Unas 5.000 personas abarrotaron el sábado el Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid. Lo hicieron con un objetivo: disfrutar del tradicional concierto navideño ofrecido por Raphael. En condiciones normales el evento no habría merecido más de dos o tres líneas en cualquier medio de comunicación. En las actuales, epidemia mediante, ha desatado un escándalo mayúsculo. A esta hora, todos los periódicos hablan de él para bien ("primer concierto multitudinario tras la pandemia") o para mal ("debate social").
El espectáculo de Raphael goza ya de una posición destacada en el abanico de escándalos públicos generados por la epidemia, equitativo a la entrega de premios de El Español o a la manifestación del 8 de marzo, sepultada hoy en lo más profundo de la memoria tras nueve meses plagados de noticias, acontecimientos y traumas mediáticos. No hace falta ahondar en los motivos: a las puertas de una Navidad plagada de restricciones y en un repunte de los contagios, la reunión de 5.000 personas en un mismo pabellón, todos ellos a coro, parece poco razonable.
La indignación generada en torno al concierto es interesante precisamente por todo lo que va más allá de los motivos, entendidos como la panoplia de objeciones objetivas que podríamos achacar al evento. En Raphael y su concierto se sintetizan los patrones de consumo mediático que han caracterizado a la epidemia desde su comienzo. No importa tanto que las restricciones se cumplan desde un punto de vista legal o que las actividades discutidas por el público se ajusten a la evidencia científica. En el escándalo, en el enfado, lo más importante es la imagen.
El agravio comparativo.
En este proceso, el titular de El País sobre el evento y la posterior reacción mediática es significativo: "El concierto de Raphael en Madrid genera un gran debate social pese a cumplir las medidas". Hay una noticia: un concierto multitudinario celebrado tras nueve meses de restricciones de aforo y limitaciones a los eventos masivos. Hay una reacción a la noticia: el "debate social". Y hay una aclaración sobre lo que, en realidad, no debería ser una noticia: el concierto cumplía con todos los requisitos legales. Por lo que no debería haber demasiado espacio para el "debate social".
Revisemos bajo qué condiciones se celebró el concierto, ajustado a la Orden 688/2020 expedida por la Comunidad de Madrid el pasado mes de junio. El aforo quedó limitado al 25% de su capacidad máxima (es decir, 4.200 asientos de los 17.000 disponibles). Los asistentes tuvieron que llevar mascarilla en todo momento. Las localidades quedaron espaciadas por un asiento vacío. Tanto el acceso como la salida del recinto se realizó por grupos y de forma escalonada. Los asistentes tuvieron que entregar sus datos personales en caso de contagio conocido, par asegurar la trazabilidad. Y se ventiló regularmente el pabellón.
En palabras de los organizadores:
Días antes, cada espectador recibió una comunicación en su correo en la que se le pedía que vinieran con tiempo para hacer una entrada fluida y se le recordaban todas las medidas de seguridad. Cambiamos el protocolo y el aire se renovaba completamente cada 12 minutos, con controles estrictos del CO2.
También se duplicó el número de informadores y acomodadores para evitar algomeraciones. Se impidió que los asistentes se levantaran y circularan por la platea, pese a que en algunas fotos difundidas por las redes sociales sí se observó cierto movimiento. La comida o bebida adquirida por el público fue llevada hasta sus asientos por la organización. Las filas delanteras y traseras siempre quedaron vacías de público. El abanico de medidas preventivas esgrimidas por la organización es amplio, más allá, según ellos, de lo exigido por la ordenanza de Madrid.
Y pese a todo, nada ha impedido el escándalo. En teoría, las restricciones operan sobre la base de la ciencia: sabemos que los espacios aglomerados son arriesgados, pero también que contamos con herramientas para mitigarlos. Más allá de su adscripción ideológica o de su postura sobre los aerosoles, todos los divulgadores científicos han insistido en tres medidas básicas para prevenir los contagios. Mascarillas, distancia social, ventilación. Ideas traducidas a las nuevas normativas sobre tiendas, espacios de trabajo, transporte público o reuniones familiares. Ideas aplicadas, al parecer, en los conciertos de Rahpael.
Rápidos en la indignación
Hay un factor determinante en el recibimiento del espectáculo entre la opinión pública. La cercanía de la Navidad. Gobiernos autonómicos como el de la Comunidad Valenciana ya han anunciado un cierre total de sus fronteras. Familiares cercanos, hijos, padres, hermanos, no podrán reunirse durante las vacaciones. Tampoco habrá celebraciones de más de seis personas en muchos otros puntos de España. Son sacrificios enormes para la mayoría de la población en fechas de vital importancia familiar y emocional. Sacrificios que casan mal con un concierto.
Ayuso parece consciente de ello: "Yo entiendo a la sociedad cuando ve, además, una imagen que confunde porque el Palacio de los Deportes tiene una capacidad para 16.000 personas y ayer estaba al 30%. Pero ahora que no vamos a poder estar con los nuestros más de seis personas en estos días entiendo ese malestar (...) Si la incidencia acumulada fuera preocupante, de aquí en adelante se suspenderían estos eventos porque es lo único que queda. Los aforos son tan bajos que ya lo siguiente es la suspensión". Es decir, es el mínimo común denominador.
Sin embargo, no es suficiente. El escándalo por el concierto de Raphael no obedece a las restricciones y tiene poco que ver con la ciencia, del mismo modo que otros con anterioridad. Sucedió de forma inmediata cuando el confinamiento domiciliario tocó a su fin y miles de familias salieron a pasear por las calles. Aquellas fotografías de Barcelona o Madrid que mostraban a multitudes paseando por la calle no sólo respondían a un efecto visual utilizado por los fotógrafos, sino que no se ajustaban a nuestro conocimiento sobre cómo se transmite el virus. Tampoco los escándalos derivados de aglomerarnos en las playas.
Los contagios al aire libre son muy bajos. Bajísimos. Es una de las pocas actividades seguras. Y sin embargo las imágenes y la indignación se repitieron meses después cuando las calles de Madrid o Málaga se llenaron para el encendido navideño. No importó que fueran actividades permitidas o que la evidencia sobre su impacto en el desarrollo de la epidemia fuera, como mínimo, muy delgada. Lo relevante era el poder de la imagen: en un año en el que cualquier masificación tiene una connotación funesta, las fotografías callejeras ahondaban en nuestros sesgos emocionales.
A este proceso se han sumado los políticos. Un número significativo de medidas bordean el moralismo. No se trata tanto de prevenir como de la virtud en el comportamiento, de predicar con el ejemplo. La mascarilla en todas y cada una de las situaciones vitales es un buen ejemplo. En la carrera hacia la política más taxativa y al mismo tiempo más estética frente a la epidemia, algunas obligaron a los deportistas a llevarla durante sus actividades, en una interpretación aún más estrecha no sólo de la ciencia, sino de la ley. Un proceso similar vivimos meses después a cuenta del toque de queda. Era importante prevenir actitudes que la mayoría social consideraba censurables, más allá de su impacto real.
En el camino, los propios gobiernos han incentivado una vigilancia social de la epidemia (no siempre relacionada con los riesgos de contagio), explotando las inseguridades y las ansiedades de una población en continuo estado de shock a causa del coronavirus. No quedan muy lejos aquellos días en los que enfermeros, médicos y trabajadores esenciales denunciaban insultos, carteles amenazantes o lanzamientos de objeto desde los balcones. Para quienes habían pasado ocho semanas sin salir de casa, aquel era un agravio comparativo demasiado oneroso.
Si acaso, los políticos han trasladado la responsabilidad a los individuos. La propia Ayuso añadía a sus palabras: "Estamos viendo que los contagios se están produciendo en el ámbito doméstico". Su vicepresidente, Aguado, dijo algo similar meses atrás: "Vais a poder elegir qué ser, si virus o vacuna", espetó a los madrileños. Un mensaje que ha reverberado en todos los discursos institucionales de las comunidades autónomas. Este fin de semana Lambán, presidente de Aragón, justificaba del siguiente modo el confinamiento de sus tres provincias: "Confío en que haya una respuesta positiva de la ciudadanía que en otros momentos no ha habido y que hemos tenido que lamentar posteriormente".
Al trasladar la responsabilidad del coronavirus al ámbito privado, los gobernantes han obligado a la población a interpretar la epidemia con las escasas herramientas que tienen disponibles: un par de ojos para observar y una interpretación personal de lo correcto frente a lo incorrecto. Interpretaciones basadas en convicciones morales, no en criterios políticos estables o en la evidencia científica. Esto ha provocado una asimetría: las actitudes personales que podemos cambiar (ponernos una mascarilla, no ir a un bar, no juntarnos con amigos) se han convertido en el patrón oro de la pandemia, en nuestra medida de lo correcto.
En el camino, aquellas que no podemos cambiar (subir al transporte público, ir a la oficina, bajar al centro comercial a comprar unas zapatillas de deporte) han escapado al escrutinio mediático. Y también a la responsabilidad de los políticos (ninguna medida desde septiembre ha pasado por reforzar el teletrabajo, por ejemplo). Algunos de los asistentes al concierto de Raphael lo explicaron a la salida: "Hay menos distancia y menos medidas en un centro comercial, ahora que están abarrotados y nadie se queja". Lo mismo vale para esa cena en un restaurante cerrado o para esa reunión con un cliente que se podría haber hecho por Zoom.
Más allá de la opinión que cada uno tengamos sobre el evento (se debería haber celebrado o no, con más o menos aforo), nuestra reacción es en muchos sentidos contradictoria. Algunas situaciones de riesgo pasan bajo el radar y se asumen como un daño colateral, mientras que otras merecen el más severo de los juicios públicos. Y viceversa: muchas situaciones donde sabemos que la incidencia del virus es baja o que la posibilidad de contagiarnos es reducida son interpretadas con la mayor de las durezas. No hay consistencia porque la conversación pública (moldeada por medios, políticos y sociedad) no ha sido consistente.
Este proceso no ha sido exclusivo de España. Todas las sociedades han tenido que adaptarse rápidamente a un acontecimiento cambiante e incomprensible que ha puesto nuestras vidas patas abajo. Pero sí es un buen ejemplo de la ceremonia de la indignación a la que nos sometemos periódicamente desde que el coronavirus llegara a nuestras vidas. Una ceremonia donde lo importante es el poder de la imagen. Y nada es más poderoso que un pabellón con 5.000 personas cantando a coro.
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