En un ejemplo clásico de escándalo a la nórdica, el presidente de Islandia declaró ayer que no sólo aborrece la pizza con piña, sino que además la prohibiría.
Sus palabras, pronunciadas frente a una audiencia joven en el instituto islandés de Akureyri, han provocado un escándalo de carácter viral y mundial. Hasta el punto de que el hombre, Guðni Thorlacius Jóhannesson, que también declaró ser fan del Manchester United, ha tenido que emitir un comunicado oficial reconociendo lo evidente: él no tiene la potestad de prohibir la pizza con piña. Y si la tuviera, aclara, no lo haría, porque pese a las parafilias de cada uno, la democracia consiste en echar piña a lo que te dé la gana.
Jóhannesson se vio obligado a escribir su "Delcaración sobre la controversia de la pizza" (literalmente, es el título de su comunicado) después de que todos los medios de comunicación del planeta se volvieran locos recogiendo sus palabras.
Con anterioridad, Twitter había vivido uno de esos-pequeños-días en los que la red social no parece ser un pozo infinito de bullying y errores de diseño. Miles de ciudadanos anónimos visiblemente consternados ante el hecho de que haya otros seres humanos que encuentren placer en la pizza con piña declararon su apoyo por el presidente de Islandia. Algunos, como este señor, explicaron que lo que su país necesitaba era más políticos valientes como Jóhannesson.
La polémica alcanzó un punto viral de forma orgánica y natural, en gran medida porque nos encanta discutir sobre qué ingredientes son los adecuados en cada alimento que nos encanta. Nos pasa con la paella (especialmente a los valencianos), nos pasa con la tortilla de patata (no lleva chorizo) y nos pasa con la pizza.
La batalla final de la humanidad: pizza y piña
La pizza con piña es, al igual que el revuelto de frutos secos con pasas, uno de los grandes caballos de batalla de la humanidad, un asunto que divide a familias y naciones y que parte la feliz convivencia humana en dos.
Pese a lo aborrecinble del invento (candiense, por cierto, no hawaiano: gracias, Canadá), hay motivos psicológicos por los que tiene tanto éxito. Los explicaron nuestros compañeros de Xataka: no sólo por nuestra querencia natural a lo dulce, sino por los significados y resignificados culturales de la comida.
Esto último, de hecho, propulsa la polémica: hace diez años, el embajador italiano en Londres reclamó medio en broma medio en serio, al igual que su colega islandés, el cierre de todos los restaurantes que ofrecieran pizza con piña. Para él, la pizza, histórico producto italiano, tenía un valor cultural que no podía quebrantarse con una piña.
Pero en el fondo, la pizza con piña es igual de natural que cualquier otra pizza. Como explicamos en su momento, está en su esencia: un alimento que surge como lienzo en blanco (masa, tomate, queso, a partir de ahí te buscas la vida) en la Italia del sur, pobre y campesina, es por natural profano y no-normativo. El grado de tolerancia de cada uno a las diversas atrocidades a la que ha sido sometida, como la pizza con KitKat de Telepizza que probamos aquí, depende de factores culturales (y de una lengua más o menos de esparto).
En última instancia, quienes defiendan a la pizza con piña pueden contraatacar al presidente islandés de otro modo: un país cuyos platos nacionales son el tiburón desecado, la cabeza de cordero y la salchicha de hígado hervida, todo ello servido junto a pudding negro y pan de cebada (el célebre Þorramatur), no está para dar lecciones culinarias.
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