El Colapso, serie del año pasado del colectivo de cineastas galos Les Parasites que se acaba de convertir en el fenómeno audiovisual de la temporada veraniega en nuestro país gracias a su exhibición en Filmin, es la suma de pequeños relatos de ficción en un futuro cercano en el que alguna amenaza no determinada, tal vez una crisis financiera o una súbita hecatombe provocada por el permafrost, destruye la vida tal y como la conocemos en cuestión de días. En el fin del mundo el dinero deja de ser la moneda de cambio frente a las latas de conserva y el valor de cada individuo depende de su capacidad para realizar tareas esenciales. Nada nuevo en el cine postapocalíptico.
Lo que sí resulta llamativo en esta narración especulativa, que parece transcurrir en nuestro mismo presente, se muestra en los capítulos tres y siete, El Aeródromo y La Isla respectivamente. En ellos aparece la élite de nuestro mundo huyendo del barco (antes incluso de que la población general sea consciente de la grave situación) rumbo a una especie de paraíso geográfico en alta mar al que esta crisis no ha llegado ni va a llegar. Poseer un ticket de entrada a estos refugios de la humanidad sólo está al alcance de unos pocos, los que tengan dinero o poder.
El caso es que, aunque esta sea una idea salvaje que muchos de nosotros podríamos haber imaginado para un cuento futurista, estos proyectos ya existen en nuestro presente. En inglés se los conoce como “seasteading”, una contracción del inglés de “sea”, mar, y “homesteading”, colonización.
El paraíso para quien lo pague
Aunque el “seasteading” lleva dando vueltas desde los años 60, el pistoletazo de salida que transmutó esta idea del papel a algo más tangible lo dio el Seasteading Institute, organización fundada en 2008 por el empresario de Silicon Valley Wayne Gramlich y por el ingeniero de software de Google Patri Friedman (sí, el nieto de Milton Friedman). Ganó una importante tracción cuando se sumó a la propuesta Peter Thiel, cofundador de PayPal y magnate del Valle que se ha embarcado en mil y un proyectos inquietantes. La organización llegó a entablar una relación formal con la Polinesia Francesa en 2017 con miras a poner en marcha una de esas micronaciones, aunque para marzo de 2018 la colectividad de ultramar ya les había dado la espalda.
El plan es tan delirante como te lo imaginas: islas artificiales en alta mar, muchas de ellas hiper tecnologizadas y autosuficientes, en las que unos pocos inversores podrían vivir según les plazca. Desde el punto de vista ideológico del invento, todos los Estados modernos son una lacra para el avance económico, tecnológico y social, de ahí que busquen establecerse en aguas internacionales, ahí donde queden territorios fuera de la ley. Esto permitiría la creación de varios “países start-up” políticamente independientes en los que grupos de individuos experimentasen con nuevos sistemas de gobierno.
¿Qué tipo de gobierno y bajo qué normas sociales? El Seasteading Institute se mantiene al margen de estas especificaciones, ellos se limitan a proveer las infraestructuras y herramientas para que cada nano-nación se configure a su gusto. En principio, cualquier propuesta sería válida. Esto crearía una competitividad extrema entre los modelos de islas, con lo que, afirman, ganarían las mejores y se aceleraría enormemente el progreso de toda la sociedad.
Joe Quirk, “seaevangelista” de esta doctrina, lo explica en este vídeo: “una vez le has ofrecido a la gente una plataforma para empezar a crear su propio país, cualquier idea concebida por un innovador te va a llegar. Granjeros que quieren absorber dióxido de carbono del agua para alimentar al mundo, investigadores que quieren hacer avanzar la investigación para alargar la esperanza de vida…”.
Sí, en esencia se trataría de una utopía libertaria, como ellos mismos describen. O de un “apartheid para los ricos” y vía de escape para que los multimillonarios evadan aún más impuestos, como dicen los críticos con estas ideas. Otros temen que esta falta de regulación extrema permitiese el retorno de la mano de obra esclava o que destruyese los ecosistemas marinos en los que se erigirían estos monumentos al poder oligárquico.
Lo de la Polinesia francesa no funcionó. Los pioneros se acercaron a esta región estratégica por ser una zona económicamente libre, por su enorme tamaño y por la preexistencia de cientos de pequeñas islas a lo largo del territorio que podrían aprovecharse, pero los gobernantes no vieron la idea con buenos ojos. Para empezar, porque se trata de una zona altamente amenazada por la degradación medioambiental, al borde de la destrucción ante el más mínimo aumento del nivel del mar. Por otro lado, los gobernantes no sabían cómo venderle a los lugareños la pérdida de terrenos a cambio de convertir la zona en un enclave libre de impuestos.
Por supuesto que los ricos tienen (si lo quieren) un plan B
Muchos de los innovadores a bordo del Seasteading Institute decidieron cambiar de estrategia: retirar el halo libertario de su publicidad y cambiar la escenografía de sus micronaciones a tierra firme, como tradicionalmente habían hecho las propuestas de sociedades utópicas. El plan ahora es comprar terrenos cerca de importantes ciudades y que los que allí vivan elijan a un alcalde y paguen impuestos de forma interna. Sus nuevos modelos se parecen más a las clásicas propuestas arquitectónicas estilizadas y de materiales asequibles para zonas en vías de desarrollo, razón por la que cuentan con el apoyo de ONU-Hábitat.
Pero el Institute no ha sido el único que ha propuesto ciudades flotantes a lo largo de estos años: el Proyecto Jounieh Floating Island pretendió hacer una isla artificial en las aguas próximas a en Jounieh, al norte de Beirut, pero su desarrollo se detuvo en 2015 por las dudas de los funcionarios locales sobre su impacto legal y medioambiental. Evolo Oceanscraper, AT Design Office y sobre todo Blue Frontiers han elaborado numerosos diseños de enclaves oceánicos y modulares de hormigón, de manera que podrían ir añadiéndose módulos a medida que la región fuese haciéndose más próspera. Hay quien mira más allá, y ve que estos intentos de soberanía capitalista oceánica no son más que el punto intermedio para el plan final: crear sociedades en el espacio.
Consideres esto desvaríos entrepreneurísticos o no, lo que es innegable es que hay un buen puñado de millonarios que no sólo están estudiando estas alternativas organizativas, sino que ya están invirtiendo en ellos. Hace unos meses, antes de que nos pegase de pleno la pandemia (suceso que no ha hecho más que potenciar esta área de negocios), veíamos cómo expertos declaraban que desde hace tiempo realizan furtivas tareas de consultoría para grupos exclusivos en los que responden a preguntas como “¿qué región se verá menos afectada por la crisis climática, Nueva Zelanda o Alaska?”, o “¿cómo conseguiré mantener mi autoridad sobre mi guardia de seguridad después de El Evento?”.
La crisis climática, el retorno a las desigualdades a niveles previos a la Revolución Francesa o el simple divertimento survivalista son motivos de sobra para que aquellos que pueden derrochar dinero inviertan decenas o cientos de millones de dólares en terrenos, búnkeres e islas privadas por todo el mundo. Quién sabe, tal vez el secretismo natural por el que deberían regirse estos planes de escape estén impidiendo que sepamos que ya existe de facto una de estas plataformas en pleno funcionamiento vigiladas por drones de combate con tecnología de reconocimiento facial. Tal vez cuando llegue El Colapso alguno de nosotros termine enterándose.