Todos tenemos un pasado, y aunque llevo varios años en el loco mundo de los blogs y la comunicación, hubo un tiempo en el que me trabajé como enterrador. Enterrador, sepulturero o mozo funerario, lo llames como lo llames es el típico oficio que hace que quien se entera de que has trabajado en ello se quede unos minutos digiriéndolo.
Pero una vez entienden las implicaciones empiezan con la retahíla de preguntas. Muchas son puro morbo, no olvidemos que estamos coqueteando con el tabú de la muerte, pero también las hay que sólo buscan saber cuántos de los mitos que envuelven la profesión son verdad. Por eso he decidido hacer un artículo en el que explicar un poco cómo es eso de trabajar con muertos.
Lo primero de todo es decir que no es un mal trabajo. Se cobra bien, trabajas al aire libre y los clientes no te suelen dar mucho la vara. Sí, es verdad que hay que tener una madera especial para soportar algunas cosas y que hay imágenes que se te quedan grabadas de por vida, pero una vez consigues acostumbrarte tampoco está tan mal.
¿Cómo se convierte uno en enterrador?
Una de las preguntas que más se repiten es la de cómo puede acabar alguien de enterrador. En mi caso fue tan sencillo como ver un anuncio en el periódico y lanzarme a la aventura, aunque en parte este proceso depende de si es un cementerio público en el que hay que hacer una oposición o uno privado.
En el imaginario colectivo los enterradores son personas serias que caminan como espectros con sus botas de goma, pero nada más lejos de la realidad. Aunque hay de todo, por lo general el sepulturero es una persona que sabe apreciar la vida por estar cansado de trabajar por la muerte, y que suele tener un exquisito sentido del humor. Bueno, por lo menos si te gusta el humor negro.
Eso no quiere decir que nos pongamos a bailar 'Thriller' entre las tumbas, aunque alguna que otra carrera sí que nos hemos echado. Trabajamos con uno de los mayores tabúes de la sociedad, por lo que el humor negro no es una forma de faltarle el respeto a nadie, sino una manera de alejarte y protegerte de las cosas que ves a diario.
De ahí que para trabajar aquí tengas que tener la cabeza en su sitio, porque es difícil llegar a casa con una sonrisa cuando acabas de ver el sufrimiento de quien se ha despedido de un ser querido. Esto es algo contra lo que te acabas inmunizando, aunque siempre hay momentos, sensaciones y personas que se te quedan clavadas para siempre.
Los primeros días son los más duros. Llegas con tu propia idea de lo que es la vida y la muerte, y acabas viéndotelas frente a frente con la realidad. Esto puede afectar a tu carácter (recuerdo haber vuelto bastante serio e impresionado los primeros días a casa), aunque poco a poco aprendes a dejarte el trabajo en el cementerio. Eso sí, alguna vez se te escapa algo del tipo "esos huesos están demasiado blancos" cuando estás viendo alguna película.
Muchos hemos perdido todo ápice de religiosidad ejerciendo esta profesión. Y es que menuda bacanal se formaría si todos los muertos resucitasen a la vez en un apocalipsis, sobre todo los que están en esas fosas que hay en todos los cementerios donde acaban yendo a parar los restos de muchos de quienes han sido desenterrados y no se les ha escogido otro destino. Un nicho no es para siempre, ya que hay que contratarlos por años y no son precisamente baratos.
No me llames enterrador, llámame desenterrador
Muchos cometen el error de pensar que el enterrador se dedica exclusivamente a enterrar. Pero es sólo una parte del trabajo, y dependiendo del cementerio en el que estés también tendrás que desenterrar e incinerar. Ah, y ocuparte del mantenimiento del cementerio haciendo las veces de barrendero, pintor y albañil.
¿Pero cómo que desenterrar? Los cementerios ocupan lo que ocupan, y para que unos entren otros tienen que salir. Los nichos suelen alquilarse durante determinados años, y al terminar toca elegir entre renovar el contrato, trasladar los restos a otro nicho junto a otro familiar, incinerarlos o dejarlos en la fosa común del cementerio. Vamos, que al final en muchos sitios acabas desenterrando más de lo que entierras.
Aun recuerdo la primera vez que vi sacar a un cuerpo en mi primer día de trabajo, y los tres metros a los que me puse de la caja. Es una sensación extraña porque esperas ver un espectáculo hollywoodiense, pero al final acabas dándote cuenta de que no es para tanto.
Dependiendo del clima de la ciudad y el tiempo que haya estado enterrado puedes desenterrar dos tipos de cuerpos. Por una parte están los que son puro hueso o los que llamábamos "acartonados", que o son lo suficientemente antiguos como para que sólo queden huesos o han estado en una zona lo suficientemente seca como para que acaben momificados. Estos últimos no se diferencian demasiado a las momias egipcias de cualquier museo.
En el otro extremo están los que llevan poco tiempo o han estado en zonas húmedas. A estos nosotros los conocíamos "los chorreosos". Especialmente espectaculares son los casos en los que por alguna orden judicial teníamos que sacar cuerpos que llevaban menos de 5 años enterrados. Nuestro equipamiento especial con doble capa de guantes de goma, gafas de protección y máscara anti-gas hablaba por sí mismo.
En las exhumaciones para trasladar unos restos nos encontrábamos con dos tipos de familias: las que preferían no ver nada y las que decidían estar presentes durante el proceso. Sólo puedo admirar a los segundos, porque la mayoría aguantaban con entereza al ver en qué se quedaba su ser querido, e incluso había quienes lloraban de alegría al ver que aun llevaba ese anillo en el dedo o aquella baraja de cartas en el bolsillo de la chaqueta. He llegado a ver besos a los restos.
Por lo demás, enterrar ha perdido parte de su encanto desde que las normativas han dejado de permitir hacerlo bajo tierra. Aun así siempre puede tocarte desenterrar en esas zonas, lo que te lleva a una agradable tarde dándole sin parar al pico y a la pala. Eso sí, jamás he podido cavar rectángulos tan perfectos como los de las películas.
¿Los que dan miedo son los vivos?
Una de las frases hechas que más utilizábamos con las personas que visitaban el cementerio y se paraban a hablar con nosotros era la de "los que dan miedo son los vivos". Y es una verdad como un templo, aunque trabajando en un cementerio a veces la mente te juega malas pasadas y te llevas algún que otro susto.
Especialmente complicadas son las incineraciones nocturnas, cuando estás sólo en un edificio cerrado y no se oye ni un alma. Nunca me he encontrado con ningún fantasma ni he visto u oído nada que me haga sospechar que existen, pero una o dos veces me he dejado sugestionar por algún ruido y he acabado saliendo con un paso más ligero del que mi dignidad me hubiera recomendado.
Lo que sí que he visto han sido muertos levantarse, aunque todo tiene su explicación. Cuando se lleva a cabo una incineración los cuerpos responden al calor de las llamas, y eso afecta a los nervios y los músculos. Por eso no es raro que si alguna vez miras por la mirilla de uno de estos hornos te encuentres con que un cadáver ha levantado un brazo, un pie, o parezca que recline.
Alguna vez me han preguntado por la catalepsia y no, en los tres años que estuve trabajando ahí no me encontré con nadie que despertase antes de ser enterrado o incinerado. Básicamente porque de haberlo hecho no se hubieran despertado en el cementerio sino en el tanatorio, que es donde los limpian, los cosen y los arreglan. Esa sí que es una profesión difícil.
Los moradores del cementerio
A parte de profesionales como enterradores, funerarios, albañiles, pintores o marmolistas, el cementerio lo habitan dos tipos de personas muy diferentes: los visitantes ocasionales y los que pasan tanto tiempo allí que a veces parece que se queden a dormir.
Los segundos acaban siendo como parte de la familia. Por lo general se trataba de viudos y viudas, y entre ellos se distinguían otros dos tipos de visitantes asiduos: los que se pasan varias horas cada día en el cementerio y los que sólo venían un rato a diario. Pero independientemente de su tipo todos acabábamos conociéndonos y saludándonos cada día.
Por otra parte están los que vienen dos veces al año y quieren que esté todo impoluto mientras despliegan una alfombra roja bajo sus pies. Afortunadamente son sólo una minoría, y casi todos los visitantes ocasionales se limitan a llegar, hacer sus cosas y marcharse. Pero cuando te toca uno te puede amargar la tarde.
Estos dos tipos de visitante normalmente no suelen interactuar entre ellos, son como dos polos opuestos, pero una vez al año se da lugar ese aquelarre llamado "Día de Todos los Santos". Es cuando de repente todos se acuerdan de que tienen familiares en el cementerio y acuden en masa durante toda una semana.
Son las fechas más tensas del año no sólo por que se multiplica por 10 el trabajo de mantenimiento, sino porque el número de conflictos entre quienes acude al cementerio también se incrementa. ¿Has visto cómo brilla esa figurita dorada que alguien ha colocado desprotegida en un nicho? Mierda, me he olvidado de traer las flores y a este parece que le sobran...
Son casos que se dan todo el año, pero que se multiplican durante este día con la invasión de sinvergüenzas que ni siquiera son capaces de traer sus propias flores y van a robar las de los demás, que a lo mejor se han tirado tres días limpiando y adecentando un nicho. ¿Mi consejo? Dejadlo todo bien atado, y que no os de vergüenza utilizar silicona o adhesivo para fijar bien lo que pongáis.
Por lo tanto ser enterrador es una profesión bastante menos aburrida de lo que parece, y los que trabajan en ello no son ni tan serios ni lúgubres como suele pensarse. Pero no le preguntes lo que no quieras saber, no vaya a entrar en detalles, y si ves que van por el cementerio echándose unas risas no pienses que es por falta de respeto. Es su armadura contra la muerte.
Imágenes | Yúbal FM
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