Como historiadora experta en montañas europeas, me han llamado la atención las cuestiones ambientales que ha planteado la pandemia. A principios del confinamiento, los medios de comunicación hablaban de cómo el Monte Everest, con sus largas colas y la gran cantidad de desechos, finalmente podría recuperarse en cuanto se cancelara la temporada de escalada.
El Everest y otras montañas donde se impusieron restricciones necesitaban de forma urgente un respiro ante la erosión, la contaminación acústica, el pisoteo de la flora y una fauna trastornada. Todo lo que lleva consigo el turismo de escalada.
A medida que el confinamiento se propagaba por el mundo, las emisiones globales de dióxido de carbono también disminuían radicalmente. En búsqueda de buenas noticias durante las primeras semanas, la gente se preguntaba si la pandemia iba a darnos soluciones a la crisis medioambiental.
Pero desde que las restricciones se han relajado, las noticias ya no son tan buenas. Los lugares turísticos vuelven a estar llenos de basura y el distanciamiento social no va a impedir que las emisiones de dióxido de carbono reducidas durante el confinamiento vayan a ser superadas por la contaminación de los viajes en coche individuales, incluyendo los largos viajes a las zonas de montaña. Inevitablemente, el Monte Everest está a punto de ser reabierto para la temporada de escalada de otoño.
Viendo todo esto, me pregunto si mis conocimientos sobre las montañas podrían ayudar a explicar la forma en la que nos relacionamos con el medio ambiente en la actualidad o incluso ofrecer alternativas.
Querer llegar a la cumbre
Hace cuatrocientos años, o por lo menos según lo que nos dice la historia tradicional, a los europeos no les gustaban las montañas, sino que más bien las temían y las evitaban. Solamente cuando el montañismo se desarrolló en los siglos XVIII y XIX, junto con la nueva idea estética de "lo sublime", la gente comenzó a sentir pura admiración por los paisajes naturales.
Me he pasado cinco años poniendo en entredicho esta versión. Según mis investigaciones, he descubierto que ya existía un gran entusiasmo por los paisajes de montaña antes de la era del montañismo. Los clérigos hablaban con entusiasmo sobre la idea de que Dios había creado las montañas con todas sus virtudes: eran hermosas, proporcionaban un hábitat para plantas y animales únicos y producían el agua que daba la vida.
Los viajeros recuperaban el aliento en lo más alto de los desfiladeros y se maravillaban ante la idea de estar por encima de las nubes. Las pinturas de los siglo XVI y XVII celebran las montañas como un escarpado telón de fondo de la más afectuosa de las imágenes cristianas, la Virgen y el Niño, o muestran a Jesús curando a los ciegos, abriéndoles los ojos ante una impresionante vista de la montaña.
Los europeos sí que sentían admiración por las montañas durante esta época, pero la mayoría no sentía ningún impulso particular de acumular gloria personal o nacional reclamando sus cumbres. También era menos frecuente viajar y para muchos los paisajes lejanos se experimentaban a través de las páginas de los libros con sus grabados en blanco y negro.
Lo que cambió a finales del siglo XVIII (y acabaría siendo el motivo de los montones de basura en el Monte Everest) es lo que el historiador experto en alpinismo Peter Hansen denomina "la posición de la cumbre": para apreciar verdaderamente una montaña, el individuo debe poner pie en su punto más alto.
Hansen habla del famoso "primer" ascenso al Mont Blanc por Jacques Balmat y Michel-Gabriel Paccard en 1786 como ejemplo de dicho cambio cultural. A mediados del siglo XIX, mientras la gente leía las hazañas patrióticas llenas de orgullo del British Alpine Club, la fiebre para pisar las cumbres había llegado para quedarse.
Creo que la era moderna también supuso una obsesión por las experiencias personales. La fotografía, los vídeos e Internet hubieran dejado embobadas a esas personas del siglo XVII que se maravillaban con las montañas. A pesar de la gran cantidad de documentación gráfica de la que disponemos, seguimos queriendo experimentar lugares como el Monte Everest por cuenta propia.
Preguntas difíciles
Considerar el futuro de las montañas también implica hacerse preguntas difíciles, cuyas respuestas tendrán que incluir restricciones para proteger los espacios naturales, como puede ser limitar el número de personas en el Monte Everest o implementar medidas gubernamentales más estrictas para salvaguardar el medio ambiente en general. Sin embargo, creo que también deberíamos considerar nuestras elecciones a nivel personal.
Durante los últimos meses todos hemos tenido que renunciar a libertades personales por el bien común. Si sientes admiración por las montañas, sobre todo en el sentido de querer poner tus pies en la cima, deberías considerar qué libertades estarías dispuesto a renunciar para conservarlas. Lo mismo es válido para el medio ambiente en general: ¿estarías dispuesto a poner de tu parte para reducir la cantidad de actividad humana en estos paisajes naturales y reducir el dióxido de carbono que se produce cada vez que viajamos a uno de estos lugares?
Cada uno de nosotros podemos tener una respuesta diferente para este problema, pero debemos reflexionar sobre el hecho de que no todas nuestras actividades de ocio son esenciales para disfrutar de la naturaleza y algunas han sido creadas por una cultura cada vez más tóxica con el medio ambiente. Debemos preguntarnos por qué es necesaria una carrera a lo largo de Escocia, Gales e Inglaterra en el Three Peaks Challenge, por qué es necesario volar de un continente a otro para hacerse con las Siete Cumbres o simplemente por qué hay que subir a la cima de una montaña.
Mientras tecleo estas palabras puedo notar cómo los alpinistas se quedan con la boca abierta. Son preguntas que pueden causar indignación, y deberían. Ese impulso para llegar a la cima lleva siglos en nuestra cultura europea y es difícil ponerlo en tela de juicio, pero puede que sea necesario.
La historia del futuro
Por supuesto que no creo que la pandemia vaya a suponer el fin del alpinismo. Pero si pudiera viajar al futuro y escribir un libro sobre el cambio de actitud hacia las montañas y el paisaje desde la perspectiva del año 2100 o 2200, me gustaría poder marcar el año 2020 como el comienzo de un cambio gradual para alejarnos de la suposición de que cada paisaje natural y cada cumbre de montaña necesita ser experimentado de forma presencial.
Me gustaría poder escribir sobre un cambio en las decisiones de los viajeros y montañistas a nivel individual: seguir escalando cimas y seguir visitando estos lugares, pero a lo mejor en ocasiones decidir no intentar una cima demasiado transitada o elegir experimentar un paisaje a través de las palabras de un libro y no gracias a un viaje de avión.
Al fin y al cabo, la historia nos ha demostrado que no hace falta estar en la cumbre de una montaña para poder apreciarla.
Foto: Rizza Allee, DND.
Autor: Dawn Hollis, investigadora de la School of Classics, University of St Andrews.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el artículo original aquí.
Traducido por Silvestre Urbón.
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