Son numerosas los conflictos que agitan el modelo económico y social de los países occidentales, pero pocas parecen tan urgentes y universales como la crisis de acceso a la vivienda. Allá donde se ponga el ojo se encuentra una ciudad sin las suficientes alternativas habitacionales para su población. Ya sea por los insuficientes sueldos, por los elevados precios o por la ausencia de oferta social, acceder a un piso es hoy una tarea ardua.
Y lo es en casi todas las grandes ciudades. De ahí que todas ellas estén experimentando con políticas hasta ahora inéditas. Un ejemplo reciente es Barcelona. El ayuntamiento desea ampliar el volumen de vivienda social dentro de la ciudad, aún hoy por debajo del 2% del total. Para ello ha implementado una política que obliga a las nuevas promociones privadas a destinar el 30% de sus casas al parque público, regulado.
El resultado ha sido, hasta ahora, poco estimulante. Las solicitudes de construcción se han desplomado. Berlín es otro caso. El gobierno municipal ha tanteado la renacionalización de bloques de pisos antaño destinados a vivienda social, y ha congelado la escalada de precios del alquiler durante los próximos cinco años. Desde Los Ángeles hasta Lisboa, las iniciativas a lo largo y ancho del mundo son innumerables.
De entre todas ellas, suelen destacar dos: o bien el control de precios, al modo sueco, o bien la construcción de vivienda social, un mecanismo defendido por la mayor parte de economistas para impedir escaladas drásticas en el precio del alquiler. Es una opción que genera menos distorsiones, pero que también es más cara. Y una que encuentra referentes remotos y antiquísimos aún vigentes a día de hoy.
El ejemplo más claro y singular es el de Fuggerei, un pequeño barrio medieval de Augsburgo, Baviera, construido a mediados del siglo XVI bajo el mecenazgo de uno de los banqueros y financieros más importantes de la Europa moderna. Aquel proyecto constituye la primera promoción de vivienda social conocida en el continente, sigue funcionando a día de hoy, más de medio milenio después, y no ha variado un ápice el precio exigido a los inquilinos al cabo del año.
0,88€.
¿Cómo es posible? He aquí la historia de Jakob Fugger el Rico, quien, empujado por su inquebrantable fe y por la inmensa riqueza acumulada durante toda su vida, sintiera la llamada de la conciencia social en su ciudad natal.
La epopeya de los Fugger
A la altura de 1516, el nombre "Fugger" era bien conocido a lo largo y ancho del continente europeo. Gracias a una serie de inversiones en industrias estratégicas, tales como la minería o el comercio de textiles de lujo con Italia, la familia había amasado una fortuna equivalente a la de las familias burguesas y nobiliarias más célebres de Alemania. En aquel proceso, labrado a lo largo de generaciones, Jakob Fugger, nacido en 1459, había jugado un rol determinante.
Fue bajo su liderazgo cuando la familia se hizo con un virtual monopolio de la industria del cobre y cuando estrechó lazos con algunas de las figuras más importantes del Sacro Imperio Germánico. Fugger, católico convencido en una era marcada por la Reforma protestante y la violencia sectaria, labró amistad con el Vaticano y con dos de los emperadores más relevantes de siempre, Maximiliano I y Carlos V, a los que financió directamente.
Aquellas empresas le granjearon riqueza y posición política. Su matrimonio con la hija de un Großbürger, un "gran burgués" de Augsburgo, le colocó en un estatus social privilegiado. En las ciudades alemanas de la época, los emprendedores y financieros mejor posicionados disfrutaban de altas prerrogativas políticas. Privilegiados y exentos de vasallaje a la nobleza rural, más conservadora, florecieron en torno al comercio. En las ciudades libres, como Augsburgo, sólo rendían cuentas al emperador, y tenían autonomía política.
Aupado por su posición y su riqueza (es aún hoy una de las personas más ricas que jamás han existido), Jakob Fugger pudo emprender el que sería el proyecto más duradero de su vida: Fuggerei, un proyecto de vivienda para los más desfavorecidos de Augsburgo ordenado en torno a 52 edificaciones y amurallado dentro de la urbe. Una ciudad dentro de la propia ciudad, con sus propias reglas.
¿Por qué? Pese a que la idea de "vivienda social" pueda parecer contemporánea, fruto de las redes de bienestar tejidas por los estados modernos entre finales del siglo XIX y mediados del XX, durante el siglo XVI las corrientes cristianas reformadas y el propio catolicismo pusieron el foco sobre los indigentes y los trabajadores pobres de las ciudades alemanas. Se desarrolló así, entre la clase pudiente, cierta conciencia social para con aquellos mendigos que realmente lo merecían.
La Iglesia y las fuerzas vivas de la ciudad debían acudir en la ayuda de aquellas buenas almas que, por un motivo u otro, no hubieran podido prosperar en su vida. Para Fugger, aquellas personas debían ser necesariamente católicas, amén de profundamente religiosas (lo ordinario, por otro lado, en la Alemania post-medieval).
Condiciones y construcción
El proyecto se inició en 1516 y fue terminado en 1523.
Para entonces, Fugger tenía claros los requisitos de acceso al complejo residencial. El primero y principal, profesar la fe católica. No era una cuestión menor en la Alemania de mediados del siglo XVI. El país se desangraría a lo largo de un siglo en guerras de religión, cazas de brujas y persecuciones políticas. Augsburgo tendría un protagonismo excepcional en aquellos acontecimientos, siendo escenario de uno de los tratados clave para la futura convivencia entre católicos y protestantes.
En la cosmovisión de Fugger, un mecenas católico, aquellos pobres "merecedores" de su beneficiencia lo eran en tanto que resultaban católicos, además de trabajadores y honrados (o lo que es lo mismo, sin deudas). A día de hoy el requisito sigue en pie. También un extraño ejercicio de pietismo y agradecimiento: los residentes están obligados a dedicar tres rezos diario a la familia Fugger, además de a la larga constelación de figuras que componen el santoral cristiano.
Los cincuenta y dos hogares imaginados por Jakob compusieron una ciudad dentro de la propia ciudad de Augsburgo. Fuggerei formaría un espacio semi-cerrado, repleto de zonas comunes, talleres y tiendas minoristas al que no se podría acceder más tarde de las diez de la noche. Un guardia se encargaría de cerrar las puertas del complejo amurallado, práctica que se mantiene a día de hoy y que se puede sortear previo pago simbólico.
Las viviendas se repartirían en veintiséis bloques a razón de dos hogares por edificio, uno en cada planta. Una vez allí, sus afortunados residentes se encontrarían con pisos de más de 60 metros cuadrados totalmente equipados según la tecnología de la época. Una cocina, un salón, un dormitorio y una sala de estar compondrían las estancias básicas. Las plantas bajas disfrutarían de un pequeño jardín trasero; las altas, de un ático.
¿El precio por tan fantástico hogar? En 1523, Fugger estableció un pago por aquel entonces ya modesto: un florín renano al año. Cinco siglos después, la renta no ha variado, en agudo contraste a prácticamente cualquier otro servicio o producto presente en nuestras vidas. Hoy en día los residentes de Fuggerei siguen pagando lo mismo, al cambio unos 0,88€ al año. Un precio ya simbólico. Aquellos turistas que deseen visitar el complejo deben entregar 6,5€, casi siete veces más que el alquiler anual.
Fuggerei se ha convertido así en el proyecto de vivienda social más longevo, más accesible, más singular de todo el continente europeo. Un aspecto igualmente llamativo es su modelo de gestión. Exitoso financiero, Jakob Fugger creó un fondo con más de 10.000 florines para asegurar la supervivencia a corto plazo de su obra social. Generaciones posteriores de Fugger sostuvieron su mantenimiento a través de conservadoras inversiones en el negocio de la minería y de la explotación forestal.
A día de hoy los descendientes de Jakob, el hombre más rico de Alemania y Europa, siguen siendo los caseros de cincuenta y dos familias en Augsburgo. Y siguen cobrando apenas 45€ al año por ello.