No, una ardilla no podía cruzar España de árbol en árbol, pero quizá sí pueda hacerlo ahora. Nuestro país ha visto cómo su masa forestal ha crecido exponencialmente durante las últimas décadas hasta situarse a la cabeza de la Unión Europea (sólo superado por Suecia, donde, allí sí, cualquier ardilla encontraría fácil cruzar el país de punta a punta). ¿Los motivos? Muy variados, pero en absoluto excepcionales: la Tierra es hoy un lugar mucho más verde de lo que solía serlo. Y sí, la culpa la tiene, al menos parcialmente, el cambio climático. Contra lo que pudiéramos imaginar, el futuro no es Mad Max, sino Avatar.
¿Eso es bueno o malo? Al margen de valoraciones cualitativas, parece ser un hecho: un estudio reciente realizado por 32 investigadores de 24 instituciones académicas diferentes muestra cómo los espacios verdes de la Tierra han crecido entre un 25% y un 50% durante las últimas tres décadas. De forma contra-intuitiva, el crecimiento de las emisiones de CO2 derivado de la industrialización del planeta ha beneficiado a las plantas y a los árboles. Nuestra masiva producción de CO2 ejerce de fertilizante (las plantas lo utilizan para alimentarse, junto al agua y a los nutrientes del suelo), en un mecanismo de autoajuste que, expuesto de forma simple, neutraliza nuestras altísimas emisiones.
¿"Gracias, calentamiento global"?
A priori, es una buena noticia. Pero no hay consenso entre la comunidad científica sobre el alcance o los beneficios reales del patrón. Este artículo de la BBC recoje las opiniones tanto de los propios autores del estudio como de otros expertos, más o menos críticos con el cambio climático. Por un lado, los escépticos arguyen que el crecimiento de la masa forestal del planeta es indicativo del efecto de compensación que la naturaleza aplica al detectar un cambio brusco (de temperaturas, de emisiones) en los ecosistemas, restando relevancia al mayor volumen de CO2 en la atmósfera (y a la necesidad de reducirlo).
Por otro, investigadores como Philippe Ciais, del Laboratorio del Clima y de las Ciencias Ambientales de Gif-sur-Yvette, consideran que si bien a corto plazo el crecimiento de la masa forestal de la Tierra contribuye a neutralizar parte de las emisiones contaminantes, a largo plazo es incierto que, de no mediar o un descenso o una congelación del aumento de las temperaturas, tengan tanto éxito. Es decir, que el efecto fertilizador del CO2 no lo es tal si en el futuro los nutrientes de la tierra están degradados o si la escasez de agua hacen inviable que los nuevos bosques y zonas verdes del mundo sean capaces de sobrevivir.
No es el primer artículo en esta línea. El año pasado, por ejemplo, Nautre publicó otro estudio en el que se analizaban otras causas del reverdecimiento de la Tierra. Por ejemplo, programas de reforestación masivos en países como China habían permitido, tras unas época de deforestación, recuperar parte del patrimonio verde mundial. En Europa del Este y Rusia, por otro lado, el fin de la Unión Soviética y el decaimiento poblacional, agricultor e industrial habían favorecido un menor uso de la tierra, y por tanto mayores espacios donde los bosques podían florecer. Pero por encima de todo, la causa hacia la que se apuntaba con mayor gravedad estaba en las zonas árticas: el deshielo resultaba en mayor vegetación.
Es algo de lo que ya hablamos en su momento con motivo del descongelamiento del permafrost. El aumento de las temperaturas provoca que lo que antes era suelo congelado deje de serlo. Y que grandes lotes de terreno se conviertan en zonas donde las plantas puedan florecer. Por un lado, buena noticia: más zonas verdes significan más aliados en nuestra lucha por contener o neutralizar las emisiones. Por otro, mala noticia: el permafrost ha almacenado durante milenios toneladas y toneladas de materia orgánica en descomposición, cuya liberación tras el deshielo multiplicará las emisiones de CO2. De nuevo, dilema: no hay consenso sobre si ese CO2 podrá ser compensado por las nuevas plantas.
Por otro lado, hay más zonas boscosas a nivel global, pero menos bosque tropical. Esto también es un problema: el Amazonas, cuya exuberancia es el mejor aliado de la humanidad para frenar de forma natural las crecientes emisiones de CO2, lleva décadas de retroceso (en términos de superficie) a consecuencia de las diversas industrias operando en su interior. Fuente de recursos inagotables, lo estamos talando de forma que no se puede reponer. Entre 1990 y el año 2000 la deforestación de los bosques tropicales aumentó un 62%, según este estudio. No es sólo el Amazonas: en Indonesia, cuyos bosques tropicales son muy tupidos, los incendios provocados los están esquilmando.
La acción del ser humano, clave en el proceso
Si hay algo evidente es que el ser humano está contribuyendo de forma directa en la reforestación del planeta. En Europa es particularmente claro: nuestros bosques se han multiplicado en los últimos cien años. No sólo se trata de una mayor concienciación por los incendios forestales y de programas de reforestación que han aumentado las zonas boscosas, sino también el propio sino de nuestros hábitos económicos. Antes de la Primera Guerra Mundial, un continente poco industrializado y aún enraizado en modelos económicos tradicionales dependía en exceso de sus bosques para centenares de usos. Hoy no.
Se puede comprobar en este trabajo realizado por el investigador Richard Fuchs, de la Universidad de Wageningen. Antiguamente, los bosques se talaban para toda clase de menesteres: desde la construcción de barcos o viviendas hasta su utilización como combustible para calefacción local. A lo largo del siglo XX, todo eso cambió, y también lo hicieron nuestas prácticas agricultoras y ganaderas. Las mejoras tecnológicas permitieron maximizar el terreno, por lo que comenzamos a necesitar mucho menos espacio para producir más alimentos. Como resultado, los bosques no disminuyeron y tuvieron más tierra disponible para crecer. Así, a día de hoy, Europa es un continente mucho más verde de lo que era.
De la acción involuntaria a la voluntaria: en otros lugares de la Tierra, como el Sahel africano, la reforestación no se debe tanto al cambio del modelo productivo de la sociedad como a una necesidad de pura supervivencia. En su momento, hablamos del Muro Vede africano, una iniciativa a gran escala emprendida por una docena de países subsaharianos que busca establecer una barrera forestal entre el Sáhara y las, hasta ahora, cada vez más áridas zonas tropicales (en torno a la cuenca del Níger). El objetivo es revertir la expansión del desierto, letal para las comunidades locales, con miles y miles de árboles.
La anterior es una idea aplaudida por un motivo: al margen de las causas, ya sea por un resultado positivo o negativo del cambio climático o por la acción directa o indirecta de la humanidad, necesitamos más árboles. Diversos estudios han enfatizado sus efectos positivos combatiendo las consecuencias más desastrosas del calentamiento global. Hasta el punto de que hay proyectos en marcha que estudian la viabilidad de crear parques artificiales de árboles que ejerzan de "superabsorbentes" del CO2, de modo que las emisiones se vean cada vez más compensadas. Es la vía artificial: si los árboles por sí mismos no son capaces de comerse todo el CO2, creemos árboles-robot que lo hagan por ellos.
Pero no es más que una idea. Basada, por otro lado, en algo que también ha sido puesto en cuestión: los beneficios teóricos de tener más árboles en nuestros continentes. Expuesto así, es innegable, ¿pero de qué tipos de árboles hablamos? Un estudio del año pasado en Science Magazine afirmaba que el resurgimiento de las masas forestales en Europa había contribuido al cambio climático más de lo que lo había frenado. ¿Cómo? Por la vía de reforestaciones artificiales que plantaban coníferas perennes allí donde vivían árboles caducifolios y usos inadecuados de los bosques (thinning, extracción de madera). Resultado: podemos tener más bosques, pero albergan menos CO2 que antes.
Al igual que en las teorías anteriores, no todos están de acuerdo. Aquí otros investigadores argumentaron en primer lugar que el mantenimiento de los bosques de Europa nunca tuvo como objetivo neutralizar las emisiones de CO2, y que el amplio rango elegido por el anterior estudio (desde 1750) oculta que, desde mediados del siglo XX, la gestión de las masas forestales europeas sí ha tenido efectos positivos. De modo que, una vez más, sí, tenemos más árboles, pero sus consecuencias para el medio ambiente y su capacidad de neutralización del CO2 no son del todo claras. Sea como fuere, tener más bosques y vivir rodeados de árboles, como se explica aquí, parece hacernos vivir mejor.
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