Mientras medio planeta lleva varios años sumergido en una larga carrera hacia la suficiencia energética renovable, otro medio continúa quemando muchísimos combustibles fósiles para abastecerse de electricidad. Es normal: siguen siendo rentables, relativamente fáciles de extraer y productivos. No sólo en países muy dependientes del carbón, como la India, sino también en gigantes que presumen de su inversión real en renovables, como Alemania.
Entre tanto, el reloj sigue descontando años. El Acuerdo de París comprometió a todos los países firmantes a mantener la temperatura del globo terráqueo por debajo de los 2º C estándar, fijados en la temperatura media del planeta hace siglo y medio. De momento no está funcionando: tres de los cuatro años más cálidos de la historia han sido 2015, 2016 y 2017. Sabiendo que la quema de combustibles fósiles es uno de los principales factores agravantes, ¿cómo cuadrar el círculo?
Un nuevo estudio realizado por dos investigadores en política pública, Fergus Green y Richard Denniss, apunta hacia el santo grial del ecologismo, aún inexplorado por los estados: prohibir o limitar parcialmente el uso de combustibles fósiles. Una medida aplicable a escala universal que limitaría la oferta ya fuera prohibiendo la apertura de nuevos pozos (o diezmando su producción) y que establecería claras cuotas en la utilización de combustibles fósiles a la industria.
Como explican, hasta ahora las políticas medioambientales se habían basado en dos factores diferenciados y centrados primordialmente en la demanda. Por un lado, desincentivando la de combustibles fósiles (ya sea a través de impuestos al carbón o al petróleo o estableciendo límites a las emisiones); por otro, fomentando la utilización de alternativas renovables (a través de subsidios, subvenciones y otras políticas gubernamentales para su activación y difusión).
Ambas han funcionado, pero sólo parcialmente. En su lugar, Green y Denniss proponen una alternativa: ¿qué tal si nos centramos en la oferta? Es algo común en otros aspectos de la economía (pensemos en el tabaco y en las políticas restrictivas de países como Australia o la mayor parte de los europeos, por ejemplo) y limitaría de facto el volumen de combustibles fósiles quemados para obtener energía. No se centraría tanto en sus externalidades (emisiones) como en el origen en sí.
¿Los beneficios? Por un lado, medidas restrictivas de este tipo podrían acabar con el "lock-in" que generan las infraestructuras. Explicado de forma simple, una vez un agente invierte dinero en la construcción de una cara plataforma de perforación o de un oleoducto, tiene incentivos para mantener la explotación siempre que cubra los costes de inversión originales. Una moratoria en minas de carbón o pozos de gas pondría freno a la dinámica: dejarían de ser rentables.
Hay más. Según los autores, medidas restrictivas en la oferta serían más trazables y fáciles de implementar que las actuales (una central puede saltarse con más facilidad los datos de emisiones derivados del uso de combustibles fósiles que el uso en sí mismo); podrían tener un carácter global e internacional más claro; y de forma paralela subirán el precio de los productos derivados de los combustibles fósiles (si hay menos en el mercado, son más caros y se consumen menos).
Nada de esto representa un plan político claro, sino una suerte de armazón argumental a favor de las políticas restrictivas (cuando no prohibitivas). Por el momento, parece improbable que los países se autoimpongan cuotas de extracción o de consumo: vender carbón, como Japón, o petróleo, como Estados Unidos y los países del golfo, es aún un negocio demasiado rentable. Lo que no significa que explorar alternativas al incentivo de renovables sea una mala idea.
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