Irak, una década después de la muerte de Sadam Husein, vuelve a encontrarse al borde del precipicio. El débil estado articulado por Estados Unidos tras la derrota del régimen baaz iraquí atraviesa un momento de extremada delicadeza: paralizado durante meses ante la nula capacidad de sus principales actores políticos para ofrecer un gobierno estable, las calles se han caldeado incentivadas por líderes religiosos externos que, aprovechando el descontento de la población, mueven ficha dentro del complejo tablero político iraquí. ¿Resultado? El parlamento asaltado por manifestantes esta semana.
¿Pero qué está sucediendo exactamente? El contexto actual de las protestas populares iraquíes no se comprende sin echar un vistazo a los diez últimos años de desgobierno, violencia interétnica, permanente conflicto armado, fuerzas de ocupación extranjera y, durante los dos últimos años, el crecimiento de un estado paralelo de raíz yihadista. Irak, trece años después de "mission accomplished", parece más lejos que nunca de lograr estabilidad, acuerdo político entre sus diversos grupos religiosos y étnicos y prosperidad económica. Elementos centrales, al fin y al cabo, para su propia supervivencia como estado.
¿Por qué Irak es un estado tan complejo?
Entender la actual configuración de Irak implica acudir a su mapa étnico y religioso. Mucho antes de la invasión estadounidense de 2003, Irak ya era un estado dividido en torno a dos grupos étnicos prominentes, árabes y kurdos, y en torno a dos sectas religiosas musulmanas tradicionalmente enfrentadas en todo Oriente Medio, suníes y chiíes. Lo era, en gran medida, por la arbitraria definición fronteriza de los estados árabes post-coloniales, responsabilidad de Francia y Reino Unido. Irak, al igual que Siria, fueron entidades dibujadas en torno a los intereses de sus potencias, obviando siglos de historia o patrones culturales.
El resultado, desde entonces, fue notablemente explosivo. Por una razón particular: al contrario que sus vecinos, la población musulamana iraquí sí estaba profusamente dividida. Alrededor de la mitad de la población es chií, y una minoría sustancial (más del 40%), es suní. Pero eso sólo explica el plano religioso: a nivel étnico y lingüístico, Irak, mayoritariamente árabe, cuenta con diversas minorías. Por un lado, los kurdos, habitantes históricos del noreste del país, y por otro, los yazidíes, los asirios y los turcomanos iraquíes, mucho más minoritarios. El resultado es un país donde los intereses de sus diferentes grupos étnicos y religiosos a menudo diverge, y donde el gobierno de unos perjudica a los otros.
Tras la Segunda Guerrra Mundial, el gobierno monárquico sustentado por Reino Unido cayó. Irak se convirtió en una inestable república, donde el partido Baaz, originariamente unificado con su rama siria pero más tarde dividido, ganó rápida prominencia política. Tras la llegada tanto de facto como oficial de Husein al poder, durante la década de los setenta, el régimen, de escaso talante democrático, edifica sus apoyos internos en torno a la minoría suní. Tanto chiíes, mayoritarios, como kurdos quedan relegados a posiciones marginales, y son perseguidos activa y despiadadamente por las fuerzas represoras de Sadam.
¿Qué cambia la invasión de Estados Unidos?
Sadam Husein y su régimen autoritario cae en la primavera de 2003, cuando las tropas estadounidenses toman la capital. Fue la primera etapa de la guerra, cuya resolución definitiva, entendida como cese de la violencia y fin de operaciones militares, no llegaría hasta muchos años más tarde. Estados Unidos desarticula la administración baaz y organiza, tan pronto como le es posible, el Consejo de Gobierno Iraquí. Se trata de una suerte de ejecutivo provisional y excepcional que reúne a líderes de todas las minorías étnicas y sectas de Irak, y cuyo objetivo es trabajar para la construcción de la democracia en el país.
Al consejo le sigue el primer gobierno interino de Irak, articulado en torno al mismo sistema de cuotas establecido por Estados Unidos y la comunidad internacional, las primeras elecciones parlamentarias del país (enero de 2005), un gobierno legitimado por un parlamento electo de carácter transitorio, una nueva constitución y, finalmente, en mayo de 2006, el primer gobierno permanente de Irak. Lo eligen millones de iraquíes en las elecciones de diciembre de 2005, ya con una nueva constitución encima de la mesa. Lo encabeza un chií, Jawad al Maliki (líder del partido más votado), pero todas las minorías del país cuentan con representación. Meses antes, el parlamento había designado a un kurdo, Jalal Talabani, como presidente de la república. El presidente del parlamento sería suní.
A nivel gubernamental y sobre el papel, los años de gobierno sectarios de Sadam Husein eran historia, y el nuevo panorama político de Irak se construía en torno a la voz y voto de todas las minorías étnicas y religiosas del país. La situación era más complicada, claro: en las calles, diversos movimientos insurgentes desafiaban abiertamente la autoridad política de facto estadounidense. Entre los grupos contestatarios más destacados se encontraba el Ejército de al-Mahdi, liderado por un destacado clérigo chií, Muqtada al-Sadr. La violencia crecía, y a la altura de 2006 tornaba en un conflicto sectario, entre suníes y chiíes, sangriento.
¿Cuál es la situación a día de hoy?
Pese a los intentos democratizadores y a la inclusión de minorías antes marginadas, Irak se convierte en un estado caótico: los atentados son diarios, el recuento de víctimas altísimo, la inestabilidad la norma, y las tensiones entre los diversos grupos étnicos aumentan. La llamada guerra civil iraquí toca su pico en 2007, antes de que el gobierno estadounidense redoble sus esfuerzos militares con el objetivo de pacificar las calles. Lo consigue: desde entonces y hasta su retirada total en 2011, cuando el nuevo ejército iraquí se hace cargo de la situación su despliegue se reduce. Irak se convierte en un estado menos violento, pero donde el gobierno es ineficiente, corrupto y acusado de sectarismo.
Y donde el reparto del poder no siempre es satisfactorio para todas las partes. A Maliki le sucedió en el poder Haider al-Abadi, también miembro de la fuerza política chií mayoritaria, el Partido Islámico Dawa. Lo hizo en 2014, y desde entonces se ha enfrentado a un amplio catálogo de retos: desde la corrupción rampante en la administración pública hasta el surgimiento del Estado Islámico, que ha llegado a controlar la práctica totalidad de los valles del Tigris y el Eúfrates desde Bagdad hacia el norte. Aunque ahora en retroceso, ISIS aún controla Mosul, la segunda ciudad del país, y amenaza la estabilidad interna de Irak con numerosos ataques terroristas en aquellas ciudades que no controla.
La caída de los precios del petróleo ha provocado que la situación económica del país, de forma paralela, se vea muy perjudicada
La deriva de Irak es difícilmente sostenible. La caída de los precios del petróleo ha provocado, de forma paralela, que los ingresos del estado se reduzcan muy drásticamente. La economía de Irak, precaria y desmantelada tras una década larga de conflictos internos, violencia e inestabilidad, es muy dependiente de sus exportaciones de crudo. Como consecuencia, el descontento entre la población ha crecido. No sólo se trata de la corrupción, cuya escala y extensión dentro de todas las ramas del gobierno es abrumadora, sino de acceso a servicios básicos como agua corriente, luz o aire acondicionado.
Abadi ha tratado de revertir la situación profundizando en las reformas del estado. Una de ellas, quizá la más significativa, pase por acabar con las cuotas dentro del gobierno iraquí: para Abadi, es más esencial poner a tecnócratas capacitados en sus respectivas áreas de conocimiento que asegurar el correcto equilibrio de fuerzas internas entre kurdos, chiíes y suníes. Esto es un problema: durante los últimos días, Abadi se ha visto impotente en el parlamento, y ha sido incapaz de llegar a un acuerdo con el resto de fuerzas políticas para reorganizar el ejecutivo. Irak está desgobernada y Abadi se encuentra solo, tanto externa como internamente, a la hora de diseñar un nuevo gobierno.
Como resultado de ese desgobierno, otros actores han ganado peso. Aquí la historia recurre, de nuevo, a Muqtada al-Sadr: es el líder político chií más prominente lejos del parlamento, y está detrás de la oleada de protestas que ha terminado con la invasión popular de la Zona Verde, el acceso de una multitud de manifestantes en el interior del parlamento y la acampada de miles de ellos en sus alrededores. Al-Sadr defiende, como hacen sus seguidores, un gobierno tecnócrata, pero no busca reforzar al gobierno de Abadi. Al contrario, quiere capitalizar las protestas en su favor, ganando peso en el espacio político de Irak.
¿Qué puede pasar a partir de ahora?
Pese al carácter pacífico de las protestas, Irak ahora mismo vive un momento incierto. Al-Sadr dirige la furia de sus declaraciones frente a una clase política vista por parte de la población como una élite corrupta alejada de los asuntos cotidianos de los iraquíes, muy apremiantes. Como resultado, su retórica puede tornar en incendiaria. Si el volumen y grado de las manifestaciones creciera y el ejército o las fuerzas de seguridad se vieran obligados a intervenir, Irak podría sumergirse en un nuevo episodio de violencia callejera e interétnica, lo cual podría favorecer tanto el regreso de milicias chiíes armadas como un fortalecimiento del Estado Islámico en el norte, al dividir la atención del ejército iraquí.
A corto plazo, si las demandas de Al-Sadr no son satisfechas, podría forzar una moción de confianza hacia Abadi. Como se explica aquí, la élite gobernante chií observa con recelo el movimiento sadrista, de carácter nacionalista y populista y no alineado con Irán (la principal potencia chií de Oriente Medio y un apoyo destacado de los diversos gobiernos chiíes que han liderado Irak durante los últimos años), lo que provoca disidencias internas respecto al liderazgo del partido, con Maliki desafiando abiertamente al actual primer ministro. Irak afronta una situación de bloqueo porque la mayor parte de actores se ven beneficiados de ella. Eso puede espolear los enfrentamientos y la violencia.
De modo que con la economía hecha trizas, la amenaza terrorista cada vez más presente y la población muy desencantada con un sistema político ineficaz y corrupto, ¿qué salidas tiene Irak? Una que nadie abandera en voz alta pero que sí cuenta con cierto recorrido entre la élite política estadounidense es la partición de Irak. Los kurdos obtendrían su anhelada independencia y los chiíes y suníes gobernarían sus propios asuntos. Joe Biden, el vicepresidente estadounidense, ha trabajado por la unidad del país, pero también ha manifestado su conocimiento de la compleja realidad étnica de Irak, y de su artificiosidad.
¿Es la solución para Irak acabar con Irak? Quizá, pero de serlo, es lejana. Y el polvorín, de momento, no parece apaciguarse.