Un preprint de un estudio realizado en colaboración entre la Universidad deYale, la de Kent y el Instituto de Neurociencia de Columbia arranca con la prueba práctica a la que se sometió a un puñado de participantes en 1944.
El baile geométrico moral. A nuestros antepasados se les puso una película en la que unas figuras triangulares y circulares giraban con distintos movimientos durante dos minutos y medio. Se les puso el clip tanto de forma normal como marcha atrás, y después se les pidió que describiesen lo que habían visto. Todos los encuestados imaginaron aventuras, la historia de amor de un triángulo femenino que escapaba del masculino o un abusón que perseguía al triángulo más pequeño, por ejemplo. El 97% de los participantes describió a las figuras con atributos humanos y diferenció las acciones con adjetivos que hacían entrever intenciones bondadosas o malvadas de esas formas geométricas. Como sabemos, en realidad las formas no pueden tener comportamientos morales, pero es así como sus mentes, al igual que las nuestras, lo interpretaron.
La lógica en nuestra forma de evaluar a los demás. El trabajo de los académicos de hoy trata sobre los mecanismos cognitivos de la inferencia moral. Cómo generamos una impresión sobre alguien, cómo vamos actualizando esa idea que tenemos del mismo y qué implicaciones tiene en nuestra sociedad. Para llegar a sus conclusiones han estudiado decenas de trabajos anteriores, con algunos importantes hallazgos. Nuestros cerebros priman por encima de cualquier otra la información moral, y dada esa primacía social de la información moral, nuestras evaluaciones de los demás dependen en mucho mayor grado de los rasgos morales del otro que de rasgos no morales, como, por ejemplo, lo competente que esa persona sea. Es decir, que tendemos a fijarnos más en si alguien parece bueno que en si parece dispuesto a ejecutar esas intenciones bondadosas.
Sí, todo esto explica el postureo ético. Ese “parecer” tampoco es casual, puesto que también se ha demostrado que las personas tendemos a preocuparnos más de dar impresión de moralidad ante la mirada ajena que de serlo. Según otro estudio citado, la gente está dispuesta a realizar acciones sorprendentes antes que perder su reputación social: más de la mitad de los encuestados aseguró que prefería morir antes que vivir con la reputación de un pederasta y un tercio de ellos se declaró dispuesto a meter las manos en un cubo lleno de gusanos antes que recibir un e-mail por el que alguien les describiese como racista.
¿Qué sentido tiene darle tanta importancia a la moral? Un sentido evolutivo. Si bien los seres humanos tendemos mucho más a la cooperación que a la lucha, toparnos con alguien que quiere luchar contra nosotros puede ser una amenaza fatal a nuestra integridad y la de nuestro grupo. Al parecer las personas somos capaces de elaborar un juicio de fiabilidad de un rostro nuevo en apenas 100 milisegundos, y esas impresiones son tan rápidas que, a pesar de que influyen en nuestra toma de decisiones, no somos conscientes de haberlas hecho.
Nos impacta más lo negativo que lo positivo. A la hora de elaborar esos juicios ajenos contamos con un sesgo inherente que favorece a la información negativa. Esto es, que la información moral mala impacta más en nuestros juicios que el resto de información positiva de una persona.
Lo que las redes sociales han supuesto para la información moral. Hace poco se descubrió que con sólo añadir una palabra moral-emocional a un tweet, éste incrementa su tasa de retuits en un 17% y tiene ratios de visualizaciones también mayores. Cualquiera que haya trabajando en medios de comunicación puede corroborar que la misma circunstancia afecta al titular de una noticia. A su vez, la proliferación de lenguaje moral-emocional tiene un efecto contagio, con reacciones a su vez más emocionales y juiciosas. También, la repetida exposición a titulares falsos hace que aumente la aprobación sobre lo que éstos dicen y reduce la percepción de que sería éticamente reprobable compartirlo en tus redes sociales.
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