Mientras Madrid afronta otro de sus muchos días con índices de contaminación por encima de lo humanamente recomendable, China vive su tóxica rutina atmosférica entre la alarma generalizada de las autoridades. El país, uno de los más contaminados del mundo merced a su rápida industrialización, vuelve a tener a sus ciudades bajo un espeso manto de polución. Y, un día más, tiene que adoptar medidas drásticas.
Al contrario que en las grandes ciudades europeas, donde acceder al centro en vehículo privado se está convirtiendo en una pequeña y cara odisea, el problema de China surge de sus fábricas y de su industria transformadora. Aún hoy, gran parte de las grandes ciudades (gigantescas) cuentan con los centros de producción en núcleos habitados o muy próximos a ellos, así como las centrales térmicas.
Hay que tener en cuenta que el rápido proceso de industrialización y de urbanización de China ha anulado los tiempos históricos que empujaron a Europa y a Estados Unidos a desterrar a sus centrales de electricidad, propulsadas con carbón, lejos de sus ciudades. China, que sigue quemando mucho carbón para atender a sus necesidades, se ve asediada día sí y día también por las consecuencias de su contaminación, gigante e igual a la de sus necesidades.
De modo que, en paralelo a una renovación total de su sector energético, más sostenible, el gobierno chino ha empezado a tomar cartas en el asunto. Durante los últimos meses, ha ordenado el cierre de 80.000 fábricas en todo el país para determinar cuáles se estaban saltando los cada vez más estrictos cánones contaminantes. China cuenta con una legislación específica para las fábricas, limitando las emisiones que pueden verter a la atmósfera, pero no todos los empresarios las cumplen.
La medida busca delimitar, por el método de prueba y error, cuáles se escapan a la ley, y de paso aliviar la incesante presión contaminante que sus ciudadanos viven día a día. En global, las autoridades han multado, inspeccionado o cerrado el 40% de las fábricas del país. Parte de estas industrias han vuelto a la actividad habitual, dado que los cierres han sido selectivos y temporales. Pero indica hasta qué punto China es seria frente a su gravísimo problema.
China, en guerra contra la contaminación
Obviamente, la medida ha podido tener cierto impacto en la aún renqueante economía china, cuya crisis financiera ha lastrado su histórico crecimiento por encima del 8%. La cuestión ha sido negada por el ministro de Medio Ambiente, Li Ganjie, que ha señalado al nulo impacto a largo plazo (negativo, se entiende) y a que el desempleo en las grandes ciudades sigue siendo el más bajo de la última década. Para Gianjie, el efecto será positivo, en tanto que reducirá la presión contaminante.
China lleva embarcada cuatro largos años en una guerra total a la contaminación consciente de la tremenda carga que representa no sólo en la salud de sus habitantes, sino en su desarrollo económico. Hay estudios que cifran en más de un millón de personas las muertes anuales directamente atribuibles a la contaminación. Otros hablan de 4.000 fallecimientos diarios. Son cifras que se comparan a las peores épocas contaminantes de la Europa del siglo XIX, y que se manifiestan en nubes de pura toxicidad dignas de Blade Runner 2049.
Este reportaje de NPR sobre el terreno explora cómo muchos empresarios locales han buscado subterfugios para evitar las limitaciones, aduciendo que afectaban a su producción. Por otro lado, alrededor de 10.000 personas han sido procesadas por las autoridades (con todo lo que ello conlleva en China) por saltarse las regulaciones.
La desbandada generalizada de la Administración Trump en la lucha contra el cambio climático ha colocado a China, país contaminante por antonomasia por dimensiones, en una posición de sorprendente liderazgo. Xi Jinping lleva tiempo explicando al mundo que piensa no sólo cumplir con sus obligaciones medioambientales, sino impulsar en la medida de sus posibilidades energías renovables. Y lo está haciendo: China lidera hoy por hoy (en términos de crecimiento interanual) la inversión en energía eólica y, muy especialmente, solar.
Lo vimos a cuenta del célebre parque de placas solares con forma de panda: aquella estrategia propagandística buscaba contar al mundo que, mientras Estados Unidos se obceca en el carbón que tanto batalló años atrás, el futuro de China no se asemeja a una central térmica y sí a un montón de benignas placas solares. El país vive una fiebre solar total, y sólo en 2016 instaló 36 gigavatios, el 45% de la potencia instalada del año pasado.
La dirección china es clara. Y la guerra contra la contaminación no ha hecho más que empezar.
Imagen | Andy Wong/AP
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