Hubo un tiempo no demasiado lejano en el que la Torre Eiffel estaba teñida de un rojo cobrizo, intenso como el óxido, y en que los pueblitos medievales de la muy católica Francia interior permanecían en un inalterado estado vetusto, sus calzadas pedregosas, sus pastores en derredor, sus labradores despertándose al alba.
Aquella Francia idílica se agolpaba a las puertas de la modernidad tras, escasos cien años previos (menos distancia de la que nos separa ahora del lugar al que vamos a viajar), haberla desatado de modo irremediable en su proverbial revolución. Superada la Comuna de París veinte años antes, Francia recuperó la estabilidad institucional de la mano de la III República hasta la sangrienta disrupción de la Primera Guerra Mundial.
Fueron años tranquilos, aquellos, el mismo lugar que visitaría Downton Abbey en sus primeras temporadas y al que se referiría Marc Ferro cuando hablaba del orden clásico e inalterado al que todo nacionalismo volvería durante el periodo de entreguerras. Un mundo aún antiguo que caminaba hacia lo desconocido. Un mundo donde convivían los ferrocarriles y las pioneras carreras ciclistas con el recuerdo de Napoleón, la siembra y la aristocracia.
Francia en 1890 era un lugar fascinante, y así lo reflejan estos fotocromos (recordemos: fotografías en B/N coloreadas posteriormente a través de una singular técnica que distorsionaba los colores y que les daba un aspecto viñeteado muy peculiar) de la época recopilados por Retronaut: paisajes inmutables que se intercalan con pequeños pueblos rurales y ciudades de corte muy decimonónico, aún alejadas de la explosión del motor o de la plena modernidad.
Un recorrido fascinante. Bon voyage!
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