Cuando Julio Verne escribió Miguel Strogoff a mediados del siglo XIX lo hizo embaucado por las historias fantásticas que brotaban de Siberia. Por aquel entonces eran pocos los viajeros occidentales que se habían adentrado en los infinitos territorios más allá de los Urales, debido a unas infraestructuras precarias y a larguísimos tiempos de viaje. Sin ferrocarriles que cruzaran tan vastas llanuras, el único modo de hollar Omsk o Irkutsk pasaba por las postas de caballos, los carruajes precarios o los pies. Se trataba de un territorio salvaje que avivaba la imaginación del público.
No es de extrañar que la novela cautivara a tantísimos lectores, habida cuenta del halo mitológico que por aquel entonces rodeaba la conquista de Oriente efectuada por el Imperio Ruso a lo largo de tres siglos. Para entonces, Siberia era un territorio en plena posesión política de los zares, pero aún salvaje y por domesticar. Durante las décadas subsiguientes se desarrollarían infraestructuras, ciudades, explotaciones mineras y centrales hidroeléctricas. Pero la frontera mental seguiría residiendo en el mismo punto en el que Verne la identificó: Irkutsk.
¿Qué habría más allá? La construcción del Ferrocarril Transiberiano permitió conectar Vladivostok, en los confines de Extremo Oriente, con Moscú. Aquella línea ferroviaria atravesaba las latitudes más benignas de Siberia, aquellas que menores rigores imponían en invierno y que quedaban completamente empantanadas, pasto de los mosquitos, durante los escuetos meses de verano. Por encima, la nada. O más bien, el misterio. Enormes lotes de terreno prácticamente deshabitados que la maquinaria del Imperio asumía como propios, pese a pertenecer a nadie.
La omnipotencia de la Unión Soviética bajo el mandato de Iósef Stalin cambiaría el marco de lo posible. Durante los años treinta, los gobernantes comunistas se interesarían por los infinitos recursos materiales enterrados en las remotas regiones de Saja, Khabarovsk, Chukotka y Kamchatka, aquellas reunidas en el Extremo Oriental de Siberia, acaso la conjunción de palabras más remota y distante que pueda evocar cualquier lengua humana. Rusia inició entonces la conquista de aquello que residía más allá del fin del mundo. Y para ello necesitaba carreteras.
Prisioneros construyendo autovías
¿Cómo construirlas? Aquellas regiones, tan descomunales, no resultaban fáciles de domeñar. Algunas de las cordilleras más abruptas de Asia se esconden en sus confines; algunos de los ríos más largos y brutales del planeta nacen y mueren allí. La URSS contaba con una necesidad brutal y con muy pocos recursos a su alcance para saciarla. De modo que recurrió al comodín que los zares llevaban utilizando desde que pacificaron Siberia y la arrimaron a su control: la población presa.
A mediados de los años treinta, el Gulag, el sistema de campos de concentración y trabajos forzados diseñados por el NKVD, el servicio secreto, se encontraba en su máximo apogeo. La Unión Soviética diseñó una tupida red de centros de reclusión donde pasaron sus días (y sus vidas) varios millones de prisioneros. Había de todo, continuando la tradición imperial. Desde presos comunes acusados de robar o asesinar a sus vecinos hasta disidentes políticos, los más famosos, que resultaban más útiles cavando zanjas en el krai de Krasnoyarsk que muertos.
En su apogeo, se calcula que más de un millón y medio de personas habitaba las celdas del Gulag. Pero las necesidades en el Extremo Oriente de Siberia eran muy distintas. Allí los depósitos de oro y uranio eran más vastos, se encontraban más lejos, y requerían de mayores esfuerzos. Conscientes de ello, las autoridades soviéticas crearon una región especial dentro del sistema de campos de prisioneros llamada Dalsroy, y destinada a civilizar y desarrollar, por la vía de la explotación de los recursos naturales, aquella esquina perdida del mundo.
El Dalsroy se constituiría como una de las más brutales y masivas instituciones del Gulag, y obtendría un poder total sobre todas las cuestiones relativas a aquellos territorios. Desde la gestión administrativa hasta la jurídica, pasando por la económica y la desarrollista. Su centro de operaciones se fijaría en Magadan, un antiguo villorrio pesquero ubicado frente a la península de Kamchatka que en pocos años se convertiría en la principal ciudad de la región. Allí llegarían los prisioneros, embarcados desde puntos tan distantes como Vladivostok, para montar minas y trazar carreteras.
La más famosa de todas ellas y la única digna de tal nombre en la actualidad partía precisamente de Magadan, y atravesaba los territorios más helados del planeta, con temperaturas frecuentes por debajo de los -50 ºC, para llegar hasta Yakustk, la capital histórica de la República de Saja y uno de los centros urbanos más importantes de Siberia. Durante más de veinte años, miles de trabajadores se dejarían las manos y la vida construyendo aquella autovía, hoy conocida oficialmente como la Ruta 504 de Kolyma y popularmente como "La Carretera de los Huesos".
Se trata de un camino de más de 2.000 kilómetros que se adentra en el interior del Oblást de Magadan siguiendo la vera del Kolyma, y que originalmente servía a las numerosas explotaciones de oro, cobre y otros minerales que la URSS encontró a su llegada. Pavimentada sólo durante los primeros kilómetros a las afueras de Magadan, La Carretera de los Huesos no es más que una infraestructura de grava a cuyo paso abandona un puñado de localidades hoy en irremediable decadencia.
Su nombre, como se puede intuir, surge de los miles de prisioneros que perecieron en su construcción. No hay cifras oficiales y constatadas sobre el número de muertos bajo la autoridad del Dalsroy. Se sabe que en su punto de máximo apogeo, en 1952, alrededor de 200.000 prisioneros quedaban bajo su control. Para entonces la carretera ya estaba muy avanzada. La muerte de Stalin un año después cerraría de forma definitiva el Gulag, y las construcciones siberianas posteriores se realizarían con mano de obra remunerada.
Pese a ello, es fácil imaginar cómo miles de personas pudieron morir levantando la infraestructura. Es sabido que las condiciones de trabajo impuestas por el Gulag eran extremadamente lesivas. Sumadas a las terribles condiciones climáticas de la zona el resultado sólo pudo ser una sangría de muertos. Muy cerca de la carretera, a unos cien kilómetros a su norte, se ubica el poblado de Oymyakon, el punto habitado más frío del planeta. Hoy sigue ostentando el récord mínimo de la humanidad: -62 ºC. Un extremo, pero uno significativo.
Conducir sobre un camino de huesos
El frío, la ausencia de comodidades, lo remoto y abrupto del paraje y las condiciones de la época, sumada a la brutalidad represiva del Dalsroy, hicieron de la muerte un elemento común a la construcción de la carretera. Aún hoy las huellas del Gulag son visibles allende se pose la mirada. Cuando una fotoperiodista francesa recorrió la ruta durante los meses invernales descubrió que la muerte todo lo permeaba. Eran muchos los nietos de prisioneros que siguen viviendo allí; son frecuentes los monumentos a su memoria; y muy habituales las cruces a ambos lados de la calzada.
Su viaje por La Carretera de los Huesos ilustra también el estado decadente de la región. Magadan, por ejemplo, alcanzó el medio millón de habitantes durante los años más prósperos de la Unión Soviética, pero hoy, sin explotaciones abundantes que sostengan a la población, alberga a no más de 90.000 personas. Peor suerte tienen las villas que surgieron alrededor de la carretera. Lugares como Spornaya o Kadykchan, hogar de miles de personas una vez, hoy completamente abandonados.
Quienes aún viven allí lo hacen aislados durante gran parte del año, y conectados al mundo únicamente mediante la carretera. Dependen de actividades menos lucrosas, como la caza o el pastoreo de renos, una vez muchas minas echaron el cierre. La caída de la URSS y la crisis económica posterior provocaron que muchas explotaciones, mal mantenidas y poco rentables, se vinieran abajo. Y también que algunos ramales de la autovía, sostenidos en su día por la administración soviética, quedaran en desuso.
Es el caso de la Vieja Ruta del Verano, una carretera que une Kadykchan y Kuybeme en línea recta, atravesando pequeñas localidades como Tomtor y esquivando el largo bypass por el norte que dibuja la autovía principal. Esta ruta de apenas 200 kilómetros, más directa que la oficial, servía antiguamente a varias minas. Su definitivo abandono provocó que el gobierno ruso desistiera de su mantenimiento. Poco a poco, la carretera fue tomada por la naturaleza, por la vegetación y por ríos y riachuelos que la convierten hoy en algo impracticable.
La ruta sólo es operativa en invierno, cuando el agua se congela y los coches y camiones pueden circular sobre ella, y se ha convertido en un fetiche particular de los aventureros en motocicleta. Es frecuente que ávidos exploradores se lancen a recorrerla, vadeando toda suerte de cauces de agua, y a visitar las pequeñas localidades que mueren poco a poco a su paso. Si Rusia sufre una crisis demográfica absoluta, sus consecuencias son mucho más graves en esta parte de Siberia.
Lo alucinante y salvaje de la autovía la ha convertido en depositaria de toda clase de mitos. De su propio nombre, sin ir más lejos, circula una leyenda de dudosa veracidad. Construida sobre una dura capa de permafrost, habría resultado más sencillo elevar una plataforma transitable que cavar la tierra, y para apuntalarla las autoridades habrían utilizado los cadáveres de los trabajadores que, poco a poco, morían en su construcción. La Carretera de los Huesos lo sería así literalmente.
También se han avistado figuras espectrales, de talante irreal. El año pasado un periódico sobre cuestiones siberianas editado en inglés, The Siberian Times, recogió la historia de una mujer que recorría la autovía a pie. Sin equipaje, sin interés de ningún tipo en ser asistida por otros vehículos, sin explicación para su empresa. Se distribuyeron infinitos rumores sobre su naturaleza fantasmagórica, sólo plausibles en una región del mundo donde lo sobrenatural sigue excediendo a lo terrenal.
La Carretera de los Huesos, no obstante, es real, y sigue siendo posible recorrerla de punta a punta en motocicleta, coche o camión. A tenor de las fotos que pueblan la red se trata de una experiencia fascinante y probablemente única. Pocas vías terrestres conectan lugares tan alejados de toda humanidad como aquella. Pocos puntos del planeta se pueden explorar con un vehículo convencional donde la naturaleza aún resulte tan ignota, tan amedrentadora. Y muy pocos aún arrastran tras de sí una historia tan truculenta y negra.
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