Cómo China ha devorado el comercio mundial en apenas dos décadas, en un gráfico

A finales de la década de los setenta, cuando China aún arrastraba el trauma del Gran Salto Adelante y de sucesivas guerras y revoluciones, las autoridades comunistas decidieron dar un cambio profundo y duradero a la dirección del país. Su vasta demografía habilitaba a un potencial económico gigantesco, sin igual en el mundo. Pero por aquel entonces no existían las condiciones para explotarlo. China, a las puertas de los ochenta, representaba apenas el 1% del comercio global. Era un gigante con los pies de barro. Un monstruo poblacional, un enano económico.

Más de veinte años después, en 2001, China accedía a la Organización Mundial del Comercio. Lo sucedido en las dos décadas siguientes es la historia de un ascenso meteórico a la cima del comercio mundial. De aquel 1% se ha pasado a un arrollador 15%, el único estado del mundo que a día de hoy puede presumir de dos dígitos en el suculento pastel del comercio mundial. Una profecía autocumplida prolongada a lo largo de medio siglo que ha reordenado el tablero geopolítico del mundo y que ha transformado irremediablemente el modo en el que consumimos.

Este trabajo elaborado por UNCTAD, una conferencia de Naciones Unidas dedicada al análisis del comercio internacional, es bastante ilustrativo de lo sucedido. Se trata de un gráfico a la carrera, en el que los valores van evolucionando conforme avanzan los años. En el eje vertical tenemos a los diez países más exportadores del mundo. En el eje vertical, todos los años comenzando en 1978 y en 2020. De un vistazo y en un puñado de segundos podemos observar cómo ha cambiado la economía mundial. Un cambio en el que los antiguos titanes occidentales han dejado paso a uno solo.

China.

A finales de los setenta dos países dominaban el comercio internacional, o lo que es lo mismo, lograban colocar más productos manufacturados en su territorio en el resto de países. Hablamos de Alemania (con un largo historial de dominio de las exportaciones tanto en Europa como en sus mercados afines) y de Estados Unidos, la potencia industrial por antonomasia desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Entre ambos dominaban el 22% de las exportaciones anuales. Le seguían Japón (7,5%), Francia (6,1%), Reino Unido (5,2%) y pequeños países como Bélgica (3,4%), Países Bajos (4,4%) o Canadá (3,7%).

Avancemos a 1995, año de creación de la Organización Mundial del Comercio. El panorama es muy similar. El status quo se mantiene con la pequeña incorporación de Hong Kong, aún bajo dominio británico, al listado (3,4%). Ni rastro de China, por aquel entonces aún muy alejada de la élite económica internacional. Es algo que estaba a punto de cambiar. En 2001, año de su entrada en la OMC, China ya presume del 4% de las exportaciones de todo el mundo. Cuatro años después, en 2005, ha superado a Japón, Francia y Reino Unido (8%).

Es por aquel entonces cuando Estados Unidos y Alemania, los dos grandes manufactureros históricos, sienten su aliento. El primero había reducido su porción del pastel al 8,5%; el segundo al 9%. El empuje de China era irresistible. El país jugó bien sus cartas. Su acceso a la OMC le permitió competir en igualdad de condiciones dentro del mercado internacional, sin penalizaciones y en un contexto de teórica libertad de comercio. En paralelo, los avances técnicos y logísticos le permitieron explotar de forma privilegiada las nuevas cadenas de suministro globales.

Un mundo que no va a volver.

Hemos hablado de ellas en más de una ocasión, aunque con otro nombre. Nos referimos a la deslocalización. Las grandes industrias del mundo, desde la textil hasta la siderúrgica, descubrieron que podían escalar sus negocios diseminando distintos procesos manufactureros y productivos en otros países. China quizá no podía competir en materia de investigación y desarrollo técnico, pero tenía algo que el resto de países desarrollados no tenían: trabajadores baratos. Muy baratos. Las empresas identificaron correctamente una oportunidad. Podían producir allí (en un entorno favorecido por el gobierno), traerlo a Europa y venderlo a un precio mucho más barato que su competencia (más pequeña y local).

Este proceso ("outsourcing" en inglés) ha transformado la economía mundial para siempre. Una globalización que China explotó para sacar a millones de personas de la pobreza, recuperar una posición política dominante en Asia y África... Y devorar la economía, muy en especial el comercio. Para 2010 se produce el sorpasso: las exportaciones de China ya representaban el 10% del total mundial, cada vez más repartido, por encima de 8% de Estados Unidos y de Alemania. En el tablero había entrado Corea de Sur (3%), Rusia (2,7%) y no tardarían en hacerlo otros países del sudeste asiático más modestos (es el camino que han tomado Tailandia, Myanmar o Vietnam).

El gráfico, grandes rasgos, resume veinte años de "Made in China".

Años no exentos de polémicas. El entusiasmo por la globalización ha decaído de un tiempo esta parte. Son cada vez más los países ricos que hablan sin tapujos de proteger e incentivar la industria nacional, tras años de proceso contrario. Alemania es uno de los más notorios, en una dinámica acrecentada por la epidemia y por el súbito descubrimiento de que media humanidad dependía de China para abastecerse de recursos, con los riesgos geo-estratégicos que ello conlleva. Cuando China paró su industria el resto del mundo simplemente contempló atónito cómo sus cadenas de distribución, su consumo, se detenía.

Otros países están ganando cada vez más peso en el comercio internacional, pero ninguno como China.

Una dependencia quizá poco recomendable. En este proceso también debemos encajar la "guerra comercial" declarada hace algunos años por Estados Unidos. La Administración Trump deseaba resolver algunas de las quejas históricas del país dentro de la Organización Mundial del Comercio. China, explicaba el gobierno estadounidense, jugaba con un doble rasero. Sus productos circulaban con libertad en los mercados occidentales pero los productos occidentales encontraban numerosas trabas en China. Sus empresas, además, gozaban de un favor público y estatal que perjudicaba a la libre competencia, la base de toda relación saludable.

Las cuotas de producción, los subsidios teledirigidos desde el estado chino hasta sus empresas, el espionaje industrial, el vulgar plagio y calco de tecnología y las trabas a las exportaciones hacia dentro de China funcionaron como detonante para una relación cada vez más rota. China, para entonces, miraba desde las alturas. En 2020 alcanzó su pico como potencia comercial: el 15% de las exportaciones mundiales son suyas. Uno de cada seis productos intercambiados en el mundo se hacen en sus fábricas. Ni siquiera Alemania o Estados Unidos llegaron tan lejos.

¿Cuánto puede durar? Es difícil saberlo. Como hemos visto, China ya ha empezado a deslocalizar su industria. Sus trabajadores cada vez cobran más y su economía camina hacia la terciarización. Los países pobres de su órbita inmediata se llevarán parte de sus fábricas. Pero hasta su futura decadencia, si es que llega, queda mucho.

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