Cuando Países Bajos se planteó construir una montaña artificial para dejar de ser planos

Arrinconados en uno de los paisajes más expuestos y vulnerables de Europa, los neerlandeses han pasado la mayor parte de su historia combatiendo los elementos. La peculiar forma que Países Bajos muestra en todas las cartografías es el resultado de miles de años de inundaciones, proyectos de ingeniería a gran escala, manipulación de las tierras y los mares y una ambición desmedida por la supervivencia. Países Bajos es un artificio. Un paisaje creado por el ser humano.

En el proceso, naturalmente, los holandeses han ganado fama de grandes ingenieros, capaces de terminar obras en tiempo récord o de crear pequeños archipiélagos lujosos allí donde antes sólo había mares. Entre otras conquistas reseñables, la técnica y pericia holandesa ha cerrado una bahía para convertirla primero en un lago dulce navegable y después en una de las provincias que componen Países Bajos; han ganado miles de kilómetros cuadrados al Mar del Norte en las provincias de Zelandia; y han irrigado su geografía de canales y vías de agua para riego y transporte.

Todo esto en un paisaje plano, objeto de toda suerte de vientos inclementes y sumergido en lluvias constantes. Nada se atisba en el horizonte de Países Bajos porque nada hay más allá de una inmensa llanura. Rodeados de naciones más grandes y poderosas tierra adentro, los holandeses solucionaron sus urgencias agricultoras y demográficas entablando una batalla brutal con los océanos. Pero todo aquel terreno, hoy en peligro de inundación si el nivel del mar sigue creciendo, era llano. Yermo de montañas. Carente de pendientes.

¿Debía ser así para siempre? A mediados de 2011, un periodista y ex-ciclista semi-profesional, Thijs Zonneveld, tuvo una idea ciertamente estrambótica: construir una montaña artificial que pusiera fin a la enorme planicie que constituía Países Bajos. Su megalómano proyecto, publicado en un periódico de tirada nacional en un evidente tono jocoso, planteaba la edificación de una montaña de más de cinco kilómetros de ancho y casi 2.000 metros de altura. De este modo, los esquiadores alpinos holandeses tendrían una oportunidad de plantar cara al resto de atletas continentales; así, los ciclistas holandeses podrían preparar el Tour de Francia.

Vistas desde el Vaalsberg, la "montaña" más alta de Países Bajos. (Frans Berkelaar/Flickr)

Lo que comenzó como una pequeña broma de consumo interno se transformó a los pocos días en un proyecto serio para dotar a Países Bajos de una montaña digna de tal nombre. Como explicaría Zonneveld en su momento a Reuters y otros medios de comunicación, diversos ingenieros se pusieron en contacto con él para compartir sus teorías y cálculos sobre lo factible del proyecto. Resultaba que había un reducido grupo de holandeses obsesionados con la posibilidad de construir una elevación artificial en el corazón del país, y que habían tirado cálculos y solucionado retos técnicos para llevarlo a cabo. De la broma a lo serio.

Planificando lo imposible

A lo largo de los meses subsiguientes diversos organismos públicos se pronunciarían en favor de la idea, sólo concebible en la idiosincrasia única de Países Bajos. Tanto las federaciones de esquí alpino como de ciclismo mostraron su interés en el proyecto, así como la de montañeros holandeses, dos términos que en compañía sólo pueden considerarse o una broma del destino o la mayor reunión de optimistas jamás registrada. Firmas de arquitectura e ingeniería como Oranjewoud and Bartels y Hoffers and Kruger también contactaron con Zonneveld y expresaron en público la posibilidad de iniciar la obra.

¿Pero cómo, dónde, con qué materiales? Pese a la insistencia de periodistas e ingenieros de lo más esperanzados, un pronto repaso a los obstáculos que afrontaba la montaña, bautizada provisionalmente como "La montaña que viene" ("Die Berg Komt Er") demostró la imposibilidad de su construcción. Las dimensiones esbozadas por Zonneveld eran tan brutales que requerían de más de 7.000 millones de toneladas de arena, a extraer de los terrenos colindantes. Una sustracción de tierras que causarían una erosión sin precedentes, hasta el punto de rebajar unos 100 metros la altitud de los terrenos adyacentes respecto al nivel del mar.

Los siguientes problemas fueron igual de magníficos. Estudios de Bartels Consulting Engineers y de la Universidad de Eindhoven estimaron en hasta 7 billones de euros el coste de las obras. La montaña, por su parte, tendría que ser hueca para ahorrar costes y facilitar su construcción. Numerosos matemáticos, en un alucinante ejercicio de ingeniería-ficción, entrevieron problemas de erosión demasiado acuciantes como para que la enorme colina soportara el paso de los años. Con la tecnología disponible, crear una montaña en Países Bajos habría requerido demasiado tiempo y dinero, y los resultados habrían sido decepcionantes.

Es decir, Die Berg Komt Er murió antes de nacer.

Setecientos años de lucha sin cuartel tienen recompensa. El antes y el después de Países Bajos.

Se estudiaron, no obstante, diversas localizaciones para colocación. Zonneveld entrevió en las baldías tierras del norte, en Frisia, un lugar ideal para atraer turismo y deportistas de élite. Diversos expertos recopilaron hasta siete potenciales ubicaciones, de las cuales sólo dos serían practicables. Algunas, como Zelanda o los alrededores del IJsselmeer, el gran lago artificial a orillas de Amsterdam, tuvieron que ser descartadas por la interrupción del flujo marítimo, por la erosión o por cuestiones medioambientales. La montaña no era más que una (in)feliz vía muerta para Países Bajos.

¿Cómo es posible que una idea tan a todas luces absurda pudiera siquiera ser considerada en serio por periodistas, políticos, asociaciones y firmas de arquitectura? Por la larga tradición de hallazgos ingenieriles de Países Bajos. Los holandeses tienen muy presente en su memoria popular hitos tan asombrosos como el Afsluitdijk, la presa de treinta y dos kilómetros que cerró por el norte el antiguo Zuiderzee, el mar del sur, una bahía en el corazón del país fuente de toda suerte de ventajas (un puerto protegido para Ámsterdam) y problemas (inundaciones de gran calado constantes, pesca esquilmada, presión demográfica en sus alrededores).

A inicios del siglo XIX Ámsterdam seguía accediendo al mar a través del Zuiderzee, en esencia, el Mar del Norte. No se había completado ni Noordzeekanaal, que conectaría a la ciudad directamente con el océano por el litoral holandés, ni se habían iniciado las obras del Afsluitdijk, cerrando la bahía. Es un país hecho a sí mismo en la más literal de las expresiones.

En el plazo de una generación, Países Bajos convirtió al Zuiderzee en un lago dulce artificial de proporciones gigantescas (el IJsselmeer) y, posteriormente, ya a mediados de los sesenta y de los setenta, en una nueva provincia terrestre, Flevoland, dos polder convertidos en islas y elevados a la categoría de región administrativa. Hablamos de un país que se ha creado a sí mismo con el paso de los siglos. Que ha aceptado el envite de los océanos en una lucha a cara de perro desarrollada a lo largo de los siglos. Y que se ha impuesto contra todo pronóstico.

En ese contexto, la increíble idea de una montaña artificial cobra mayor sentido. Hasta que sea factible, los holandeses tendrán que conformarse con Limburgo, su pequeño brazo en el corazón de las Ardenas, repletas de colinas y pequeñas elevaciones, y con el Vaalserberg, su montaña más alta. 322 metros en la esquina más alejada del mar de todo el país. Por si acaso.

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