Las opciones de Trump pasaban por al menos uno de los tres estados del norte que, tradicionalmente, habían caído en manos de los demócratas. A saber: Michigan, Wisconsin o Pennsylvania. Los tres contaban con grandes bolsas de población negra, pero también con un porcentaje elevado de obreros de cuello azul. Trabajadores no cualificados que, durante años, han asistido al desguace de la industria pesada estadounidense. El relato contra la "globalización" de Trump se dirigía a ellos.
Sin embargo, las encuestas habían sido esquivas. Tanto el modelo de Nate Silver como el del New York Times, los dos más reputados, contaban a los tres estados como demócratas. Illinois también, aunque ahí Trump podía ofrecer menos batalla dado el peso de Chicago. Pero si el candidato republicano quería ganar, tenía que hacerlo a través del "rust belt", el conjunto de estados que, junto a los tres mencionados, abarca a Ohio, Indiana o Minnesota. Dicho y hecho: la mayoría han caído en sus manos.
El éxito de Trump, a nivel de voto electoral, se ha cimentado en el cinturón del óxido, traducido libremente, en los estados desindustrializados y decadentes del norte. En el angry white men poco cualificado.
Trump y una historia de decadencia económica
Clinton contaba con esos estados para defender su teórica mayoría electoral en las encuestas. Con el resto del país claramente polarizado, eran los estados del rust belt, más proclives, por demografía, a oscilar entre un partido u otro, quienes regentaban las llaves de la Casa Blanca. Y han terminado en Trump.
Primero ha caído Michigan, después Wisconsin y, finalmente y ya en la recta final de la noche, Pennsylvania. Antes, Clinton había dado por perdido con anterioridad Indiana y muy significativamente Ohio.
El estado había sido hasta estas elecciones determinante y clave para todos los presidentes. Sin embargo, el equipo de Clinton había decidido obviarlo de forma premeditada durante meses. Las perspectivas demócratas eran mejores en estados con mayorías latinas (muy demócratas) como Arizona o Nevada. Ohio, repleto de trabajadores poco cualificados, blancos y circunscritos al ámbito rural, era una mina excelente para Trump: su narrativa de decadencia de Estados Unidos, nativista y conservador, encajaba en su entorno.
Lo que valía para Ohio ha terminado valiendo para Michigan, donde la industria automovilística colocó al sector manufacturero a la vanguardia del mundo después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, la deslocalización de las fábricas dejaron un escenario decadente y en permanente crisis: en Michigan, en Wisconsin, en Pennsylvania, la historia ha deparado menos trabajo manufacturero y una pérdida del poder adquisitivo.
Para Trump, aquellos trabajadores no universitarios, preocupados por la ansiedad económica que les rodeaba y con un sesgo xenófobo, eran su mejor opción para la Casa Blanca. El 40% del electorado total es blanco sin estudios superiores, y ha actuado y votado como una minoría más, solo que en su caso es la minoría mayoritaria. Y eso ha podido decantar las elecciones.
Pese a que los votantes de Clinton contaban con menores niveles de renta (los afroamericanos y los latinos son más pobres que los blancos), las encuestas indicaban que la alta polarización había alejado al partido demócrata de hombre blanco sin estudios superiores. Haya sido la ansiedad económica o no un factor determinante para decantar el voto, como se discute desde distintas posturas en Vox o Jacobin, el rust belt, blanco y obrero, ha votado por el candidato que prometía regresar a la América que ensueñan y que les abandonó.
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— Will de Freitas (@Will_deF) 9 de noviembre de 2016
Da igual que su ansiedad tenga relación o no con la deriva económica de su entorno. Da igual que el empleo haya crecido en muchos de esos estados durante los últimos ocho años, o que el votante de Trump tenga una mejor posición económica que el de Clinton. En su relato, ellos son los perdedores en un país que cambia contra su voluntad.
El relato que ha forjado una identidad
Pese a lo discutible del argumento, de la globalización como arma que ha despojado al antiguo trabajador de clase obrera blanco de recursos económicos (en Mother Jones lo ponen en duda en un muy buen argumentado artículo), el relato sobre la decadencia, la mitología del abandono económico, es real. Existe.
Y forja una identidad. Donald Trump ha logrado aunar esa identidad en una coalición demográfica que le ha entregado la presidencia de los Estados Unidos. Pero el relato identitario existía con anterioridad: uno que colocaba a la juventud de clase trabajadora frente a un futuro sin demasiadas oportunidades laborales y que se manifestaba, de forma exagerada, en el abandono de ciudades como Detroit, desposeídas de su población y de su esplendor de antaño. El de estados que pervivían olvidados, fuera cierto o no.
Es una identidad plástica, de gran poderío visual, y que encuentra acomodo musical en los discos de Bruce Springsteen, el héroe del trabajador de cuello azul que tan bien conectó con el pulso de los Estados Unidos decadentes, de The Stooges o de Sufjan Stevens (su Michigan, de hecho, es un bello homenaje a uno de los estados más golpeados por la deslocalización y, hoy, determinantes en la victoria de Trump).
En un contexto de progresiva polarización política en todo el orbe occidental, el rust belt sólo expone de forma aún más llamativa lo que ha sucedido en otros países. Es parte del mismo proceso que ha llevado a las regiones post-industriales de Reino Unido a votar en contra de la Unión Europea, que permite a Marine Le Pen pescar en el caladero de los antiguos feudos comunistas o que propulsa a Alternativa para Alemania en la también decadente Sajonia, antigua RDA. Es la mitología de la decadencia, entre el racismo y la crisis.
Un marco narrativo que, ahora más que nunca, domina el espacio político.