La historia de la última ballena cazada en España, el 21 de octubre de 1985

A Miguel López y a Domingo de Ecenarro los separan cuatro siglos, pero los une su profesión, hoy desaparecida en la mayor parte del planeta: eran arponeros de ballenas. Quién sabe, de hecho, si en algún momento Miguel y Domingo surcaron el mismo punto del Atlántico, ya que ambos recorrieron se lanzaron al océano en busca y captura de los mayores animales del mundo.

Sí se sabe que Domingo fue uno de los arponeros de Zarautz (Gipuzkoa) que en 1586 navegó hasta Bares, el punto más al norte de Galicia, para cazar ballenas junto a otros compañeros arponeros, según acreditan documentos de aquella época. Y se sabe que Miguel fue, el 21 de octubre de 1985, el último arponero en dar muerte a un gran cetáceo en España. Era un rorcual común (Balaenoptera physalus). La ballena, una hembra de casi 18 metros de longitud, fue remolcada hasta la factoría de Caneliñas (Cee), en la Costa da Morte gallega, para ser procesada.

Estaba a punto de entrar en vigor la moratoria que iba a impedir durante un período de cinco años, sujeto luego a revisión, la pesca de grandes cetáceos en Europa. Hoy, 36 años después, el de Miguel sigue siendo el último de los millones de arponazos que se hundieron en estos gigantescos durante casi un milenio, construyendo una relación tan compleja como fascinante.

Larga historia de la caza

Los petroglifos de Bangudae, en Corea del Sur, con una datación de más de 5.000 años de antigüedad, muestran algunas de las primeras señales del aprovechamiento de los restos de los cetáceos y de lo que son, probablemente, escenas de caza.

En cuevas neolíticas se han encontrado vestigios del aprovechamiento de los huesos de cetáceos para fabricar herramientas, pero no es hasta la Edad Media cuando emergen las primeras iniciativas a una escala importante. Muchas veces es difícil discernir, con las evidencias que existen, si los humanos se lanzaban al mar abierto a por las ballenas o, simplemente, recogían los restos cuando varaban en las costas. Es posible que una cosa llevase a la otra, y que el desarrollo tecnológico acabase animando a la especie humana a perderle el miedo a estos gigantes.

Factoría de Caneliñas, en los años 20 del siglo XX. Archivo de Álex Aguilar.

Un documento de 1059 firmado en Baiona, en el País Vasco francés, regula la venta de carne de ballena en los mercados. "Una normativa de este tipo no hubiera tenido sentido de no existir un suministro regular de dichos alimentos, es decir, una actividad pesquera establecida", escribe Álex Aguilar, catedrático de Biología de la Universitat de Barcelona  y en el libro Chimán. La pesca ballenera moderna en la península Ibérica, que recorre la historia de la actividad.

Las evidencias de la industria ballenera en el País Vasco en el siglo XI son uno de los primeros pasos de una aventura que duró siglos y se mueve entre lo real y lo mítico, pero que está sostenida por una importante base documental. De Biarritz a Castro Urdiales, pasando por Getaria, Hondarribia, Lekeitio, Mutriku, Bermeo, Ondarroa o Zarautz, la ballena protagoniza los escudos municipales. En 1297, sendos sellos de Hondarribia y Bermeo representan un cetáceo arponeado desde una embarcación con varias personas a bordo, según muestra José María Unsain en su libro Balleneros Vascos. Imágenes y vestigios de una historia singular.

Tal fue la voracidad de la caza que la especie Eubalaena glacialis es conocida aún hoy como ballena vasca, o ballena de los vascos. Explica Aguilar que el comportamiento de esta especie, que acudía a reproducirse a ensenadas de poca profundidad, facilitaba su caza: los balleneros atacaban a las crías y, al salir la hembra en su protección, daban también muerte a ésta. Después de siglos de persecución, la especie comenzó a escasear, y el hambre de ballenas (y de bacalao, que también pescaban) llevó a los marinos vascos a emprender una aventura que aún hoy tiene eco al otro lado del Atlántico, en Terranova (Canadá).

Fue un avance progresivo en busca de nuevos caladeros. En el siglo XIII se documenta la presencia de balleneros vascos en las costas gallegas y asturianas. Allí, los pescadores locales comienzan a interesarse por la actividad, lo que provoca un importante impulso comercial en algunos puertos. Poco a poco, los vascos suben hacia el norte en busca de bacalao y más ballenas. Pasan por la costa irlandesa, las Islas Feroe, Groenlandia y, finalmente, Terranova y la península de Labrador. Y encuentran otra especie, la ballena polar o boreal (Balaena mysticetus) de la que aprovecharse, y que pronto diezman igualmente.

Miguel López, arponero que capturó la última ballena en España, en 1985, a bordo del IBSA UNO. Archivo de Álex Aguilar.

En la segunda década del siglo XVI, muy poco tiempo después de que las carabelas de Cristóbal Colón iniciasen la invasión de América, los balleneros vascos ya estaban asentados en Terranova, junto a portugueses, normandos o bretones. Sin embargo, su apuesta industrial y el respaldo de la Corona de Castilla les permite alcanzar durante este siglo el monopolio del comercio del aceite de ballena en Europa, el bien más preciado en aquel momento. Decenas de barcos, con miles de marineros a bordo, van y vienen entre Canadá y el País Vasco. En sus bodegas, el aceite, también llamado saín, que calentaba y alumbraba casas o que hacía de materia prima para jabones.

La odisea ballenera en Canadá no se descubrió hasta el siglo XX, cuando la historiadora británica Selma Huxley rescató los vestigios de aquella industria. Después de años de investigación, los documentos que encontró llevaron a un descubrimiento arqueológico que cambió la historia ballenera vasca: se identificaron  12 estaciones balleneras y se encontraron varios pecios de txalupas y los restos de la San Juan, una embarcación construida en Pasaia en 1563 y hundido dos años después en Red Bay. Tal es la magnitud de lo descubierto gracias a las investigaciones de Huxley que desde 2013, Red Bay está en la lista de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. Junto a los pecios se hallaron puntas de arpones, restos de hornos, talleres, ropajes de los marineros y un cementerio con más de 140 cuerpos de vascos que acabaron sus días en Terranova.

Del renacimiento a la muerte en el S. XX

Las vicisitudes políticas, el declive del recurso y la pujanza de otras potencias fueron arrebatando a los vascos el dominio de los mares. En el siglo XIX, Estados Unidos se adueña de la industria ballenera, a lomos de los avances tecnológicos. Más tarde, otra potencia marítima, Noruega, da un nuevo salto en la persecución. Gracias a innovaciones como el uso del motor de vapor, los cañones lanzaarpones de mayor calibre y la inyección de aire para impedir el hundimiento de las especies que no flotaban abrieron una mina, pero también de destrucción a escala mundial.

"Era la pesca más eficiente que ha existido nunca. Se conseguía un animal enorme, facilísimo de capturar, del que se aprovechan muchas cosas, con productos de primera calidad... Y desde el punto de vista de la inversión industrial, las ventajas eran múltiples. En los años 20 del siglo XX, las factorías tenían unos beneficios anuales de entre el 50 y el 60%", recuerda Aguilar. El progreso técnico aceleraba, por tanto, la velocidad con la que las ballenas eran exterminadas. En sus palabras:

Los balleneros aprenden que lo más rentable es ir a una zona, esquilmarla y mudarse a otra para seguir haciendo lo mismo. Los noruegos vacían Islandia, luegos las Hébridas, luego España, Terranova, la Antártida... Se instala un modo de actuar que generó una imagen muy mala de la industria.

A las costas ibéricas llegan los noruegos en la década de los XX, asociados con empresarios locales. En 1921 comienza a funcionar la factoría de Getares, en la bahía de Algeciras, y en 1924 se pone en marcha la de Caneliñas, en la Costa da Morte, al abrigo del cabo Fisterra. Y en 1925, se abre otra ballenera en Tróia, cerca de Lisboa. En apenas unos años, los cetáceos capturados se contaban por miles. En 1927, las poblaciones ya daban señales de colapso y las tres factorías se cerraron.

A cuentagotas, después de la Guerra Civil, van reviviendo los proyectos de Getares, Tróia y Caneliñas, y en Galicia se impulsan otros proyectos en Balea (Cangas), en la ría de Vigo, y en Morás (Xove) en la costa de la provincia de Lugo, donde muchos siglos atrás los balleneros vascos habían impulsado con su destreza el nacimiento de algunos puertos, como Burela o San Cibrao. Desde comienzos de la década de los 50, Galicia se convierte en el último lugar donde la pesca de los cetáceos impulsa una industria pujante antes de la prohibición. Los cachalotes y rorcuales comunes capturados vuelven a contarse por miles.

Caneliñas, en Cee, fue la más pujante de las factorías en esta última etapa. La fábrica incorpora las mejoras para la obtención de aceite y el aprovechamiento de otros materiales como las barbas, los huesos o la carne. En este último caso, la posibilidad de conservar las partes comestibles de la ballena en frío para alimentación despierta el interés del mercado japonés. Operarios nipones llegan a Galicia para instruir a los trabajadores en el corte de la carne adaptado a sus costumbres. Con el paso del tiempo, cambia el sistema de producción y el aceite y la grasa pierden relevancia frente a la carne. El negocio marcha bien. Pero todo se frena en seco.

Los excesos de décadas anteriores, unida a la creciente fuerza del movimiento ecologista, acaban conduciendo a la opinión pública y con ella a los organismos reguladores, como la Comisión Ballenera Internacional (CBI) a una actitud cada vez más crítica con la actividad. La ballena se convierte en un tótem para el ecologismo, un símbolo para denunciar los excesos del ser humano contra la naturaleza. "La gestión llegó a ser tan mala que a finales de los 70 se planteó parar durante cinco años para establecer los sistemas de gestión necesarios que evitasen el exterminio, y en 1982 se aprueba la moratoria, que entraría en vigor en el 85", explica Aguilar.

Josefina Outes, trabajadora de la factoría, cortando carne de ballena en 1974 en Caneliñas. Archivo de Álex Aguilar.
María Jesús Beiro Outes y Marcelina Outes Pérez conversan con el operario japonés Kameda, en 1980. Archivo de Álex Aguilar.

No era de esperar, sin embargo, que aquella parada fuese definitiva. "Las operaciones que estaban bien reguladas y vigiladas hubieran podido continuar desarrollándose sin mayores problemas para la especie. Se esperaba que la moratoria durase cinco años, pero después se revisaría. El comité científico hizo su trabajo y expuso las opciones para reanudar la pesca, pero la decisión política fue clara: no se permitió volver a la actividad", añade.

Así acabó aquel disparo de Miguel López siendo el último en la península ibérica contra una ballena. Caneliñas, la única factoría que aguantaba abierta, aún mantuvo una cierta actividad de mantenimiento durante años, pero acabó embargada a comienzos de los años 90. Hoy, la nave languidece casi en ruinas. En Galicia, el Museo Massó de Bueu o los Museos do Mar en Vigo y San Cibrao conservan algunos restos de la industria en el siglo XX. Pero en Caneliñas, apenas  las rampas por las que izaban a las ballenas desde la playa hasta la fábrica dan señales de que esta ensenada acogió hace pocas décadas a cientos de cetáceos cada año. Esta memoria ya borrosa contrasta, paradójicamente, con el legado secular en el País Vasco, que muestran con orgullo muchos puertos hoy en día.

En esta zona de la Costa da Morte no muchos vecinos conocen el pasado ballenero. En los últimos meses el proyecto documental Caneliñas. A Costa das Baleas, de las periodistas Paula Castiñeira y María González, está rescatando testimonios de personas que vivieron los años en los que los cetáceos llegaban a la factoría. Historias fascinantes, como las de Aina, la hija de Álex Aguilar, que contaba a sus incrédulos profesores que jugaba entre las barbas de una ballena, cobertizos en los que sobresalen costillas de ballenas de más de dos metros, artesanía hecha en dientes de cachalote u operarios japoneses bailando y disparando con una escopeta de perdigones en una verbena gallega.

Casi 40 años después, la prohibición de la pesca se mantiene, con excepciones en Japón, Islandia, Noruega y algunas comunidades árticas. Desde hace varios veranos, en las costas de Galicia se están avistando de nuevo ballenas azules (Balaenoptera musculus), el más grande de entre los grandes cetáceos. Según Aguilar, están recuperando ya niveles previos a la explotación después de situarse muy cerca de la extinción. Después de siglos de persecución, los grandes cetáceos pueden acercarse a las costas de la península ibérica sin riesgo de que algún arpón se le clave en el cuerpo.

Imagen: Archivo de Álex Aguilar

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