Manadas, camadas, colmenas. Los grupos son básicos dentro del ordenamiento animal. Bien sea contemplando las bandadas de estorninos en su contorsionismo bailoteante o los ejércitos de salmones corriendo por el pacífico, las especies nos parecen muchas veces grandes redes de criaturas que renuncian a su individualidad por el bien del sistema. Desde este punto de vista, las ovejas negras que se escapan del rebaño son un fallo en el sistema.
Pero puede que no sea así, puede que los inadaptados sean más bien un plan de seguros ecológico y evolutivo previsto por la naturaleza. “Hay solitarios a lo largo y ancho de todo el reino animal, caso de mamíferos que se saltan las migraciones de su grupo o plantas que florecen días antes o después que el resto de sus compañeras. Ahora que hemos empezado a buscarlos, nos estamos dando cuenta de que están por todas partes”. Corina Tarnita, doctora de ecología y biología evolutiva en Princeton, presenta así uno de los últimos estudios liderados por ella.
Vivimos en una sociedad (de fango)
El moho del fango (Physarum polycephalum) ha interesado a los investigadores desde hace mucho tiempo. No es ni un animal ni una planta, sino organismo ameboideo, una masa extraña y amorfa, compuesto de una célula gigante. Aunque estos organismos no cuentan con un cerebro sí tienen una inteligencia emergente, que es la misma que guía a las colonias de hormigas o que determina el crecimiento de las ciudades. Son una inteligencia colectiva. Su método de alimentación consiste en su agrupación para crear torres que se adhieren a insectos, que luego devoran.
Tarnita y su equipo habían observado que algunas amebas resisten ese llamado bioquímico de formar torres y morían aisladas, lo que hasta ahora se consideraba un error genético. El mérito de su trabajo ha consistido en conseguir recrear distintos escenarios y aislar e interactuar con los organismos solitarios.
En sus pruebas comprobaron que las amebas solitarias del moho del fango son capaces de alimentarse y responder a estímulos, por lo que se veía que eran perfectamente funcionales, sólo carecían de esa necesidad de agrupación. Sus comportamientos eran heredables, es decir, que las descendientes de las independientes tenían más posibilidades se serlo. Y lo que es más llamativo aún, el número de criaturas solitarias no era azaroso, sino que seguía una escala: había un número base de ellos y, a medida que crecía la población de amebas en torres, su número se estancaba. Su existencia depende del entorno.
No quiero ni verte, pero es por tu bien
Así que se su trabajo ha confirmado que estos seres marginados son útiles para su comunidad. Que al aislarse de los suyos sirven como barrera poblacional para no caer en los riesgos a los que se que exponen sus colegas de la compañía, como por ejemplo contraer la peste bovina (al parecer uno de sus grandes males) o conseguir llamar a los suyos si el alimento retorna a la zona en la que se quedaron viviendo de forma independiente.
Que si la unión hace la fuerza, las acciones colectivas también nos exponen al fallo colectivo. Que, aunque los seres vivos tendamos a unirnos en grupos, esa tendencia a arrejuntarnos pueden ser catastróficas en el caso de eventos epidemiológicos (¿se suena de algo?) y que los que viven en su propia burbuja serán, en caso de apocalipsis, los que heredarán la tierra.
Aunque los investigadores compartieron las limitaciones de su descubrimiento y reconocieron la dificultad a la hora de estudiar los comportamientos colectivos, afirman que su estudio pone de relieve que los solitarios son “esenciales para entender el funcionamiento y las conductas sociales colectivas a lo largo de todo el reino animal”. Un primer paso para desestigmatizar a tu amigo el anacoreta.
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