Estamos ante una de las preguntas más lamentables de la historia del pensamiento, y no porque la pregunta en sí sea mala, sino por tener que haber llegado si quiera a formularla. La respuesta entonces es muy fácil: un rotundo sí. Sin embargo, y para más escándalo dado los vientos que soplan, ese sí requiere justificación. Repasemos cómo hemos llegado hasta aquí y por qué hay que preguntarse si la ciencia tiene espacio para filosofar.
A lo largo del relato veremos científicos que creían en la astrología, filósofos que desmontaron la teoría de la evolución, gente de ciencias con ínfulas de catequista... y la historia de dos disciplinas que chocan (pero no tanto como nos han hecho creer).
El origen de la tragedia, o la película sin que te la cuente Hollywood
El siglo XVI fue uno de los más grandes de la historia. En las clases de historia en el instituto nos dicen que el Renacimiento nos sacó de las oscuridades de la Edad Media (sentencia ésta si no enteramente falsa, al menos muy matizable). De entre el humanismo y el retorno a los clásicos griegos, surgió egregia la revolución científica. Galileo (ejemplo paradigmático por excelencia de primer científico moderno), Copérnico, Kepler, Bacon, Descartes… fueron los más famosos promotores de esta nueva forma de pensar ¿Nueva? ¿En qué sentido?
Suelen contarnos la película como una historia de buenos y malos, de héroes y villanos ¿Cuántas veces nos han contado el caso Galileo a través de un Galileo heroico contra un malvado Belarmino? Nos suelen contar una historia trazada con categorías de brocha gorda. Nos han pintado una Edad Media oscura de la que nos salvó una brillante revolución científica, una ciencia que luchó y venció a la intolerancia religiosa, una luminosa razón que expulsó al mito, la magia y la superstición de las universidades y que puso al maligno Pontificado de Roma en su sitio.
Si nos gustan las películas de Hollywood podemos quedarnos con esta interpretación, pero cualquier historiador serio se dará cuenta de que es de un simplismo insultante. Pongamos, simplemente, un par de ejemplos para no extendernos demasiado:
Johannes Kepler, famoso por las leyes que le llevaron a descubrir la trayectoria elíptica de la órbita de los planetas y que dejaron el tema a punto para que Newton descubriera la ley de gravitación universal, era un neoplatónico convencido (una filosofía que cualquier positivista tacharía de pseudociencia sin pensarlo un segundo) que, antes de colaborar con Tycho Brahe, entendía el universo como una rocambolesca superposición de los sólidos platónicos y que trabajó de astrólogo de la corte durante una buena parte de su vida (sí, prediciendo el futuro según la posición de los astros). De hecho, le costó muchísimo aceptar que las órbitas eran elípticas porque mantenía prejuicios acerca del orden del Universo, tales como que el movimiento circular sin aceleración era el más perfecto de los movimientos, por lo que los planetas (objetos divinos) deberían moverse en órbitas perfectamente circulares.
O Isaac Newton: probablemente el científico más importante de la historia que representó la madurez final de la revolución científica, fundando la física moderna, dedicó mucho más tiempo y escribió mucho más sobre alquimia (sí, eso de intentar convertir cualquier material en oro o encontrar el elixir de la eterna juventud) y exégesis bíblica (interpretación de las sagradas escrituras), que a la misma física. Hoy en día las velas negras de la Pitonisa Lola nos parecerían más científicas que muchos escritos del padre de la mecánica moderna.
Y es que, repetimos, se ha exagerado mucho la interpretación histórica que hace de estos hombres héroes de la razón y la ciencia en contra del mito y la superstición. Todos ellos se educaron en universidades religiosas cuyo pilar educativo era la formación cristiana. Hoy en día serían considerados como mucho más beatos que la mayoría de nuestros curas (ninguno de los grandes científicos de esta época era, ni remotamente, ateo). La revolución científica no surgió como una reacción ante la religión o la filosofía, sino solo ante una determinada forma de filosofía o religión.
Desde el siglo XIV, los esquemas de pensamiento de la filosofía medieval estaban en crisis. El modelo del Universo de la Baja Edad Media era el aristotélico-ptolemaico, tamizado por el cristianismo de los Padres de la Iglesia y de Tomás de Aquino. Este planteamiento hacía ya aguas por todas partes y sus defensores se estaban convirtiendo en dogmáticos. Bacon o Descartes (padres filosóficos de la revolución) propusieron un nuevo método (un novum organum) en contraposición al antiguo organum que constituía básicamente la lógica aristotélica.
En ningún momento plantearon el asunto en términos positivistas, solo estaban hartos de Aristóteles. Nunca dijeron nada de que la filosofía había sido asesinada por la nueva ciencia. Solo, y repito una vez más para que quede clarito, atacaron una determinada filosofía para sustituirla por otra. Nada más. De hecho, durante los siglos XVI, XVII y XVIII, se siguió haciendo filosofía con total normalidad sin que nadie viera amenazada su vigencia ¿Cuándo entonces llegó el problema? En el siglo XIX.
El padre de la criatura
Cuando la revolución científica maduró y se asentó en occidente, sus frutos prácticos llegaron pronto. La hábil burguesía europea no tardó en aplicar la ciencia a sus intereses comerciales, y así llegó la revolución industrial. Toda Europa se llenó de fábricas, ferrocarriles, barcos de vapor, hiladoras mecánicas… Pero aparte de hacer inmensamente ricos a muchos, la revolución industrial mejoró la vida de la mayoría de los otros: luz eléctrica, agua caliente, médicos de verdad… La ciencia y la tecnología parecían conseguir lo que los ilustrados había pronosticado: una era de progreso sin límites, un mundo feliz donde, solo guiados por la luz de la poderosa razón, haríamos posible lo imposible.
En este contexto apareció Auguste Comte, con una obra de madurez cuyo título ya nos da bastantes pistas de por dónde van los tiros: Catecismo positivista. Comte entendía la historia de la humanidad como un proceso lineal que pasaba por tres estadios: salvajismo, barbarie y civilización. El salvajismo era el que caracterizaba las sociedades “primitivas” cuyo estatuto epistemológico se encontraba en el nivel del mito: religiones primitivas, politeísmo, mito, superstición… Después llegaba la barbarie (propia de la Edad Media), cuyo estatuto se encontraba al nivel de la filosofía y la religión monoteísta. Y, por último, se llegaba al hegeliano fin de la historia con la civilización, cuyo estatuto era el de la ciencia.
Comte entendería la religión y la filosofía como pseudosaberes primitivos y obsoletos ante la llegada de la nueva ciencia. Pero, curiosamente, no entendió esta tesis como el fin de la religión, sino como la sustitución de las grandes religiones occidentales por una nueva en la que él sería el sumo sacerdote (algo así como un Papa científico) y habría que adorar a la diosa ciencia.
Las nefastas consecuencias políticas: el Tercer Mundo
El siglo XIX fue también el siglo del colonialismo. Las grandes potencias europeas vieron nuevos mercados y materias primas por explotar en los continentes vírgenes, así que, sin pensarlo dos veces, se proclamaron dueños del mundo y se repartieron esos nuevos territorios. Así, el siglo XIX es el siglo del nacimiento de la antropología. Los investigadores europeos se encuentran con un sinnúmero de culturas muy diferentes a la suya y se lanzan a su estudio.
Tristemente, utilizaran el esquema de Comte y cuando se encuentren ante una tribu africana, rápidamente, le pondrán la etiqueta de “primitiva”, y obrarán en consecuencia: hay que modernizarla (es decir, justificarán la colonización y explotación de los recursos nativos). Al positivismo de Comte le dará más fuerza una cierta interpretación de la emergente teoría de la evolución darwiniana: el darwinismo social (que poco tiene que ver con Darwin, el cual nunca se pronunció en política, sino más bien con su primo Francis Galton o con Herbert Spencer).
Si las culturas que nos encontramos están en fase de “salvajismo” quizá es porque racialmente son evolutivamente inferiores al hombre blanco. Así no solo justificamos su explotación, sino incluso su esclavitud. Nace el Tercer Mundo.
Las nefastas consecuencias para el conocimiento
Las ciencias duras, con la física a la cabeza, reinarán en las universidades. Esto es poder: más fondos para tus investigaciones, mejores premios, salarios, cargos… y las disciplinas que, tradicionalmente, no utilizan una metodología estrictamente científica harán dos cosas: o se intentan subir al carro de las ciencias duras adoptando como sea su metodología, o se quedan atrás.
Así surgirán las que hoy llamamos ciencias sociales, esas disciplinas que quieren ser ciencias pero que no terminan de conseguirlo: sociología, psicología, economía… y las tristes humanidades, disciplinas que han perdido poder y que, constantemente, tienen que andar justificando su validez ante la sociedad. Las consecuencias para los estudiantes de esta división no han podido ser peores: tenemos a científicos con serias carencias culturales que cuando lanzan sus superventas libros de divulgación y se meten a filósofos, lo hacen con una ingenuidad pasmosa.
Luego tenemos a humanistas a los que les suena a chino el segundo principio de la termodinámica o su nivel de matemáticas rara vez supera el de Bachillerato. Es difícil encontrar intelectuales con visiones completas del mundo, siendo lo normal encontrar a hiperespecialistas a los que no puedes sacar de su concretísimo campo de estudio.
Desmontando la estupidez del asunto
Para reforzar el positivismo de Comte, va surgir a principios del siglo XX, un grupo de intelectuales en torno a la figura de Otto Neurath o Rudolf Carnap. Será el archipopular Círculo de Viena. Entre sus pretensiones tenían la de establecer un estricto criterio de demarcación entre ciencia y filosofía, es decir, entre el auténtico conocimiento y lo que ellos entendían como pseudociencias. El criterio se basaría fundamentalmente en que cualquier enunciado científico tiene que estar respaldado por la observación empírica. Cualquier proposición que no se respaldara por un hecho observable, no era ciencia ¿Y esto funcionaba?
No. Más pronto que tarde se dieron cuenta de que si aplicaban este criterio, gran parte de lo que tradicionalmente se entiende por ciencia se quedaría fuera. La ciencia está llena de enunciados muy teóricos que no tienen un claro reflejo en la observación. Entonces intentaron ampliar el criterio: un enunciado científico es aquel que es susceptible de verificación. Nada, seguíamos cargándonos mucha ciencia tradicional.
Karl Popper, otro austríaco, propuso el criterio de falsación: un enunciado es científico si podemos imaginar una situación real tal que pudiera hacerlo falso. Esta perspectiva ha tenido cierto éxito pero también tiene detractores (como todo en esta vida). De hecho, Popper llegó a decir que la misma teoría de la evolución no era falsable y, por lo tanto, no era una teoría científica (¡Virgen Santa! ¡La teoría de la evolución pseudociencia!). Si bien luego se retractó, dejó prueba de lo realmente difícil que es establecer ese dichosa frontera entre lo que es ciencia y lo que no.
Pero es que el tema se puso más candente con la llegada de Thomas Kuhn y su Estructura de las Revoluciones Científicas (una obra que marcó un antes y un después en la filosofía de la ciencia). Kuhn llega a afirmar que no existe criterio racional o empírico alguno, para decidir entre dos grandes teorías científicas (o paradigmas) rivales. Un argumento muy usado (que dio mucho dolor de cabeza a Popper) es el que niega la validez de los experimentos cruciales (aquellos que deberían decirnos de una vez por todas que una teoría es verdadera o falsa), ya que siempre que falsen una hipótesis podemos recurrir indefinidamente a las temidas hipótesis ad hoc (escusas totalmente racionales para decir que el experimento ha fallado sin tener que prescindir de la hipótesis).
La crítica a la ciencia llegará al paroxismo con la figura de Paul Feyerabend, el enfant terrible de la filosofía de la ciencia, quien en su obra Contra el método, llegará a negar la existencia del método científico, defendiendo un anarquismo epistemológico. Es muy famosa su provocadora cita: “En ciencia todo vale”. Como vemos, el positivismo es algo muy puesto en duda (y yo diría que casi superado), desde hace unos cincuenta años.
Ni tanto ni tan calvo
Las críticas a la ciencia fueron demasiado lejos. Su capacidad de predicción y su portentoso éxito en el ámbito tecnológico dejan fuera de toda duda su vigencia. Pero de admitir su validez y reconocer su importancia a dejar fuera todo saber que no siga al dedillo las pautas de la física va un trecho.
A mí me gusta poner el ejemplo de la historia. Pensemos en un buen historiador. Su trabajo consiste en intentar explicar lo que ocurrió en un determinado momento histórico. Para ello, si es un buen historiador, intentará basar sus afirmaciones en pruebas lo más fiables posibles. Para ello, utilizará determinadas fuentes y desechará otras. Incluso en muchos casos, podrá utilizar instrumentos científicos (las técnicas de datación geológica por ejemplo). Luego, sus conclusiones tendrán que ser claras, precisas, y para ello deberá usar una lógica rigurosa que le libre de ambigüedades y contradicciones. Pues si obra así, ¿qué hay de pseudociencia en sus conclusiones? ¿Qué hay aquí de magia, superstición o pseudosaber primitivo obsoleto y superado por la ciencia? Nada.
La historia puede ser un saber tan riguroso como cualquier ciencia natural. Lo mismo pasa con las demás disciplinas humanísticas incluyendo, por supuesto, a la filosofía. Hay buenos y malos filósofos, pero eso no depende de la filosofía en sí, sino en lo riguroso que el filósofo en cuestión sea. Un filósofo que argumente mal o que no sea preciso en el uso de sus términos será un pseudofilósofo. Pero lo será, igual que un científico cuando no siga correctamente los protocolos del método experimental. Las ciencias duras no son, ni de lejos, las únicas testaferras del rigor académico.
Estúpidos filósofos
El tema terminó por complicarse más con la llegada de la filosofía postmoderna. Estos pensadores fueron los que dieron por hecha la crítica de la filosofía de la ciencia al método científico. Entonces dieron por muerto el gran proyecto filosófico de la humanidad de llegar a la verdad. Para autores como Lyotard o Vattimo, los grandes discursos filosóficos y científicos habían muerto (grandes metarrelatos los llamaban). Entonces solo nos quedan los pequeños relatos (Lyotard) o el pensamiento débil (Vattimo). Solo nos quedaría un saber muy humilde, fragmentado, subjetivo, contingente…
Pero la cosa llega al extremo en autores como Deleuze, Lacan o Derridá, quienes, dado que la racionalidad científica no vale nada, lanzan unas “filosofías” absolutamente ininteligibles (no ya solo para el lector convencional, sino para el profesional de la filosofía), llenas de una inabordable inflación terminológica y cuyo sentido nadie tiene claro y, a juicio de este humilde escritor, rozan la mera charlatanería.
Fue muy simbólico en esta línea el famoso caso Sokal: Alan Sokal y Jean Bricmont tramaron una especie de broma con muy mala leche y enviaron un artículo lleno de majaderías con apariencia de ciencia seria a una importante revista postmoderna, Social Text. Los revisores se tragaron el contenido del artículo y lo publicaron felizmente.
El escándalo llegó hasta la portada del New York Times y Sokal y Bricmont publicaron un libro titulado 'Imposturas intelectuales' en donde criticaban los sinsentidos de los principales autores postmodernos, principalmente apuntando a su ignorancia en temas científicos. Si bien el alcance de la crítica no fue tanto como Sokal hubiese querido (a su obra también le dieron mucha caña), quedaba claro este divorcio absurdo entre ciencia y filosofía, y que algo no funcionaba bien en gran parte de la filosofía contemporánea.
Desde el ámbito político, el alemán Jürgen Habermas criticó también que la filosofía postmoderna llevaba a un conservadurismo de pésimas consecuencias. Si los postmodernos terminaban por aceptar la imposibilidad de cualquier saber sustantivo, no habría lugar para ningún proyecto político emancipador (ni marxismo, ni socialismo, ni liberalismo, ni nada de nada). La izquierda se quedaba así sin ninguna revolución posible y Occidente se debilitaba ante los difíciles retos que el siglo XXI trae consigo, a merced de fanáticos y fundamentalistas.
A ver si nos centramos
Una filosofía que deje completamente de lado el conocimiento científico, aunque sea una buena filosofía (que, con cierta probabilidad, no lo será; no puedo entender como un filósofo puede hacer teoría de la percepción sin saber nada del funcionamiento biológico del ojo), se estará perdiendo muchísimo. Me cuesta comprender cómo a muchos de mis colegas no les parece interesante la increíble revolución que los descubrimientos científicos nos ofrecen. A mí me encanta pensar en que tengo a toda la comunidad científica trabajando para mí. Me hacen gratis el trabajo de campo para que vaya yo y filosofe sobre él.
Del mismo modo no puedo entender cómo los científicos desprecian la filosofía para, posteriormente, quedar bastante mal cuando se meten en cualquier debate con cualquier filósofo que se precie. Estoy harto de leer a científicos que se ponen a divagar sobre Dios o el sentido de la existencia desconociendo, casi por completo, toda la historia del pensamiento occidental, sin haber leído a los cientos de grandes pensadores que reflexionaron con gran inteligencia y profundidad sobre esos temas.
¿Cómo quedaría cualquiera que, ante un auditorio de expertos, se ponga a hablar de física en términos de flogisto o calórico? Eso mismo ocurre cuando los filósofos leemos a científicos hablar de filosofía. Por eso es necesario romper este artificioso debate. Necesitamos pensadores con conocimientos integrales y no solo hiperespecialistas. Esto, además, podría romper el enclaustramiento del mundo académico con respecto al todo social.
Me gustaría encontrar a científicos con grandes planteamientos políticos u opiniones rigurosas sobre diversos temas, al igual que me gustaría encontrar a filósofos que estén en la palestra mediática ante cada nueva ocurrencia de Stephen Hawking. Pero no perdamos la esperanza. La idea ya está en marcha en lo que se ha llamado la Tercera Cultura: un grupo de intelectuales (Daniel Dennett, Richard Dawkins, Steven Pinker, Lee Smolin, etc.) que abogan por el fin de esta guerra absurda y por la construcción de nuevos saberes multidisciplinares. Les seguiremos muy de cerca.
Imagen de cabecera | John McCullough
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