Hay pocos deportes tan imbricados con el terreno y la historia de las gentes que lo habitan como el ciclismo. En la mitología ciclista se conjugan al mismo tiempo las elegantes vestimentas de los ídolos del pasado, las gestas memorables y los paisajes las regiones que acogen las carreras. La campiña francesa en verano, la magnificiencia dolomítica en primavera y la melancolía lombarda en otoño. Pensar el ciclismo es pensar su paisaje, una práctica de mayor utilidad que la mitológica.
Pensemos, por ejemplo, en el Tour de Flandes. A priori la carrera define un tiempo y un lugar muy determinado: los campos del norte de Bélgica poco después del fin del invierno, cuando los días se alargan y las temperaturas comienzan a subir. Desde tiempos inmemoriales, la carrera de un día por antonomasia paraliza a toda una nación y se convierte en el mayor espectáculo ciclista imaginable en términos mediáticos y monetarios. Las televisiones se agolpan sobre las carreteras.
Por lógica y por lo imbricado de la carrera con su entorno, el Tour de Flandes parece una estupenda forma de revisar cómo ha ido cambiando el clima de Bélgica durante las últimas décadas. Y pese lo resonante de la evidencia, a pocos investigadores se les había ocurrido analizar el estado de los árboles, de las cosechas y de los arbustos de Flandes para analizar si el calentamiento global había transformado o no el paisaje de la región a lo largo de casi treinta años.
Hasta que llegó Pieter De Frenne y su equipo de la Universidad de Gante y publicó hace escasos días "Using archived television video footage to quantify phenology responses to climate change", un estudio que se vale del extenso material de archivo de la televisión belga (VRT) para comparar el Flandes primaveral de antaño y el de hoy. Y el impacto del cambio climático en él.
La respuesta es la previsible: sí. Es algo que ya conocían los aficionados al ciclismo, como se confiesa el propio De Frenne. Durante la década de los ochenta la vegetación analizada contaba con menos vegetación y flora que en los años venideros, un indicador de las temperaturas más frías y de lo alargado del invierno en tiempos en los que el calentamiento global aún era limitado. Los ciclistas utilizaban más ropa de abrigo con más frecuencia, y el sol era más esquivo.
Para el análisis, el equipo de investigadores seleccionó a una cuarentena de elementos arbóreos y vegetales presentes en el recorrido del Tour de Flandes en casi todas las ediciones. No fue difícil: la carrera acostumbra a pasar por los mismos puntos clave desde su fundación (los "berg" adoquinados, pequeñas cuestas de gran porcentaje que por su dureza y por lo riguroso del pavés marcan la diferencia entre los mejores ciclistas), y se celebra casi siempre en las mismas fechas (el primer fin de semana de abril, exactamente el domingo previo a la París-Roubaix).
Flandes, un 65% más verde
De Frenne y sus colegas medirían en una escala de 0 a 4 la densidad de vegetación de la muestra, y llegarían a la conclusión de que hoy hay alrededor del 65% más de hojas y flores en las plantas que rodean las carreteras flamencas. Lo que los ciclistas atisbaban tres décadas atrás era un espacio yermo y gris, y a lo que se enfrentan hoy es más verde y frondoso.
¿Qué significa esto? Lo que por otro lado ya sabemos: el aumento de las temperaturas está modificando sustancialmente los ciclos estacionales. De ahí que ciudades como Valencia lleguen a rozar los 30 ºC en la recta final del invierno, que las olas de calor con temperaturas por encima de los 50 ºC en lugares como Irán o Argelia sean cada vez más frecuentes, o que las olas de frío extremas en el continente europeo se combinen con inusitadas situaciones de calor en todo el Ártico.
El efecto del cambio climático en nuestro planeta es evidente. Así, mientras tipos como Martens, Raas o Kuiper debían lidiar con un frío aún casi invernal y situaciones climáticas menos benevolentes, los Terpstra, Gilbert o Sagan de nuestro tiempo han corrido en más ocasiones bajo un sol estupendo y una vegetación esplendorosa (salvedad de la última edición, pasada por agua). La imagen que asociamos a un paisaje determinado está cambiando.
Es algo que los aficionados ciclistas acostumbran a comentar, precisamente, durante esas fechas. No tanto con motivo del Tour de Flandes como de la carrera a la que precede, la París-Roubaix. Disputada en durísimos sectores de adoquín del norte de Francia, las lluvias convienten sus carreteras rurales en auténticos barrizales que dejan estampas imborrables. Pues bien, hace 16 años que el agua no complica la existencia de los ciclistas que la afrontan.
Si bien es cierto que abril es un mes de sorprendentes escasas precipitaciones en esta parte de Europa, también lo es que la frecuencia de la lluvia y el barro en el pasado era superior a la actual. Roubaix es hoy un paisaje de mucho calor y polvo, en el que la mayor parte de los ciclistas opta por finos maillots y culotte corto, frente a los más frecuentes manguitos y pantalones largos del pasado. El ciclismo se ha convertido en un testigo viviente del cambio climático.
Y gracias al interés que despierta y a las televisiones, en un excelente archivo para investigadores como De Frenne. Siguiendo su vía (sólo apta para amantes del ciclismo: el equipo tuvo que tragarse todas las ediciones del Tour de Flandes desde los ochenta), sería posible comparar cómo se adelantan determinados productos agrícolas o qué nivel de aguas albergaban los ríos y los pantanos colindantes a la carrera. Un deporte totalmente fusionado con su entorno, tanto para la maravillosa escenografía que regala como para sufrir los avatares de la mano humana.
Imagen: s.yuki/Flickr