¿Cómo cambia la geografía física y humana de un país cuando descubre una fuente de recursos que transforma radicalmente su economía? Lo vimos hace poco con motivo de Noruega y el petróleo: de forma sustancial. En España vivimos, hace no tanto tiempo, un proceso parecido: los recursos derivados de la burbuja inmobiliaria moldearon nuestras ciudades y nuestras costas, cambiando nuestro paisaje urbano y dejando atrás un mundo que sólo pervive en imágenes del pasado.
España, al contrario que Noruega, no se valió de recursos naturales para su despegue económico, y tampoco supo gestionar con la misma eficacia que el país nórdico la ingente cantidad de recursos adicionales creados a raíz del desarrollo inmobiliario y turístico. En cualquier caso, el impacto del ladrillo es equivalente, en términos de transformación y modernización, al del petróleo en la pequeña patria de los noruegos. Más pronunciado, incluso: aquí sí se modificaron las fisionomías típicas de los pueblos y ciudades, subordinados al interés constructor y a los beneficios políticos.
¿Cómo se manifiesta esto en imágenes comparadas? Hace poco, The Guardian realizó un excelente repaso a la costa Mediterránea, la víctima más evidente del proceso. En un lapso de cincuenta años, poblaciones como Reus o Benidorm pasaron de ser pequeñas villas pesqueras dependientes del sector primario a grandes mastodontes de aluminio y hormigón. Desde Girona hasta Málaga, el Mediterráneo fue saturado de rascacielos, complejos hoteleros y resorts. Murió en sus paredes.
Benidorm en los 80, Benidorm hoy. La ciudad alicantina, la que más rascacielos por metro cuadrado alberga de toda la península, se ha convertido en el ejemplo perfecto de cómo la línea costera mediterránea ha sido transformada en puro cemento. Si nos remontamos más atrás en el tiempo, el impacto es mayor, pero observando la imagen de hace treinta años se comprueba cómo la ciudad se ha desarrollado de forma notoria hacia el interior, saturando aún más la costa.
La Manga del Mar Menor, en Murcia. Es uno de los ejemplos paradigmáticos de la explotación urbanística a la que se ha sometido al Mar Mediterráneo. Arriba, vemos imágenes tomadas por el Ejército de Estados Unidos durante la década de los cincuenta. Abajo, la saturación que reina hoy en, antaño, tan preciado rincón natural.
La costa cantábrica no ha se ha visto tan castigada por la construcción como la mediterránea, pero también nos ha dejado algunos ejemplos que merecen aparecer aquí. El más claro, Laredo. Su playa es larguísima y una de las más bonitas de toda la cornisa norte, pero el desarrollo inmobiliario provocó que decenas de bloques de pisos se construyeran a su vera, lejos del pueblo original, siguiendo la curva de la playa. Al mismo tiempo, se puede ver el puerto deportivo a la derecha.
Marbella es otra de las estrellas de toda narrativa sobre la burbuja inmobiliaria. Tanto por sus escándalos de corrupción como por la transformación radical que este pequeño pueblo de pescadores ha acometido durante el último medio siglo. Primero a pie de playa, después, con múltiples urbanizaciones residenciales repartidas en los alrededores. Arriba vemos una imagen de los años 80, y abajo en la actualidad, altamente urbanizada.
Más allá de la costa, hay más ejemplos que ilustran visualmente qué sucedió en España. Quizá un modo discreto, pero presente en toda ciudad, de rastrear los efectos de la burbuja es observando los nuevos barrios de las ciudades con imágenes satelitales de ayer y de hoy. Antes campos de cultivo, hoy nuevos y modernos barrios planificados y edificios-réplica. No hace más de veinte o treinta años que grandes bolsas de población a las afueras de Madrid o Zaragoza eran campos deshabitados.
El crecimiento demográfico de las ciudades en ese periodo, sumado a las beneficiosas recalificaciones y a la potenciación de la vivienda en propiedad durante la burbuja, consiguió que los límites urbanos de nuestras capitales se expandieran. En un abrir y cerrar de ojos, el ladrillo creó nuevos distritos, alejados del centro, dependientes del vehículo privado o del transporte público, oxigenados y residenciales. Su imagen hoy es arquetípica de casi todas las ciudades españolas.
Tres Cantos, el municipio más joven de España. Situado a veinte kilómetros de Madrid, se desgajó de Colmenar Viejo tras su rápido crecimiento demográfico. Planificado y construido entre los 70 y los 80 (la foto de arriba está tomada antes de su desarrollo), Tres Cantos ha continuado expandiéndose en las décadas posteriores. Es el único proyecto urbanístico que floreció de forma autónoma para convertirse en municipio propio.
Barrio del Actur, en Zaragoza. Fue el primer gran desarrollo urbanístico para poblar la margen izquierda del río Ebro, y uno de los pocos distritos edificados de forma efectiva dentro del plan ACTUR, iniciado por las autoridades franquistas. Hoy es uno de los más habitados de la ciudad y está bien conectado con el resto de la ciudad gracias al transporte público, aunque antes de los años 80 sólo era campos de cultivo.
Sevilla Este, complejo residencial desarrollado en Sevilla durante los años 80 y 90. Hoy es uno de los últimos barrios de la ciudad, y al igual que el Actur y que Tres Cantos, representa el epítome de núcleo poblacional planificado que tanto ha proliferado en las ciudades españolas.
Si bien es en las grandes ciudades donde el desarrollo inmobiliario ha influido de forma más palpable en su fisionomía, las pequeñas capitales de provincia no se quedan atrás. Véase el caso de Cuenca. En la imagen, vemos la zona sur de la ciudad. La de arriba, en los años 80, sólo muestra el pequeño barrio obrero de Las Quinientas (arriba a la izquierda). A su derecha, la nada. Treinta años después, esa imagen ha cambiado por completo, gracias a diversas urbanizaciones y nuevos barrios, además del crecimiento del polígono industrial.