Esta semana llega a nuestras pantallas 'Peter y el dragón', una película Disney de 1977 que reformula una producción previa de la casa que seguro que los treintañeros largos recordarán sin problemas: fue programada de forma inmisericorde en televisión durante años, y uno de los grandes éxitos de Disney en VHS en los ochenta. Cuando la casa del ratón era mucho, mucho más rácana con sus lanzamientos de animación.
'Pedro y el dragón Elliot', la película original, pertenece a una época de transición de la compañía. Era una Disney que iba a tener que replantearse muchas cosas porque el cine juvenil de los años 80 iba a cambiarlo todo, al menos en su terreno, el cine "familiar".
Un dragon dipsómano, una película ingenuamente extraña
En la época de 'Pedro y el dragón Elliot', los grandes largometrajes familiares de los cincuenta y sesenta protagonizados por estrellas juveniles de la casa, como Hayley Mills o Kurt Russell, habían cumplido su ciclo, y Disney buscaba nuevas vías de éxito.
Con Pedro y el Dragón Elliot lo logró gracias a la técnica de mezclar imagen real y animación que llevaba practicando desde hacía décadas, con hitos previos como 'Los tres caballeros' o 'Canción del sur'. El resultado, pese a las canciones, su tono infantil y su animación hiperclásica a cargo del gran Don Bluth (quizás lo recordéis por el videojuego Dragon’s Lair), es extraño: cuenta la historia de amistad entre un joven huérfano y un dragón hiperactivo verde, de dibujos animados y que se hace invisible a voluntad. Una película con el encanto y la ingenuidad habituales en la casa.
Pero a la hora de afrontar el remake, David Lowery no ha tenido más remedio que aplicarle el Tratamiento Christopher Nolan y hacerlo digerible para las audiencias actuales: el Huérfano es también un Niño Salvaje. Y el entrañable dragón original, que parecía el delirio de un dipsómano con empacho de absenta, suaviza el tono verde de su piel y se transforma en una realista bestia CGI. El resultado, dicen las críticas, es muy estimable, pero está claro que también es menos extravagante que el original.
Pedro y el Dragón Elliot procede de una época en la que el cine infantil y juvenil estaba a punto de convertirse en algo nunca visto con anterioridad. Se estaba viviendo, gracias a la irrupción de una cultura juvenil mucho más agresiva que la vivida en los sesenta, una reformulación de los gustos de los espectadores más jóvenes, y estábamos a unos pocos años de la revolución que supondrían las producciones Amblin, Gremlins en cabeza.
Disney también se enfrentaba a una época tumultuosa en su organización: muertos los hermanos Walt y Roy Disney, gerifaltes tradicionales de la casa, la productora iba sin rumbo claro. A principios de década aún estrenaría películas familiares “clásicas” como 'La bruja novata' o 'Mi amigo el fantasma', pero aquello iba a cambiar.
En honor al lado más estrafalario de Disney, aquel que reinó (y puso en peligro financiero) a la compañía durante buena parte de los setenta y ochenta, hemos seleccionado unas cuantas películas Disney clásicas, pero raras. Incluso más que Pedro y el dragón Elliot. Producciones Disney, al fin y al cabo, pero extravagantes y únicas. Estas son las producciones más extrañas de Disney directamente desde la época más extraña de Disney.
Sí, Disney siempre fue algo "rara"
Seamos sensatos (más sensatos que Disney, al menos): este artículo no defiende la improbable tesis de que alguien echara una sustancia psicoactiva en los depósitos de agua de la productora y todos los ejecutivos perdieran simultáneamente el oremus. Consagrada a las producciones infantiles y juveniles desde su misma fundación, es normal que las películas de la casa hayan respirado siempre cierta afición por el disparate y la guasa demencial. Y eso aún antes de ese melt-down estético y conceptual que fueron los setenta y los ochenta, y que vamos a revisar.
Y como prueba traemos algunos casos que demuestran que Disney siempre ha sido un referente en lo que a extravagancia conceptual y visual se refiere. Por ejemplo, está 'The Story of Menstruation', un extraño corto de 1946 financiado después de la II Guerra Mundial, en un momento de zozobra económica para el estudio, lo que les llevó a aceptar encargos como este: en realidad es publicidad de productos de higiene femenina de la marca International Cello-Cotton, que aprovechó para distribuir muestras en los colegios cuando la pequeña pieza animada se distribuyó con intenciones educativas.
O 'Los tres caballeros', solo un año anterior y continuación de 'Saludos Amigos', de 1942, pero donde el algo convencional tono documentaloide sobre el Cono Sur de aquel se convierte aquí en una chifladura estética que a menudo roza la abstracción y que posiblemente está influido por el frenético ritmo de los entonces cada vez más boyantes dibujos animados de Bugs Bunny, el Correcaminos y compañía. Eso por no hablar de la abundante carga erótica de la película, que convierte a Donald en un sátiro de libido descontrolada.
Mencionemos, para finalizar este punteo por las películas que pudieron sentar ciertos precedentes para lo que estaba por venir un largometraje semiolvidado (y obviemos la mucha y muy abundante experimentación en materia animada que Disney introdujo ya desde sus primeros cortos, y que dio pie a extravagancias en sus clásicos de siempre como la secuencia de la borrachera de Dumbo, la adaptación de lo inadaptable en Alicia en el País de las Maravillas o, directamente, Fantasía de cabo a rabo).
El largo del que hablamos es 'Los conflictos de papá', protagonizado en 1962 por el habitual de la casa Fred MacMurray. En ella, una familia típicamente americana hace su primer viaje transoceánico hasta París. Y allí se encuentran demenciales crisis de pareja, gigolós, comportamientos poco civilizados, incursiones en las alcantarillas y la llegada de la pubertad a las bravas. La película funcionó estupendamente en taquilla en su día, pero su incorrección política, especialmente en lo que se refiere a la guerra de los sexos, la ha convertido en una rareza.
Los setenta: la oscuridad se cierne sobre Disney
La montaña embrujada (1975): Una de las primeras películas Disney con temática abiertamente paranormal / terrorífica. De hecho, a veces parece una versión macabra de un tema muy querido por la Disney más luminosa de un par de décadas antes: el teenager que obtiene poderes, y cuyo principal éxito fue 'Mi cerebro es electrónico' con Kurt Russel y, cómo no, 'Mary Poppins' y 'La bruja novata', en las que se trasteaba con el lado más pop de la magia negra.
Aquí lo que tenemos es una niña telépata y su hermano telequinético, que en realidad son alienígenas. Un millonario que quiere experimentar con sus vísceras y una huída hacia adelante para encontrarse con sus padres redondean una atmósfera seria, macabra y ominosa. El resultado se anticipa a producciones de Spielberg como 'ET, el extraterrestre' o 'Encuentros en la tercera fase' pero en esa clave contemplativa, atmosférica y extremadamente seria típica de los setenta.
No es raro que saliera así: tras las cámaras está John Hough, responsable de un clasicazo del género como 'La leyenda de la mansión del infierno', un disparate menor de la Hammer como 'Drácula y las mellizas', una insensatez ochentera como 'El íncubo' y una reivindicable película de paletos tronados contra excursionistas como 'Escóndete y tiembla'. Entre eso y que en el reparto hay dos nombres propios del cine de género como Ray Milland ('El hombre con rayos X en los ojos') y Donald Pleasance ('Halloween'), no es de extrañar que la cosa quedara con un punto macabro.
Los hermanos volvieron en 1978 en 'Los pequeños extraterrestres', banal título español para Return from the Witch Mountain, donde no solo repetía Hough a la dirección, sino que los malvados secuestradores eran en esta ocasión nada menos que Christopher Lee y Bette Davis, con lo que el escalofrío estaba garantizado. La película original disfrutó también de un inane pseudoremake protagonizado por La Roca, 'La montaña embrujada', ya orientado definitivamente a la acción y con sus componentes macabros extirpados pero que, eso sí, se convirtió en una auténtica mina de memes.
El abismo negro (1978): La Disney de finales de los setenta estaba tan zumbada que cuando llegó el momento de hacer su propia versión de la película que marcaría la estética y las taquillas del cine comercial de la primera mitad de los ochenta, 'Star Wars', le salió esto.
Una película de ciencia-ficción que en realidad es la versión Disney de '2001: Una odisea en el espacio', con su poquito de metáforas metafísicas, su cuestionamiento del papel del ser humano en el cosmos y su contemplación de la inmensidad del espacio profundo, todo ello camuflado de versión muy, muy ad-hoc de 20.000 leguas de viaje submarino de Julio Verne.
Resultado: una catástrofe crítica que, sin embargo, rentó mínimamente en taquilla a Disney, posiblemente debido a que siguió el ejemplo de George Lucas y plagó las tiendas de merchandising derivado: muñecos, comics, libros…
El abismo negro ha acabado pasando a la posteridad, junto a Tron, como símbolo de una búsqueda algo chalada de público adulto por parte de Disney (fue la primera película de la historia en recibir la calificación PG, menores acompañados). A Tron no la hemos traído hasta aquí porque el paso del tiempo y sus visionarios efectos y conceptos han acabado dándole un lugar privilegiado dentro de la cultura pop; El abismo negro no ha tenido esa suerte.
Vista hoy, no solo es aún más soporífera e inefectiva que en su día, sino que no para de recibir dudosos galardones, como el que le adjudicó Neil deGrasse Tyson en 2014, que la calificó no solo como “la película científicamente más inexacta de todos los tiempos”, sino como una que, si hubiera sido científicamente más rigurosa habría sido también mucho más interesante.
Los ochenta: diablos, dragones y calderos
Los ojos del bosque (1980): Cuando el trailer de una película Disney acaba con el aviso “Esto no es un cuento de hadas”, sabes que puedes prepararte para algo distinto. De hecho, posiblemente sea la película de género más abiertamente terrorífico de Disney y, sin duda, la más inquietante junto a 'El carnaval de las tinieblas'. Y para que no cupiera duda de sus intenciones, el director volvió a ser el siniestro John Hough.
El resultado no es, desde luego, tan descarnado como lo que el cine de terror genuinamente adulto, atravesando una de sus etapas más salvajes, estaba escupiendo a los espectadores de todo el mundo por aquel entonces, pero sí que proporciona más de un momento de inesperados escalofrío con una historia de casas encantadas, bosques ominosos y fantasmas del pasado, todo ello aderezado por una Bette Davis ciertamente inquietante.
El resultado obligó a Disney a advertir en los carteles de la película que no dieran crédito a la hasta entonces fiable fama de la productora: más de un niño podía salir espantado de la sala. Aquí fue donde la compañía empezó a plantearse la necesidad de desdoblarse en un subsello complementario y orientado a un cine más adulto.
El dragón del lago de fuego (1981): Junto a 'Taron y el caldero mágico' conforma la dupla de fantasía heroica oscura de la Disney de los ochenta, una a la que chicos y mayores se acercaron esperando un nuevo Robin Hood y se toparon con lo que parecían mazmorras del Dungeons & Dragons diseñadas por un psicópata.
Como en la citada película de animación, tenemos una historia en apariencia canónica: un aprendiz de brujo tiene que enfrentarse a un dragón que puede presumir del mejor nombre de la ya de por sí nutrida histoia de los dragones con nombres chulos: Vermithrax Pejorative. Una aventura para todos los públicos, ¿no?
Nah: escenarios oscurísimos y aterradores, una historia tenebrosa (el rey envía a Vermithrax Pejorative -en serio, se te llena la boca- dos vírgenes anuales para aplacar su furia) y un hito insospechado: la primera escena de desnudos en una película Disney.
Pero El dragón del lago de fuego, espeluznante como es, también supuso un hito técnico: los efectos especiales de Phil Tippett (Star Wars, Indiana Jones y el templo maldito, Robocop) fueron nominados al Oscar gracias a la invención del Go-motion, un sistema de animación inspirado en el clásico stop-motion -fotograma a fotograma- pero que suaviza los movimientos de la criatura, dándole un aterrador realismo.
El resultado es, quizás, el mejor dragón de la historia del cine, uno que podría enseñarle cuatro cosas al mismísimo Smaug. No lo decimos solo nosotros: Guillermo del Toro o George R.R. Martin, que coincidiremos en que saben un par de cosas sobre dragones, son de la misma opinión.
El diablo y Max Devlin (1981): La diferencia entre la Disney de los setenta y la de los ochenta es que seguían intentando introducir material maduro que atrajera a adolescentes (la nueva clase con auténtico poder adquisitivo) a las salas, pero ya no tenían que disfrazar las producciones de películas infantiles y podían apelar a los gustos de los adultos.
Es lo que diferencia a una película tan asfixiante como 'El abismo negro', que en el fondo es una adaptación de Julio Verne, de 'El diablo y Max Devlin', donde los protagonistas son Elliot Gould -icono contracultural de los setenta gracias a sus colaboraciones con Robert Altman- y nada menos que Bill Cosby haciendo de demonio, antes de su fase de icono familiar y mucho antes de su fase de demonio en la vida real.
El resultado ha pasado a la historia por ser la primera película Disney en la que se usa el insulto “son of a bitch” y por la campaña de prensa negativa más severa jamás vivida por una película de la compañía hasta entonces. Lo cierto es que Max Devlin, que muere al principio de la película y firma un faustiano pacto con el diablo para librarse de la condenación, es un protagonista inusualmente inmoral para Disney, ya que se salvará de la condenación si convence a tres inocentes para que le sustituyan en el infierno por voluntad propia, entre ellos un niño.
Por supuesto, el sujeto se redimirá, pero hasta entonces, oleadas de humor misántropo, un infierno que da auténtico pavor y Bill Cosby pintado de rojo y con un tridente aullándole a la cámara. Consecuencia de todo ello: la creación del sello Touchstone, para que Disney pudiera estrenar películas de contenido algo más adulto. Y vaya si lo hizo.
El carnaval de las tinieblas (1983): La mejor de las películas de esta etapa insólita de Disney es esta magnífica adaptación de una de las obras capitales del gran Ray Bradbury (Crónicas marcianas, Fahrenheit 451), con guion del propio Bradbury y dirección de otro peso pesado, Jack Clayton. Clayton dirigió en los sesenta Suspense, extraordinaria adaptación de una de las mejores historias de fantasmas de la historia de la literatura, Otra vuelta de tuerca de Henry James.
Un auténtico pedigree terrorífico que se traduce en una de las mejores películas de miedo para todos los públicos que se han rodado gracias a su soberbia exploración de los miedos infantiles. En ella vemos cómo una inquietante feria (que no satisfecha con llegar llena de payasos, tiene unos cuantos payasos enanos), dirigida por el siniestro Mr Dark (Jonathan Pryce), llega a un pequeño pueblo prometiendo ser capaz de saciar los deseos ocultos de todos los habitantes del lugar.
Si te suena a 'La tienda' de Stephen King es porque, sí, el tocho de King es una adaptación poco disimulada de la novela de Bradbury. Sin embargo, la novela y el guion de Bradbury acaban yendo por otros derroteros (que, magia, recuerdan a ratos a otra novela de Stephen King, It) cuando los niños son descubiertos y Mr. Dark, que es -como era de esperar- el mismísimo Señor de las Tinieblas, manda toda su cacharrería feriante a que acaben con esos entrometridos.
Con una ambientación deliciosa, tétrica y a medio camino entre el surrealismo costumbrista y la nostalgia con doble fondo, El carnaval de las tinieblas es una de las auténticas joyas perdidas de Disney. Su previsible fracaso comercial la condenó al ostracismo, pero no debería resultarte raro encontrarte guiños a su perversa imaginería diabólica en series y películas actuales: al fin y al cabo, toda una generación de niños de los ochenta quedó traumatizada con ella esperando una aventura juvenil más.
Oz, un mundo fantástico (1985): Otra que nadie se vio venir dados los precedentes, como El abismo negro: una secuela de El mago de Oz que parece desarrollarse en un páramo post-atómico y donde los seres que se va encontrando Dorothy en su nuevo periplo son seres violentos, de pasado turbio y de diseños esquinados y agresivos. Ya la primera va directa a la frente: Dorothy es insomne.
Enhorabuena, Disney: perviertes la base de una película famosa por reivindica el poder escapista de los mundos oníricos desde su misma esencia, haciendo que Dorothy tenga problemas de sueño por los que tiene que ser tratada con electroshocks. Posiblemente por eso la actriz protagonista, Fairuza Balk (que gozaría de un brevísimo periodo de fama en los noventa gracias a su papel como villana de la chispeante Jóvenes y brujas) es una de las niñas con un físico más peculiar de la larga historia de los actores infantiles de Disney. Si la película se hubiera llamado Miércoles Addams en Oz habría sido más afín a lo que ofrece finalmente.
Lo que no quiere decir que la película sea un desastre artístico, ni mucho menos: su insistencia en los detalles terroríficos y morbosos da pie a auténticos logros de la imaginería macabra, como los wheelers, unos androides motorizados pseudocirquenses que dan tan mal rollo como los monos alados con fez de la película original.
Paradójicamente, la película es mucho más fiel a los libros de Frank L. Baum originales sobre Oz, donde Dorothy está muy lejos de ser el repollo en estado de continuo éxtasis de la película clásica, y a veces parece una criatura más de la inquietante fauna del amenazador mundo de fantasía.
Taron y el caldero mágico (1985): No hay apenas cine de animación en esta lista porque mientras que Disney parecía empeñada en forzar los límites de su imagen y su fama con sus películas en imagen real, llevaba un tiempo sin levantar cabeza en el departamento de animación que le había dado la gloria. Tarón y el caldero mágico llega casi veinte años después de la última obra maestra de la casa, El libro de la selva y tras unas cuantas producciones entrañables pero decididamente menores (Los aristogatos, Robin Hood, la interesantísima Los rescatadores, Tod y Toby).
En los ochenta, y antes de la revolución con la que cerraría la década (La Sirenita en 1989), Disney rodó un par de películas muy interesantes: una es la deliciosa Basil, el ratón superdetective; otra, solo un año antes, ésta, que supuso algunos hitos para la casa. El primero, más convencional: es la película de dibujos animados número 25 de Disney; el segundo, ejemplo perfecto de lo que significó el film en su día, es que es la primera película de Disney en recibir la calificación PG (menores acompañados).
Taron y el caldero mágico refleja el cambio de gustos de la chavalería de los ochenta, esquinados hacia fantasías de poder como El señor de los anillos o los boyantes juegos de rol de Dragones y mazmorras. También refleja cómo la animación y el comic underground que había estallado unos años antes había acabado por calar en una productora aparentemente aislada de semejantes influencias.
El resultado es una película oscura y violenta, en ciertos puntos realmente aterradora, y que aunque cuenta la típica historia de un chaval que se convierte en héroe a la fuerza al enfrentarse a un señor oscuro para rescatar a su cerdo favorito, lo hace poniendo el acento en lo macabro y tenebroso.
Curiosamente, el diseño de los personajes es puro Disney clásico, y tiene sus secundarios graciosos y su trasfondo de cuento de hadas, con un diseño general que recuerda a Merlín el encantador y dragones que parecen salidos de La bella durmiente: pero esos fondos abstractos, como de nubes tóxicas, casi post-apocalípticas y generadas por ordenador fueron demasiado para el público de la época.
Taron fue la coletilla final. Los nuevos gerentes de la casa (Michael Eisner, Frank Wells y Jeffrey Katzenberg) se encargarían a partir de 1989 de acabar con esta orientación tenebrosa, y muchas de estas películas pasaron años completamente inéditas en el mercado doméstico. Quizás ahora, con la recuperación de clásicos menores como Pedro y el dragón Elliot, ha llegado el momento de escarbar en busca de otras joyas olvidadas de la casa.
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