La producción alimentaria ha vivido diversas revoluciones a lo largo de la historia de la humanidad. Ninguna tan relevante como la industrial: a mediados del siglo XIX, los avances científicos, el aumento productivo y la transformación radical del modelo económico tradicional provocaron, entre otras consecuencias de alcance, un crecimiento excepcional de la población. La raza humana se multiplicó, en un ascenso numérico sin precedentes que puso por delante un reto colosal: ¿cómo alimentar a tantas nuevas bocas?
Al igual que en otras facetas de la vida, el proceso de producción de alimentos sufrió una revolución. Pasó de ser minoritario y a pequeña escala, enfrentado a retos menos acuciantes, a de amplio rango distributivo y masivo. En esencia, la cría de animales y el cultivo de cereales y otras plantaciones se industrializaron, aplicando el modelo de producción de las incipientes factorías a las granjas y explotaciones ganaderas. Como es lógico, esto afectó de forma gravísima al modo en que los humanos tratamos a los animales.
Más de siglo y medio después, la industrialización de la producción alimentaria se ha perfeccionado, y se manifiesta de forma normalizada y sistemática en las granjas industriales. ¿Qué son las granjas industriales? Aquellas explotaciones dedicadas al mantenimiento y aprovechamiento de productos alimenticios animales, como la carne, los huevos o la leche. Son, en efecto, esos lugares que, de tanto en cuanto, aparecen en las campañas de diversas organizaciones ecologistas denunciando las condiciones hacinadas de las gallinas o los cerdos. Y también, un pilar fundamental de la alimentación mundial.
Sobre ellos se cierne un debate antiguo, pero espoleado en el marco del gran debate sobre los derechos de los animales y nuestra relación con ellos. ¿Es ético concentrar a miles de animales en un sólo lugar, obviando sus necesidades fisiológicas y de comodidad? ¿Se pueden adaptar las crecientes demandas alimenticias (y económicas) de la sociedad a un modelo de producción sostenible, que no dependa de las granjas industriales? La respuesta, como siempre, varía en función de a quién se dirija la pregunta.
Animales domésticos: ¿los más miserables?
Aunque hay diversas aristas a las que prestar atención, y pese a que el debate también se está moviendo hacia consecuencias económicas y medioambientales tangibles, una aproximación clásica a la cuestión de las granjas industriales es a partir del bienestar de los animales. Las imágenes, muy difundidas en la red, muestran a miles de ejemplares reunidos en espacios cerrados dispuestos, únicamente, para la producción de huevos o para ser alimentados y, posteriormente, llevados al matadero. Es quizá el eslógan más poderoso de los detractores de la producción industrial: los animales sufren.
Para algunos defensores de los animales, el proceso de domesticación del ganado priva a los animales de satisfacer sus necesidades sociales y emocionales básicas
Y lo hacen de verdad. Es al menos el argumento utilizado por Yuval Noah Harari en esta pieza de The Guardian, donde explora de forma profunda las consecuencias psicológicas para los animales. Según él, los animales son los grandes perdedores del dominio del ser humano sobre todas las especies. No sólo ahora, con el proceso fabril de producción de alimentos, sino históricamente, en un crimen sin parangón a lo largo de nuestra existencia. Aunque ahora se haya acentuado: para Harari, un animal sólo sujeto a las necesidades productivas humanas es privado de necesidades tan básicas como la relación con sus congéneres, tanto por vía familiar como social.
Para ello, se apoya en trabajos como Animal Liberation, de Peter Singer, un clásico de los defensores de los derechos animales. Según ambos, la domesticación de los animales ha eliminado sus necesidades objetivas. Los terneros son atendidos sanitariamente y alimentados por sus ganaderos. Por otro, esta domesticación, cuidado y control no satisface sus necesidades subjetivas, emocionales y psicológicas, intrínsecas a su naturaleza: son animales triunfantes, en tanto que han superado cualquier tipo de presión a su supervivencia como especie, pero no felices, en tanto que viven acotados y sometidos.
En sus palabras:
Los animales domésticos son colectivamente los más exitosos del mundo, y al mismo tiempo son los animales más miserables individualmente que han existido jamás.
El argumento es discutible, pero es cierto que el ser humano ha adaptado a los animales domésticos, hoy más numerosos que nunca, a sus propias necesidades, extirpándolos de su entorno salvaje y natural y adecuándolos a su explotación ganadera. Ha sucedido con las vacas, con las cabras, con las ovejas, con los cerdos y con las gallinas, pero esa modificación del entorno en su propio beneficio es palpable también en los vegetales y en los cultivos, cuya evolución habla de milenios de modificación y adaptabilidad.
El ser humano moldea el entorno natural conforme a sus necesidades: los animales domésticos superan con mucho a los salvajes
¿Hasta qué punto ha sido exitoso el proceso de domesticación del ser humano? Harari ofrece una cifra que aporta contexto: mientras hay tan sólo 40.000 leones repartidos por el mundo (hay cifras menos optimistas: aquí hablan de 25.000), se cuentan más de 1.000 millones de cerdos (aproximadamente, pero su número es estable). Sólo en Australia hay 70 millones de ovejas, mientras que la población de elefantes africanos apenas supera los 500.000. Para las gallinas, las cifras son menos claras: la población mundial supera, eso sí, los 20.000 millones de ejemplares. Nos triplican en número.
No todos viven en granjas industriales, pero si una parte sustancial: en 2007, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) calculaba que el 67% de la carne de pollo mundial dependía de ellas, por un 42% de la de cerdo y un 7% de la de vacuno. Cuando comes unas alitas de pollo, lo más probable es que hayan salido de una granja industrial.
Más allá del debate moral: el riesgo económico
Como decíamos, esta sólo es una arista del debate. Hay quienes lo están llevando más allá, pasando por encima de las implicaciones éticas y morales de las granjas industriales y acudiendo a los números en crudo. Es decir, a las razones económicas por las cuales el modelo de producción industrial de alimentos es simplemente poco rentable o contraproducente. De forma reciente, uno de los principales defensores de esta teoría ha sido Jeremy Coller, un reputado inversor londinense al frente de la firma Coller Capital.
Coller hace algo que podría tener mayor viabilidad práctica a la hora de frenar el crecimiento, o de revertir, el proceso de las granjas-factorías. Acude a los datos, no a los sentimientos ni a una discusión de carácter filosófico y abstracto. En un informe de este mismo año titulado "Factory Farming: Assessing Investment Risk", la firma de Coller advierte a los inversores del poco futuro, y por tanto de los riesgos asociados, a poner dinero en granjas industriales. El principal motivo argumentado por los autores, pero no el único, es el medioambiental: una granja factoría contamina mucho. En global, más que el transporte.
Otros optan por atacar a las granjas industriales por la vía de los datos: el 14% de los gases de efecto invernadero los produce dicha industria
Según Coller, el 14% de las emisiones de gases de efecto invernadero globales pertenecen a la industria de las granjas-factoría, una cifra que superaría a la de la industria del automóvil (vía combustibles fósiles). El informe, además, expone otros riesgos: por un lado, las granjas industriales consumen más cantidad de antibióticos que ningún otro sector, contribuyendo a la progresiva y alarmante inmunización a la que nos estamos sometiendo; por otro, su alto consumo de recursos ahonda en la carencia de tierra cultivable y reservas o fuentes de agua dulce.
Hay más: el hacinamiento y las condiciones en las que conviven los animales, como las gallinas o los cerdos, son causas directas de la propagación de virus como el N1H1, cuya rápida extensión en 2009 provocó que la Organización Mundial de la Salud declarara el estado de pandemia mundial. Como recopilaba The Week en este artículo, otras enfermedades pueden ser directamente atribuibles a las explotaciones ganaderas industriales: desde la transmisión a de la bacteria E. coli hasta la salmonela o el síndrome de las vacas locas.
El argumento empleado por Coller y otros es que, si bien la humanidad en conjunto obtiene precios más baratos en el consumo de carne, lo hace a costes aún más altos cuando todos los factores son ponderados de forma económica. Pocos son tan poderosos, en bruto, como los esbozados a nivel medioambiental: no sólo por la altísima producción de residuos y excrementos derivados de la naturaleza industrial de las granjas, sino también por el gran esfuerzo energético requerido para su puesta en funcionamiento o incluso la toxicidad asociada a las mismas, contaminando acuíferos y fuentes de agua potable.
En suma, el informe citado más arriba enumera 28 riesgos de inversión para todo aquel interesado en poner su dinero en una industria que, en general y según sus autores, se enfrenta a demasiados riesgos a corto plazo como para ser rentable. No en vano, gran parte de los gobiernos del mundo tienen intereses en legislar en favor de industrias menos contaminantes y menos lesivas con su entorno, lo que podría derivar en sanciones, tasas o impuestos. Pese a todo, sigue funcionando, y formando parte de la cadena alimenticia humana a lo largo de todo el mundo. ¿Por qué? Quizá la respuesta se halle en sus propios resultados.
Comemos mucha, mucha más carne al año
Las granjas industriales, como hemos visto, surgen en respuesta a la creciente demanda alimenticia de una población aún más creciente. En Estados Unidos, la situación comienza a regularizarse y estandarizarse a mediados del siglo pasado. Como se explica aquí, su nombre oficial, según la catalogación del gobierno estadounidense, es CAFO (Concentrated Animal Feeding Operation). Se consideran como tales cuando las unidades concentradas en la explotación superan las 1.000, y funcionan en régimen de arrendamiento. Se valen de menos terreno para alimentar a más animales: el margen de beneficio crece.
Eso permite vender su producto más barato. En este artículo de Chicago Tribune se ofrecen algunas cifras para el caso estadounidense, un mercado de más de 300 millones de habitantes. De media, cada ciudadano del país invierte alrededor del 9,5% de su presupuesto anual en comida. El porcentaje para productos cárnicos se redujo en 2008 al 1,6%, una cifra muy por debajo del 4,1% invertido por cada estadounidense en idénticos alimentos cuarenta años atrás. El crecimiento e internacionalización de las CAFO lo ha permitido.
No sólo comemos más barato, sino que comemos mucho más, lo cual multiplica el abaratamiento de los productos consumidos hoy en día. En 2013, Der Spiegel explicaba cómo sólo en Alemania la ingesta de carne de cerdo se había triplicado desde 1950. En suma, un alemán puede consumir alrededor de 60 kilos de carne al año, sumando cerdos, pollos, terneras y pavos. No se trata de un hecho aislado o excepcional: el mundo consumía 24 kilos de carne al año en 1964. Para 2030, la FAO calcula que la cifra habrá ascendido hasta los 45 kilos. Sucede algo parecido con los productos lácteos, aunque en menor medida.
Nuestro consumo de carne se multiplica año a año, y para ello necesitamos más animales. Pero la tierra y los pastos de los que se pueden alimentar son finitos: de ahí que surjan las granjas industriales
El colmo del exceso es Estados Unidos, donde un ciudadano puede llegar a consumir alrededor de ¡90 kilos! de carne al año. Como se señala en este artículo de Ensia, eso implica multiplicar el número de cabezas de ganado, algo más que evidente si nos fijamos en los números deplegados algunos párrafos más arriba. Hay más animales, pero los pastos y el espacio para alimentarlos son limitados: el resultado son granjas donde se pueden llegar a acumular 2.000 cerdos o 40.000 gallinas y cuyo funcionamiento es mecánico, incapaces de conectar con las comunidades locales donde se desarrollan o de, como contaba Quartz a propósito de Carolina del Norte, ofrecer oportunidades económicas reales a sus trabajadores, en ocasiones precarizados.
Las granjas industriales son pura economía de escala. Adiós al mundo tradicional, hace décadas: nuestros hábitos alimenticios han revolucionado la agricultura, y sus consecuencias soterradas son de una extensión amplísima. La cuestión es, ¿hay alternativa? ¿Podemos volver a un tiempo donde producir carne sea sostenible?
Los otros problemas derivados de la sostenibilidad
Quienes se oponen a las granjas industriales así lo afirman. En Salon, Sonia Faruqi, autora de Project Animal Farm, no cree que la solución sea regresar a granjas minoristas de producción no escalable. Tras visitar sesenta granjas a lo largo de todo el mundo, Faruqi continuaba defendiendo la necesidad de explotaciones grandes con orientación global, pero poniendo por delante la salud de los animales y permitiéndoles pastar al aire libre, no hacinados. ¿Cómo cuadrar el círculo? Consumiendo menos carne, defiende. Sólo así podemos tener "ambos": agricultura y ganadería sostenible y producción abundante.
La palabra clave es "orgánico": es una tendencia que se replica también en la agricultura, y que es defendida por asociaciones como Union of Concerned Scientists, estadounidense, cuyas reivindicaciones sobre la sostenibilidad de nuestra producción de alimentos se extienden a los cultivos, con quejas y argumentos similares a los opositores a las granjas industriales. Sin embargo, no es en absoluto una solución perfecta.
La producción "orgánica" de alimentos puede ser una forma de repercutir los costes del proceso a países del tercer mundo, ampliando las superficies cultivables
Por un lado, los cultivos orgánicos, o la ganadería orgánica, no están exentos de consecuencias que pueden poner en duda su sostenibilidad. Algunos estudios científicos defienden el carácter menos agresivo para con los suelos y los acuíferos de las plantaciones que utilizan fertilizantes, frente al mayor impacto contaminante del compost. Por otro, la agricultura orgánica sólo trasladaría los costes de producción (en forma de impacto ambiental y de utilización de suelo) a países del tercer mundo, un argumento que es fácilmente transportable a la notable mayor utilización de pastos y espacios requerida para las granjas no industriales.
En última instancia, la naturaleza masiva e industrial de las granjas-factoría puede obedecer a una razón mucho más simple, pero también menos esperanzadora: la ganadería simplemente no es rentable, y sólo por la vía de la producción a gran escala se convierte en tal. La oferta de productos es homogénea, la competencia en el mercado de la alimentación es casi perfecta: aumentar el precio de los alimentos, cambiar el modelo de producción, implica perder consumidores. Optar por métodos menos eficientes significa ser menos competitivo, y por tanto no generar beneficios. Las granjas industriales son la salida a ese dilema.
¿No hay salida, entonces? El modelo de producción es difícilmente revertible. En Forbes ofrecen parcialmente una solución: los requisitos para ser una CAFO no son tan grandes, y explotaciones relativamente pequeñas que busquen un cuidado más sostenible de los animales pueden salir adelante. El público no tiene modo de averiguar qué carne proviene de explotaciones menos lesivas, pero con un sistema de etiquetado específico podría comprar de forma más informada. Las encuestas, no en vano, muestran que sí existe preocupación entre los consumidores por el origen y las condiciones en las que se produce la carne. Quizá aquí resida la clave del debate: ¿qué papel queremos jugar los consumidores?