En los últimos años, especialmente en Estados Unidos (pero también en el resto de países occidentales) se está produciendo un incremento de los niños/as que se identifican como transgénero. Esas son las conclusiones de Jennifer Block en 'BMJ', una de las revistas científicas más prestigiosas del mundo.
Aunque no se trata de una investigación científica al uso, el trabajo de Block es una radiografía muy interesante sobre el estado de la cuestión de un tema que en los últimos años ha estado en el centro del debate público. Más aún, pone encima de la mesa un asunto muy relevante (y polémica), ¿por qué se está dando esa tendencia al alza?
Un "problema" cada vez más común
Y es relevante porque la transexualidad no es un fenómeno nuevo. Hay registros históricos y antropológicos que demuestran que lo que ahora llamaríamos "identidad transgénero" se ha dado (con mayores o menores grados de aceptación y rechazo) en numerosas culturas a lo largo de la historia. Esto es obvio en muchas sociedades de extremo oriente (los hijra del subcontinente indio, los katoey tailandeses o los bakla filipinos son buenos ejemplos); pero casos como el de Heliogábalo muestran que también se daba en las sociedades mediterráneas clásicas.
La preguntan que se repite a menudo en la esfera pública es que, si el fenómeno siempre ha estado ahí; si es algo especialmente enraizado en la biología y la genética humanas; si durante años se ha creído que la prevalencia estaba entre el 0.005–0.014% de los niños asignados al nacer y el 0.002–0.003% de las mujeres asignadas al nacer, ¿por qué crece ahora? ¿Qué está pasando?
Las preguntas, evidentemente, no surgen de la nada. Se enmarca dentro de un debate mucho más amplio en torno a las políticas de identidad y la aprobación de legislaciones más adecuadas a la problemática. No obstante, la primera respuesta que podemos dar a la pregunta de "¿qué está pasando?" es "lo esperable".
La gran epidemia de los zurdos
En 1986, la revista National Geographic publicó un número especial dedicado al olor y el olfato. En él, los editores incluyeron un pequeño juego: una tarjeta de "rascar y oler". La idea era que los lectores olieran la tarjeta y rellenaran un breve cuestionario indicando qué podían oler (si es que olían algo). En el cuestionario, además, se pedían ciertos datos demográficos.
Entre ellos, curiosamente, se preguntaban si eran zurdos o diestros. El motivo era sencillo: los investigadores que habían hecho la tarjeta (del Monell Chemical Senses Center de Filadelfia) creían que la lateralidad o dominancia manual estaba relacionado con el olfato. Finalmente, esta hipótesis se demostró falsa, pero National Geographic consiguió reunir la mayor base de datos de zurdos hasta el momento: 1.400.000 personas respondieron a la encuesta.
No es una encuesta representativa, ni mucho menos. En 1986 los lectores de la National Geographic eran un 'target' muy concreto. Sin embargo, tal cantidad de datos hizo que aprendiéramos cosas realmente sorprendentes. Lo más llamativo es que, si hacemos caso a las respuestas, entre 1920 y 1940, los zurdos pasaron de ser un 3% de la población a un 12%.
¿Cómo podía ser? Quiero decir, aunque los mecanismos exactos llevan años discutiéndose, nadie duda que la dominancia manual tiene una fuerte base genética, ¿cómo es posible que la dominancia izquierda creciera de tal forma en tan poco tiempo y, luego, se quedara estable? Porque sí, desde entonces y encuesta tras encuesta, el número de zurdos se ha mantenido en torno al 10% de la población.
La respuesta más extendida entre los expertos es que las supersticiones populares, la presión social y los esfuerzos del sistema educativo (que, recordemos, durante décadas obligaba a los zurdos a usar la mano derecha) "normalizaron" a esa parte de la población hasta el punto de que ellos mismos se consideraban diestros. En cuanto esos condicionantes desaparecieron, las encuestas empezaron a mostrar la realidad.
No es el único caso
Como en el caso de la dominancia manual, el consenso generalizado es que la identidad sexual o de género tiene una fuerte base biológica. Y, como en el caso de la dominancia manual, la eliminación del estigma debería hacer que emergieran casos que antes estaban invisibilizados. Es decir, esto es lo que esperaríamos ver.
En la identidad sexual, sin ir más lejos: vemos un caso parecido. Resulta muy curioso ver cómo, a lo largo de las generaciones, los porcentajes de identificación dentro de la población LGBT van cambiando casi de la mano con la progresiva normalización de las distintas identidades. Eso explica (al menos en parte) porque el grupo gay pasa de ser un 47% a un 17% o por qué la bisexualidad crece de forma tan clara.
Y es especialmente interesante porque las encuestas que tenemos disponibles parecen mostrar un fenómeno parecido al de los zurdos: variaciones en los porcentajes de "auto-identificación sexual" en momentos puntuales y, posteriormente, una estabilización. No está cambiando de forma radical las personas que forman parte del colectivo.
Esto no significa, por supuesto, que todo el crecimiento que estamos viendo en los últimos años sea solo una consecuencia "natural" de la desestigmatización de la identidad transgénero. Las sociedades son organismos muy complejos y, como se ha estudiado mucho en otros fenómenos sociales, los imaginarios culturales pueden actuar como moldes que conforman partes muy íntimas de las personas.
No cabe duda de que, como ha ocurrido en otras muchas circunstancias, podría darse el caso de que otras problemáticas desatendidas se vean canalizadas a través de los dispositivos diseñados para abordar el acompañamiento de las personas transgénero. Tenemos indicios firmes para pensar que eso ha pasado y, precisamente, sobre eso se basa el debate entre los expertos del campo.
En el artículo de Block del que hablaba al principio, se aprecia que hay un debate abierto (muy intenso y muy interesante) sobre cómo, cuándo y de qué forma debe acompañarse a las personas que se identifican como transgénero (especialmente, cuando hablamos de los tratamientos médicos).
Todo esto se pierde en un debate político fuertemente polarizado como el actual y, sin lugar a dudas, debe llevarnos a reflexionar sobre si estamos dejando espacio para que la investigación y la medicina hagan su trabajo.
Imagen | Kaleidico
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