Dos elementos definen la historia reciente de Afganistán: la guerra y el cultivo y la producción de opio. Ambas están intrínsecamente relacionadas. Afganistán es a día de hoy el mayor productor de opio, y por lo tanto de heroína, del planeta. En torno al 80% del mercado mundial depende de sus campos de amapolas. Campos que están atravesando una insospechada y muy provechosa transición hacia la energía solar.
Pozos. Lo cuenta Justin Rowlatt, periodista especializado en cuestiones medioambientales de la BBC, en este fascinante reportaje. Durante los últimos años los pequeños granjeros del sur de Afganistán han invertido entre $5.000 y $7.000 en pequeñas granjas solares que abastezcan sus campos de opio. La clave reside en el agua. Excavan pozos de hasta 100 metros de profundidad y conectan una bomba hidráulica para extraer el agua. La electricidad surge de las placas solares.
Boom. Los panales han favorecido un pequeño boom de granjas (PDF). Si a principios de la pasada década sólo se contaban un puñado de placas esparcidas a lo largo de la provincia de Helmand hoy hay más de 67.000. La superficie cultivable en el terreno predominantemente desértico del sur ha pasado de unas 157.000 hectáreas en 2012 a más de 344,000 en 2019. Un experto de Alcis, empresa dedicada al análisis de imágenes satelitales, calcula que se han construido unas 48.000 casas en el periodo.
Alrededor de 500.000 personas habrían migrado a la zona.
Los porqués. Hasta la irrupción de las placas solares, los granjeros dependían de fuentes de agua más erráticas y escasas. Los pozos eran inviables porque las bombas funcionaban con diésel, no siempre fiable en regiones tan remotas. Hoy su disponibilidad de agua es infinita, lo que ha permitido a pequeños emprendedores invertir en sus granjas y disparar su productividad. Un éxito que ha atraído a otros afganos. Observar hoy Helmand desde el aire equivale a toparse con un vergel.
Todo gracias a una energía sostenible.
Economía. Por supuesto, nada de esto tiene que ver con una repentina conciencia medioambiental. El cultivo de opio es una fuente de supervivencia para miles de afganos. Se cree que en el punto álgido de la temporada emplea a más de 300.000 personas, y que llegó a representar hasta el 11% del PIB del país en 2017 (PDF), el año de mayor producción. Dos tercios del opio se procesan y transforman en heroína en laboratorios del país. Lo restante se exporta tal cual.
En total, se cree que la heroína aporta entre $6.000 millones (2017) y $2.000 millones (2018) a las arcas afganas. En un país donde más de seis millones de personas tienen problemas para alimentarse diariamente, el opio ofrece una alternativa económica incomparable. Eso sí, tan sólo recoge las migajas de un comercio, el de la heroína, que sólo en su ruta balcánica (PDF) mueve más de $28.000 millones anuales.
Política. Un sustento amenazado. Estados Unidos llegó a invertir hasta $1,5 millones anuales en su lucha contra el opio. Sus drones volatilizaron centenares de laboratorios (PDF), pero no lograron suprimir su industria. Los talibanes tienen un gran interés en proteger las granjas, dado que se embolsan unos $200 millones al año en impuestos. Pero al mismo tiempo el estado afgano, apoyado por Estados Unidos, trata de destruirlos con regularidad, para espanto de las familias que dependen del negocio.
Sea como fuere y poco a poco, es una industria que ha ido a más. Pese a que en 2018 y 2019 el volumen de hectáreas cultivadas cayó (los precios tocaron suelo, muchas granjas se hundieron), la producción siguió creciendo hasta las 6.700 toneladas métricas en todo el país, un 50% más que en 2012 (con menor número de hectáreas cultivadas). Y ahora, con la revolución solar, la industria puede crecer con mayor autonomía.
Imagen: Mark Stroud/Flickr