Resulta imposible no pararse ante los cuadros de Ramón Casas i Carbó, en mi caso lo reconozco, sobre todo, ante las mujeres que pintó. Si acudimos a las fuentes de Historia del Arte, encontraremos un sinfín de datos que explican su vida, su arte, su estilo y toda su producción. Destacarían en esas fuentes su pronta partida a París con apenas quince años, su rápido aprendizaje con los maestros, o su amistad con algunos de los más notables: Santiago Rusiñol, Eugène Carriére o Ignacio Zuloaga.
Ramón Casas retrató a la élite de la sociedad de Madrid, Barcelona y París, y sus dibujos y caricaturas contribuyeron a definir el modernismo catalán en la pintura.
Sin embargo, lo que más me fascina a mí son sus cuadros de mujeres. Esas mujeres pintadas con maestría, en los que las protagonistas parecen estar hastiadas, aburridas y completamente desganadas. Cuando Casas representó a estas mujeres finiseculares y de principios de siglo XX, lo hizo siguiendo la moda de la época, buscando un intimismo y una naturalidad más actuales que se alejaban del retrato tradicional pero los libros siguen sin contarlo todo.
En redes he visto varias veces memes surgidos de la obra de Casas, esas mujeres tumbadas en los sofás que permanecen suspendidas en el desencanto y desfallecidas, son perfectas para expresar nuestro (de las mujeres y de quien así se sienta), malestar contempóraneo. No eran mujeres sorprendidas en su intimidad, eran mujeres que compartían con el espectador su cotidianidad, nos contaban el relato de su día a día.
En los cuadros protagonizados por estas muchachas, las vemos en multitud de actitudes. Una aparece tumbada sobre un sofá verde con un libro que sujeta suavemente, su otra mano cae en dirección al suelo como un peso muerto. Otra, sentada en la soledad de una habitación vacía, toma su cabeza entre sus manos, como con desesperación. Otra parece abrirnos la puerta de una habitación, su gesto es una invitación, nos deja ver su universo particular.
Cuadros de mujeres en la soledad de sus casas, sin testigos, obviemos al artista. Mujeres que nos miran directamente a los ojos, autoconscientes, independientes, serenas. Mujeres que han abandonado por un tiempo limitado (aunque ahora es eterno) la tutela de sus esposos y familias. Son mujeres que liberadas de las convenciones sociales se permiten el hastío, la pereza, y por qué no, el abandono.
Estas son algunas de las obras que nos legó Ramón Casas, el pintor modernista catalán que como muchos de sus contemporáneos locales e internacionales, fueron testigos de la eclosión de una nueva mujer. Fue el final del siglo XIX el que fue mostrándonos como aquellas mujeres de la burguesía se sentían asfixiadas en el marco que el patriarcado había dibujado para ellas. Eventos sociales, bailes y pequeñas reuniones para tomar café, paseos por la ciudad acompañadas, no eran suficientes.
Ellas querían más. Querían no solo leer el libro, también escribirlo; no ser tan solo en la representación del deseo y el placer carnal, querían protagonizarlo .
La silla vacía
Durante mucho tiempo la explicación para la desazón de estas mujeres lánguidas y apáticas provenía de una teoría pseudo médica que parecía afirmar, que las mujeres teníamos el cerebro del tamaño de un cacahuete. El deseo, la ninfomanía y el histerismo al que nos abocaba el no poder realizar actividades intelectuales nos lleva a un estado de apatía vital. Multitud de textos giraban entorno a las incógnitas.
La mujer que representa Ramón Casas es la misma que pintan Felix Vallotton, Santiago Rusiñol o Anglada-Camarasa. La mujer que son capaces de representar pero que solo hoy somos capaces de descifrar. Es una mujer proto-contemporánea, a la que su casa y los quehaceres propios de esta se le quedan pequeños, es esa mujer que intenta salirse literalmente del cuadro, esa mujer que se niega a ser simplemente el objeto de deseo del artista.
Muy acorde al simbolismo, Hermenegildo Anglada-Camarasa pintó a la mujer como alegoría de la droga, en sus ojos abiertos a la vida y enajenados, podemos re-leer el deseo de esa mujer que atravesando tiempo y espacio, marco y óleo nos habla de su deseo de vivir. De su deseo de saltar por encima de normas y convencionalismos.
También Santiago Rusiñol le puso a la morfina cara de mujer, el aburrimiento, la sífilis, los placeres, la languidez: todos tenían rostro de mujer. Muchas de nuestras protagonistas aparecen solas sentadas a la mesa, a su lado, tan solo una silla vacía. Ya no hay un acompañante, un interlocutor, son ellas para sí mismas. La silla vacía nos anuncia esa mujer nueva capaz de salir a la calle sola y sin compañía.
Decía el historiador del arte, John Berger en Modos de mirar que: "Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se miran a sí mismas siendo miradas. Las mujeres encuentran constantemente miradas que actúan como espejos, recordándoles qué aspecto tienen o deberían tener". Es por eso que estas pequeñas intervenciones en la lectura de la obra nos permiten revitalizar los discursos y en cierta forma reconstruir la Historia del Arte.
La obra de Ramón Casas se presta a esto de manera evidente. Sus mujeres se abandonan en la obra y no para la obra. Muestran un desdén propio de quien se sabe en una posición distinta, no están ahí para ser miradas, que también, están ahí para anunciarse y anunciar. La mujer que ellos pintaron de espaldas a veces, fantasma de lo cotidiano de las casas que habitaban, es la mujer que hoy miramos de frente y rescatamos.
Mujeres sin rostro reconocible, mujeres que son soledad, hastío, pereza y desazón pero ante todo, potencia de ser.
Nota: en este enlace de Youtube puede verse la serie de John Berger dedicada a la mujer en el arte.
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