La comedia siempre ha sido un instrumento para hablar sobre aquellos temas de los que jamás se pudo hablar. Ya fuera a través de un punto de vista crítico o transgresor, la provocación ha formado parte de su esencia desde su nacimiento. Ignatius Farray, como muchos otros cómicos, lo sabía. Lo sabía y lo explotaba a conciencia. Lo sigue haciendo diariamente en La Vida Moderna, un estupendo programa radiofónico de Cadena Ser.
A Ignatius, un tipo extravagante en cuyo aspecto depositaba parte de su encanto, jamás le habían resultado extraños los elementos de la transgresión. Ya fuera afirmando que "la gente de izquierdas tiene derecho a decir puto negro" o siendo incapaz de contener la risa cuando Echenique, un político con discapacidad, fue sustituido por Raúl Gay, otro político con discapacidad, Farray basaba su éxito en su exploración de los límites del humor.
¿De qué nos podemos reír y de qué no podemos reírnos? Ignatius cimentaba su triunfo surfeando tan delgada línea, utilizando como tabla varias capas de ironía.
También en Twitter, y también contra toda clase de colectivos en cuya crítica a las relaciones de poder y a los sustentos del privilegio, humor incluido, se basa parte de su ideario. De forma poco sorprendente, Ignatius ha terminado enfangado otra vez en los resbaladizos terrenos del feminismo, en pleno juicio de La Manada y en mitad de una oleada de manifestaciones contra la violencia machista que han cruzado la geografía española de norte a sur.
Y el origen de la polémica es este tuit:
En pocas horas, Ignatius ha causado un revuelo generalizado, espantando a unos y animando a sus seguidores a defenderle amparados en la libertad del humor. Trending Topic nacional, Ignatius ha obtenido exactamente lo que quería: lograr que media comunidad digital ande a la gresca tratando de dilucidar cuánto hay de cierto en sus palabras y cuánto hay de humor a costa del propio humor. Intentando resolver una pregunta ancestral: ¿cuándo deja de ser aceptable el humor?
Si la respuesta es "nunca", hay mucha gente que está de acuerdo contigo: "¿Sabes lo que es el humor negro?", "¿Vas a legislar tú de qué puede hacer humor la gente?" o "Una persona que se ofende por un tweet de un humorista es sumamente débil" son las defensas habituales. Apologetas del humor como herramienta extrema. De la comedia como espejo en el que colocar a la sociedad y descubrir sus miserias. No hay límites en el humor, ni siquiera cuando aspira a ser ofensivo.
La cuestión es, ¿a quién ofende Ignatius, a quienes no tienen sentido del humor o al colectivo que, despojadas las capas de ironía de su tuit, es el blanco de su mofa?
De quién te ríes también es importante
Si bien es cierto que todo depende del prisma en el que cada cual decida acercarse a su comedia, hay una realidad más o menos constante: el humor transgresor siempre termina riéndose de o a costa de los colectivos más débiles. Ya sea en los monólogos sobre la guerra de sexos que han dominado los bares durante décadas o en las performances autoconscientes que buscan provocarnos a través de la risa, hay una constante inquietante en la provocación. ¿Por qué siempre hacia abajo?
La respuesta indignada a Ignatius parte de esta última pregunta, de hecho. "[El humor negro es] la excusa que buscan los cómplices de las desigualdades estructurales cuando hacen humor a costa de las víctimas", le responde un tuitero a un defensor de Ignatuis. "Las tonterías y el humor también son ataques si pretenden reírse de víctimas de una opresión", añade otro. En el fondo, Ignatius planteaba un acoso como acto reivindicativo en una manifestación contra el acoso.
¿Qué tiene de gracioso un abuso sexual cuando miles de mujeres son víctimas a diario de ellos? Ignatius, hombre y seguro ante los acosos, pedía a todo el mundo que viviera en su cosmovisión irónica.
Y el problema generado por el tuit de Ignatius reside aquí: más allá de las víctimas del terrorismo o de los generales franquistas que vuelan por los aires, la transgresión siempre termina en los mismos paisajes. Las feministas. Los negros, los moros, los chinos. Las personas con discapacidad. La comedia provocativa suele apuntar a colectivos hacia los que las bromas, los chistes y los motes se dirigían con propósito discriminatorio. Sin su ácida revisión de los límites del humor, esos chistes tienen referentes tóxicos y nocivos.
No es que Ignatius no sepa ser gracioso lejos de estos terrenos. Su natural histrionismo y su capacidad para la comedia del absurdo ha legado escenas tan divertidas como estas. Y, por norma general, su capacidad para saltar de forma rocambolesca y salvaje sobre cualquier tema ha permitido a La Vida Moderna convertirse en el programa que es hoy (de su cuño es, no en vano, "fascismo del bueno" como cántico popular).
Y es cierto que, en su caso, la provocación es universal: el humor de Ignatius es muy variado en sus mofas, aunque siempre opte por cuestiones que, como el feminismo, puedan ser muy conflictivas. Radicalmente conflictivas. En el riesgo, en el conflicto entre el fin del humor y el inicio de la ofensa, reside su triunfo, que a menudo es resonante.
Sin embargo, su chiste llega en un periodo convulso donde las agresiones machistas y las violaciones se están juzgando en Pamplona y motivan la marcha de miles de mujeres por las calles de España. Ignatius, como siempre, ha leído bien el momentum: el feminismo está ganando tracción mediática y está imponiendo su visión sobre el lenguaje, las relaciones y la posición de la mujer en el mundo. ¿Por qué no testar sus límites, por qué no sacudir el árbol y comprobar hasta qué punto es estable, por qué no plantear sus contradicciones a través de un chiste?
Ya hemos visto el resultado. En el fondo, lo peor que le puede pasar al humor transgresor es que deje de ser gracioso.
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