Millones de hogares españoles han percibido durante los últimos meses un incremento drástico del precio de la electricidad. Los motivos son variados: desde una reforma tarifaria que ha puesto el acento en los tramos de consumo hasta el encarecimiento de las materias primas, fundamentalmente gas, del que se abastecen las centrales de ciclo combinado. Como en tantas otras ocasiones, no se trata de algo exclusivo de España. Europa sufre la misma escalada.
Comparando. A principios de esta semana el precio del megavatio por hora (MWh), el estándar empleado por la industria para estimar el coste real de la electricidad (obviando impuestos, tasas y tarifas), alcanzaba esta semana un récord histórico: 132€. Se trata una cifra sensiblemente superior a la registrada durante el temporal Filomena, ya muy alta (95€). La tendencia alcista tiene parangón en el resto del continente. Hungría está pagando el MWh a 155€; Eslovenia, a 125€; Grecia, a 157€, el récord continental.
Incluso en países donde históricamente el megavatio se ha pagado más barato, como Reino Unido, Francia o Alemania, atraviesan picos agudos e inéditos (de 118€ para el primero y 94€ para los segundos).
La razón. El encarecimiento del gas natural. Pese a que un buen puñado de países, como España, han rozado puntualmente el 40% de su abastecimiento eléctrico mediante las renovables, estas son fuentes aún insuficientes para copar la demanda al depender de los vaivenes ambientales. El gas es hoy caro porque Rusia ha disminuido su abastecimiento hacia Europa (penalizando a los países del este) y porque su transporte desde Asia, en plena crisis logística y ante la escasez de barcos cargueros, se ha vuelto más errático. Este artículo del FT lo explica en detalle.
Dudando. He aquí el diagnóstico. ¿Cuál es el tratamiento? Este reportaje de Bloomberg ofrece alguna pista: ralentizar el tránsito hacia un sistema energético 100% sostenible. La descarbonización de la economía es un objetico expreso de la Comisión Europa. Uno loable, pero que encaja mal con las necesidades electorales de los gobiernos. "¿Vamos a ver chalecos amarillos en las calles de nuevo? No vas a salir reelegido si sigues empujando a tanta gente a la pobreza energética", plantea Thierry Bros, un analista energético del Instituto de Estudio Políticos de París.
La referencia está bien tirada. Los chalecos amarillos salieron a la calle en primera instancia por un aumento del precio del diésel. A ningún político le apetece repetir la experiencia.
Alternativas. En este contexto, alternativas antaño defenestradas ganan cierto atractivo. Lo saben bien Francia y Alemania, como atinadamente recuerda este artículo de El Mundo. La primera genera el 50% de su electricidad mediante centrales nucleares, uno de los pocos países que se ha mantenido fiel al uranio; la segunda sigue produciendo por encima del 25% mediante centrales térmicas, de carbón. Han podido acolchar mejor el encarecimiento del gas, pagando menos por el MWh.
Los costes. El encarecimiento de la energía podría cobrarse así una víctima inesperada: la transición energética. Alemania es el mejor ejemplo. Sus sucesivos gobiernos llevan año postergando el cierre de minas y centrales térmicas, cuando no aprobando la apertura de nuevas (pese a los reveses judiciales). Paladín de lo verde en Bruselas, campeón de lo negro en casa, Alemania ha quemado en esta primera mitad de año un 32% más de carbón que en 2020. Y tiene previsto aumentar sus importaciones. Como la nuclear en Francia, es mucho más barato que importar gas.
Esto no significa que los alemanes no sufran alzas en la factura. De hecho, la electricidad ha alcanzado un pico máximo histórico este verano. Pero ilustra una tendencia: entre el dilema de sacrificar una transición costosa y enfrentarse a un electorado cabreado, muchos gobiernos optarán por lo primero. Es más beneficioso ahora mismo.
Imagen: Nicolas Hipper/Unsplash
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