Nuestra relación con el tiempo de ocio está cambiando. Hace nada explicábamos cómo los británicos habían descubierto que, actualmente, más del 40% de los viajeros millennials escoge su destino vacacional teniendo en cuenta la instagrameabilidad del territorio. A los tradicionales clientes inseguros se le ha añadido otro nuevo perfil: el 10% de las compras se devuelven. Cientos de miles de personas que devuelven el outfit de moda inmediatamente después de la correspondiente sesión de fotos.
Resulta que muchos de nosotros, sin querer, estamos perdiendo riqueza cultural y recuerdos duraderos por culpa de cómo usamos el smartphone.
Investigadores de la Universidad de Nueva York, Yale y California del Sur han publicado un interesante trabajo en la revista Journal of Consumer Research. 2.800 sujetos se han ofrecido a participar en cinco experimentos con varias subcategorías.
El equipo explica que, aunque se había comprobado en trabajos anteriores que el mero hecho de hacer fotos (algo que llevamos haciendo décadas) influye en nuestra forma de recibir y procesar una experiencia, todavía no se había estudiado el efecto de tomar fotografías de cara a redes sociales en el grado de conectividad y disfrute de las actividades de cultura y ocio.
Para ello categorizan dos tipos de actitudes, las fotos que se hacen para uno mismo y las fotos que hacemos para los demás. Es decir, si sacamos la cámara ante algún monumento para verla nosotros más tarde o si la estamos sacando para subirla a Instagram, donde la verá todo el mundo. Al margen de estas dos categorías, los científicos consideraron una posición intermedia, los espectadores que hacen fotos pensando en que valdrá para alguna de esas dos posibles vertientes, pero indican que, a lo largo de las pruebas, se demostró cómo las personas vamos fluctuando en las dos principales posiciones decantándonos en cada momento por alguna de ellas.
Lo ves peor, lo recuerdas peor, lo disfrutas menos: la verdad de Instagram
Los resultados en todas y cada una de sus pruebas se mantienen. El mero acto de hacer fotos nos distrae de lo que estamos viendo, pero hay un notable cambio en a) la información recibida por los que hacen una foto sin más pretensiones que verla ellos mismos que los que piensan en subirlas a redes sociales, y b) el disfrute de la actividad en sí.
De una escala del 1 al 7, los que tenían como objetivo hacer las fotos para ellos mismos sacaron un 5.5, mientras que los que pensaban en exponer sus fotos al público disfrutaron un 4.8. En cuanto a por qué retienen peor lo que vieron, se debe al efecto de deterioro: nuestros cerebros, al saber que podremos acceder más tarde a la foto, prestan menos atención al entorno. Es lo mismo que nos ocurre cuando sabemos que podremos acceder a alguna información más tarde.
¿Y qué pasa si las fotos que vamos a hacer sólo se las pensamos enseñar amigos directos y no a los cientos de seguidores? Que seguimos distrayéndonos más que los que hacen fotos de exclusivo uso personal, pero nos estresamos y preocupamos menos por la calidad de la foto que si la hiciésemos completamente pública.
Se dio también una paradoja: ¿qué diferencia habría si nuestro objetivo era ver la foto días después o si queríamos guardarla para un álbum de fotos personal? Se descubrió que al decirle a los participantes que verían el retrato años después, se esmeraron tanto como los que suben las fotos a redes sociales. Los investigadores teorizan: si se ha demostrado que creemos que cambiamos y evolucionamos con los años, es fácil que supongamos que cuando veamos la foto en un futuro lejano será como decir que enseñaríamos esa foto a un yo extraño. Es decir, a un extraño.
Con todo esto los investigadores querían saber una cosa muy simple: si cuando hacemos fotos para los demás experimentamos una mayor preocupación por la autoimagen. No estamos descubriendo la luna si decimos que en las redes sociales, por norma general, intentamos proyectar una imagen más interesante, atractiva o feliz. En sus pruebas, los selfies nos desvinculaban más del evento que estábamos viendo que si estuviésemos haciendo una foto sin salir nosotros en ella.
Y por cierto, los científicos han investigado sobre las fotografías, pero según sus hipótesis te “perderías” el concierto o el paseo en barca si te dedicases a livetuitearlo, ya que se activa el mismo filtro de cuidado de la autoimagen virtual. El equipo propone una alternativa: si quieres compartir tu experiencia en redes sociales y al mismo tiempo exprimir todo lo posible tu visita, hazte un blog. Escribir posteriormente no perjudica la pureza de la experiencia. Otra cosa sea que después, como bien sabemos, nadie quiera leerse tus dos mil palabras sobre tu viaje a Mali.
Para terminar, también se daba otro fenómeno previsto: cuanto mayor fuese la autoconciencia del sujeto más se estresaría y menos disfrutaría del entretenimiento que había ido a ver si tomaba fotos para redes sociales. ¿El tópico del instagramer que se come el desayuno frío porque se ha pasado horas colocándolo para la foto? El epítome de la autoconsciencia.
El inseguro placer de gustar a los demás
De acuerdo, aceptamos barco: hoy en día, los enganchados a redes sociales nos estamos enterando menos de lo que sucede a nuestro alrededor que los que dejan el móvil en casa. Estamos destruyendo un poquito más nuestro grado de diversión. Entonces, ¿por qué demonios hacemos las fotos? ¿Por qué, pese a todo, la gente quiere viajar tanto como siempre? ¿Puede ser que, aunque nos perdamos un poco de la diversión en directo, nos compense esto con el mar de likes que recibiremos después?
Esta es la respuesta que no responden los de este trabajo. Sobre los efectos del like en redes sociales se hizo una popular investigación, aunque se limitó a sujetos adolescentes, con lo que las respuestas de adultos podrían diferir.
Cuando un joven sabe que está recibiendo likes por un post se activan las regiones de su cerebro asociadas al alcohol, la cocaína y otras drogas, pero también lo hizo el PCC o córtex posterior, que es el que está implicado con la autoimagen.
Según los investigadores, nuestra actividad en redes sociales está intrínsecamente relacionada con nuestra necesidad de validación externa. Llevamos milenios operando en el mundo real, donde la gente nos muestra constantemente refuerzos sutiles, si no ambiguos. “¿Le habrá gustado eso que he dicho? ¿Qué quiso decir con esa cara que me puso?”, pensamos. Un like es una unidad de validación absolutamente objetiva y cuantificable, lo que libera emociones positivas por la rápida y sencilla validación que hemos conseguido.
Según un experimento, 10 minutos de continuas interacciones positivas en redes sociales incrementa nuestros niveles de oxitocina en un 13.2% y rebaja las del estrés (cortisol y ACTH) en un 10 y un 14.9% respectivamente. El equivalente a ganar dinero, recibir caricias o, incluso para algunos, de casarse.
Esto está cambiando nuestro cerebro, no necesariamente peor o mejor, pero sí distinto al camino que teníamos hasta ahora. Nuestros cerebros se pueden ir haciendo menos hábiles a la hora de captar las pistas no verbales de individuos y grupos en la vida real. Sin embargo, se sabe que los jóvenes necesitan menos esfuerzo mental para leer las emociones de sus interlocutores online.
Y sí, hay un pero. Parte del placer de las redes sociales es que no hay una mesurabilidad exacta del cariño que vamos a recibir. Si todas nuestras fotos tuviesen los mismos likes no habría placer. Se trata de una lotería. Por eso existe un riesgo de decepción. Si estamos teniendo menos likes que la semana pasada, si de repente ya no nos sigue tanta gente, puede aumentar la decepción. Es fácil imaginarse que alguien, movido por esa desilusión estadística, decida esforzarse más en sus fotos. Tal vez optar por algún viaje paradisíaco y hacer toneladas de selfies, esmerándose en cómo va a quedar su feed. Perdiéndose un poco más lo que está viviendo.
Y así, vuelta a empezar, de manera que podríamos acabar cediendo cada vez más espacio a cómo nos ven los demás y menos a lo que vemos nosotros mismos.
Un nuevo horizonte cultural
Algo de todo esto saben ya los gerentes de los museos. Le ha pasado a la Renwick Gallery y el National Building Museum de Washington, el Broad Museum de Los Angeles, la David Zwirner Gallery en Nueva York, el Barbican Center de Londres, Floating Flower Garden en Tokio… Son sólo algunos ejemplos de cientos.
Para Wired, todo empezó con el Museo del Helado en Nueva York, inauguración que los insiders vieron con escepticismo, pensando que se trataría de una moda pasajera, pero que está aportando beneficios enormes a sus responsables. El Ice Cream Museum agotó sus entradas en cinco días a 18 dólares la entrada, pero ahora este tipo de salas puede cobrar 40 dólares y no dejar de hacer sold out.
Juegos de espejos, colores, materiales… Se llaman el Museo de los selfies, el Museo de los Sentimientos, el Museo del vino rosado. Galerías de piscinas de bolas, caramelos y nubes de azúcar. Instalaciones interactivas y explosivas para la mirada donde uno mismo se convierte en la obra de arte, que comparte en sus redes sociales.
Algunos museos están abriéndose a esta nueva tendencia, inaugurando exposiciones de artistas que potencian este tipo de recursos, mientras que los más conservadores lamentan que ya no basta con incluir colecciones de grandes pintores de la historia, ya que la mera contemplación no parece bastarle a cada vez más público. Los que intentan crear una conexión rica y profunda con sus visitantes también se preguntan: ¿de qué nos sirve mostrar arte instagrameable si después nuestros visitantes tienen una experiencia inmersiva más pobre y culturalmente menos importante?
Es fácil pensar que estas obras no son excluyentes. Es muy posible que buena parte del público de estas salas de feria no sean los que van corriendo a la última exposición prerrafaelita. También puede pensarse que, al ser entretenimientos distintos, se pueden visitar ambas en uno u otro momento, dependiendo de nuestra apetencia.
Pero lo que acusan los expertos es que se trata de una tendencia al alza, que la interactividad con el medio de cara a redes sociales es algo que está monopolizando la atención de los agentes de arte, premiando y potenciando el tipo de obras de Hannes Koch, Florian Ortkrass o Yayoi Kusama antes que los de pinturas más tradicionales, lo que cambiará el panorama artístico en el futuro y también, más importante, las expectativas de los espectadores.
Y todo por hacernos fotos.
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