es una tendencia observable en otros países, en especial en Estados Unidos, donde el interior rural, más vasto y remoto que el europeo, es aún muy dependiente de la producción agrícola. Este reportaje del Star Tribune, un periódico local de Minnesota, en la frontera con Canadá, es un buen ejemplo de ello. Los tractores fabricados a finales de los setenta y a principios de los ochenta gozan hoy de un inusitado revival.
Se juntan varios factores. Como explica un agricultor, el precio influye. En función de las horas de trabajo acumuladas, un vehículo como el John Deere 4440, comercializado por primera vez en 1979, puede costar en torno a $18.000. Es dinero, pero tan sólo una fracción de los $180.000 requeridos para comprar uno de los modelos fabricados por la misma compañía durante esta década. Más modernos, mucho más caros.
No sólo se trata del dinero a desembolsar en el momento de la compra, sino también del requerido para mantener el tractor a punto. Los tractores antiguos eran simples, y podían ser reparados por los propios agricultores con unas nociones básicas de mecánica. Los de hoy en día, por el contrario, no. Sus sistemas electrónicos son mucho más complejos que antaño, y cualquier reparación menor requiere de conocimientos informáticos y técnicos especializados que pueden cobrar hasta $150 la hora.
Su efectividad y durabilidad los ha convertido en pequeñas joyas, más allá de su valor como reliquia emocional o de su singularidad como antiguallas. En las subastas de material agrario hay auténticas batallas por ellos. Tractores de 1980 con apenas 2.000 horas de trabajo (pueden durar hasta las 15.000) se venden a más de $40.000 dólares, mientras que otros de 1979 por debajo de las 1.000 horas, un ejemplar rarísimo, superan los $60.000.
Con todo y con ello, la escalada de precios no se acerca a los desembolsos requeridos para un tractor de nueva fabricación. Con la ventaja añadida de que la mayor parte de sus piezas, una vez rotas, son reparables sin mayores desembolsos, al ser mecánicas y no electrónicas. Y con otra más, igual de importante: son tractores que los agricultores saben manejar porque llevan toda la vida junto a ellos. Los conocen. Los aman. Son duraderos, resistentes, efectivos.
Un último factor, relevante para el caso particular de John Deere: en Estados Unidos, los granjeros están obligados a utilizar el software habilitado por la marca, y las reparaciones corren a cuenta del servicio técnico y de los talleres oficiales. Esto limita la flexibilidad de las reparaciones y dispara el coste de las mismas. En la práctica, cuando un agricultor compra un John Deere no lo adquiere en exclusividad (en España y Europa la situación, ley mediante, es distinta).
En España está sucediendo algo similar. En regiones como Extremadura se venden unos 800 tractores de nueva fábrica por cada 2.000 de segunda mano. Más de 50% de los tractores adquiridos hace dos años en la región, de profundo poso agrario, superaba los veinte años de edad; y más del 82% del total contaba al menos una década de vida. Es una dinámica que se repite en el resto de comunidades, con parques agrarios muy viejos.
Entre enero y septiembre de 2016 se vendieron más de 26.000 tractores en toda España, de los cuales en torno a 8.000, menos de un tercio del total, fueron nuevos. Aún hay más de 35.000 vehículos de más de 35 años operando a lo largo y ancho del país, de los cuales el 8,7% cambiaron de manos durante el año pasado. Es decir, los agricultores españoles siguen interesados en sus viejos tractores por motivos muy similares a los que impulsan el revival estadounidense.
Circunstancia que podría cambiar en los años venideros. El gobierno prepara un real decreto que prohibiría la reventa de tractores con más de cuarenta años de edad. La medida ha causado gran consternación entre los sindicatos agrarios y los agricultores del interior. La revisión de la ITV se ha puesto cada vez más complicada para la maquinaria vieja, y la posibilidad de dar de baja a los tractores más antiguos representa un problema para los agricultores con menos recursos económicos.
Estancamiento, progreso
Nada de esto hubiera sido posible si los tractores de hoy en día triplicaran en rendimiento a los de antaño, o si fueran completamente distintos. Uno de los motivos por los que vehículos de hace cuarenta años siguen siendo tan solicitados es porque los tractores de ayer y de hoy son el mismo tipo de herramienta. El salto entre un tractor de 1979 y uno de 1959 era superior al de uno de 1979 y uno de 2019, pese a las sustanciales mejoras en sistemas de guiado, insonorización, GPS, inyección y manejo.
Es algo que ha sucedido en otras industrias, un momento muy concreto en la historia del progreso en el que, de un modo u otro, una tecnología alcanza su perfección en términos de coste y de utilidad. Para los tractores ese momento se dio a finales de los sesenta, cuando nacen las cabinas elevadas y cubiertas, maniobrables y muchísimo más seguras (los tractores de los años '50 eran así; los de los '20, cincuenta años antes, así).
La industria aprendió a fabricar vehículos de gran carga y potencia sin que la seguridad o la eficiencia en la recogida de grano se resintiera. Y desde entonces ha actualizado aquella innovación crítica, pero no la ha superado.
Ejemplos los hay por doquier. El de los aviones de combate es uno muy similar. A mediados de los setenta las industrias militares de Estados Unidos y la Unión Soviética perfeccionaron el caza. Tras las experiencias fallidas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando se creía que el combate cuerpo a cuerpo caducaría en favor de los misiles de media distancia, crearon aviones ágiles, rápidos y letales. Modelos como el F-16 o el SU-24 siguen dominando los cielos a día de hoy.
Y creaciones de nuevo cuño, tecnológicamente hiperdotadas, han sido incapaces de lograr el mismo rendimiento. No sólo a nivel técnico, sino también a nivel económico: cataclismos como el del F-35, un prototipo de más de un billón de euros que Estados Unidos jamás ha puesto en combate, o fracasos como el del F-22 evidencian una incapacidad crónica para producir cazas igual de buenos a un precio tan ajustado como el del F-15.
Las tecnologías arcaicas dominan otros sectores, no siempre físicos. COBOL, por ejemplo, sigue siendo el lenguaje de programación dominante en banca y en otros sistemas, pese a que se introdujo por primera vez en 1958. Su grado de implantación es tan profundo que cualquier sustitución obligaría a una inversión millonaria, una que muy pocos agentes, privados o públicos, como el gobierno estadounidense, quieren llevar a cabo. Porque sigue funcionando.
La industria aeroespacial y la nuclear también mantienen reliquias, en ocasiones por motivos prácticos, como el de la interfaz de usuario de la Soyuz, "retrasada" deliberadamente a nivel tecnológico para facilitar su empleo. Centros de información tan relevantes como el Pentágono siguen enganchados a Windows 95 porque la transición a sistemas operativos más modernos causaría infinitos quebraderos de cabeza (y porque, obvio, funciona y es seguro). Lo mismo le sucede al ejército estadounidense (y a otros tantos sectores) con Windows XP.
¿El ejemplo definitivo, uno con el que hemos tenido que lidiar los humanos comunes y corrientes? El test psicotécnico del carnet de conducir. Creado por Fernando Ortiz, se introdujo en 1982 y desde entonces ha permanecido incólume en las salas de revisión de toda España. Ningún competidor ha logrado demostrar su eficacia o superar su sencillez. Y ajeno a la obsolescencia programada, sigue lidiando con todos los españoles que deseen renovar su permiso.
Todos los casos anteriores tienen algo en común con los tractores: fueron avances tan sustanciales en sus respectivos campos que décadas después tecnologías más modernas no han logrado superar su influencia, su funcionalidad o su precio. Tecnologías arcaicas que cumplen años y años y siguen reinando allá donde fueren.
Imagen: Dietmar Reichle
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