Vamos con una de esas locas historias de geografía internacional que tanto nos apasionan.
Hace muchos, muchos años existió un gigantesco imperio llamado Rusia que ocupó vastas porciones del globo desde la costa báltica hasta las aguas del Pacífico, territorios a los que haría partícipes de todas sus desventuras y alocados proyectos, como el desarrollo de un ancho de vía único o de un sistema de de medición de la altura topográfica alternativo.
Aquel sistema difería en metodología del empleado en Europa Occidental y América del Norte, basado en Normaal Amsterdams Peil, el nivel de referencia de nivel del mal asentado en la ciudad neerlandesa desde el siglo XVIII y extendido progresivamente al resto de vecinos europeos. El indicador de referencia holandés serviría siglos más tarde para configurar el actual European Vertical Reference System, que rige para la UE.
Pese a la premura holandesa en la instalación de una medida fiable del nivel del mar, por razones más que evidentes, casi todos los países hicieron lo propio a lo largo del siglo XVIII. Entre ellos Suecia o Rusia, naciones marítimas cuyas ciudades, encanaladas, requerían medir las mareas con precisión. Para Rusia, el indicador se instalaría en el puerto de Kronstadt, y serviría de referencia topográfica para todo su imperio.
Imperio al que, casualidades de la vecindad, pertenecía por aquel entonces la pequeña nación de Estonia. Su altura (poco reseñable, el punto más alto del país a duras penas supera los 300 metros) quedaría determinada por el nivel del mar medido en San Petersburgo.
Pues bien, cien años después de su efímera pero muy recordada declaración de independencia, la pequeña nación del Báltico ha decidido crecer unos veinte centímetros de repente. Lo hará en la Nochevieja de este mismo año, cuando su sistema de medición topográfica pase del tradicional ruso al generalizado en el resto de Europa, al parecer más preciso y, ante todo, más en sintonía con el resto de la Unión.
Dado que siglos atrás las ideas de mancomunidades europeas que sincronizaran cosas elementales como el sistema métrico, la moneda o la medición topográfica eran bastante quiméricas, los indicadores de Kronstadt y Ámsterdam diferían en mucho. En concreto y en función de las circunstancias, entre 14 y 20 centímetros (más altos para el modelo holandés).
La divergencia y el Sistema de Medición Báltico
La historia quiso que, pese a su empeño, el futuro de Estonia quedara adosado a la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Una época en la que Europa Occidental se organizó en torno a un proyecto común a través del cual las anteriores cuestiones elementales, antaño divisivas, quedarían definitivamente solucionadas. De modo que cuando Europa optó por Ámsterdam, Estonia siguió anclada a Kronstad.
Tras el conflicto, otros países que habían utilizado sistemas de medición diferentes, como Hungría y Checoeslovaquia (que medían su terreno en función del indicador del Adriático, el generalizado para todo el ya extinto Imperio Austrohúngaro) se vieron obligados por las autoridades comunistas a unirse al de Kronstad. En 1977, la Unión Soviética oficializó el sistema, bautizado como el Sistema de Medición del Báltico.
Y allí han seguido parte de ellos hasta que su entrada en la Unión Europea les ha hecho, poco a poco, salir del mismo y unirse al de Ámsterdam, el predominante en la parte occidental del continente. Según las autoridades estonias, el sistema báltico estaba ya obsoleto, y el objetivo de la medida, que entrará en vigor a partir de esta Nochevieja, es el de sincronizarse al resto de Europa. O lo que es lo mismo, a la modernidad.
Para Estonia, como muchos otros aspectos de sus reformas institucionales y políticas tras la caída del muro, el cambio le servirá para alejarse de la tradicional influencia rusa y unirse, aunque sea psicológicamente, al corazón del resto del continente. Y dado que Letonia había hecho el cambio con antelación, la construcción de proyectos e infraestructuras conjuntas simplificará las cosas.
El anuncio del gobierno estonio coincide en los fastos de preparación del centenario de la independencia de país. Estonia logró su libertad tras la Primera Guerra Mundial y en el contexto de desintegración total del Imperio ruso, en 1918, pero la inestable paz posterior y las ganancias territoriales soviéticas obtenidas tras la Segunda Guerra Mundial dejaron en papel mojado aquella lejana, ansiada independencia.
La caída del muro cambió las cosas. Y 28 años después, Estonia por fin crecerá unos veinte centímetros. Feliz cumpleaños.
Imagen | Guillaume Speurt/Flickr
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