En 2003, María Frías, una profesora de la Universidad de la Coruña, lanzó una acusación por aquel entonces sorprendente: los Conguitos, la célebre marca comercializada por Lacasa desde hacía décadas, eran racistas. "Insulta a los miles de africanos que se encuentran en España", explicó, "y sólo sirve para fomentar y perpetuar estereotipos negativos del pueblo africano". Sus palabras causaron una pequeña conmoción, especialmente en Zaragoza, ciudad de origen de la empresa.
A los pocos días, el por aquel entonces consejero de Industria, Comercio y Desarrollo de Aragón, Arturo Aliaga, respondería con firmeza a tan duras declaraciones: "No estamos para que se perjudique la imagen de las empresas aragonesas cuando Chocolates Lacasa es exquisita con las normativas medioambientales, sanitarias y con la seguridad". La historia tuvo recorrido, y El Periódico de Aragón terminaría entrevistando al diseñador del logotipo original, Juan Tudela Férez.
Sus argumentos resultan familiares diecisiete años después: "Eran unos años en los que se les daba un toque exótico a algunos productos. En esa época se produjo la independencia del Congo belga y se puso de moda una canción sobre el país en cuestión". Los Conguitos no eran sino hijos de un tiempo, 1961, donde el racismo no se conocía. O mejor dicho: no se reconocía. "En España no había inmigrantes africanos. Ni siquiera los podíamos ver por televisión, porque no teníamos (...) Las cosas hay que juzgarlas en su tiempo y su contexto. Hoy no lo habría dibujado así".
Desde entonces, la imagen de los Conguitos ha causado un sinfín de polémicas periódicas, en una suerte de serpiente veraniega que cada cierto tiempo se cuela en el debate público español. A menudo los relatos surgen de un anónimo europeo (sueco o galés, en 2008 o en 2017) que se "escandaliza" al llegar a España y descubrir la existencia de los Conguitos. El ciclo siempre se repite. Alguien vierte la acusación; tiene recorrido en redes; y miles de personas se escandalizan por semejante idea.
2020 no es una excepción.
Durante los últimos días la polémica ha gozado de un reeditado interés, en no poca medida fruto de los disturbios raciales que han sacudido a Estados Unidos. Una petición de Change.org bastante minoritaria (apenas llega a las 1.000 firmas) ha obtenido el favor de los medios de comunicación. "Tanto el propio término Conguitos como la ilustración caricaturesca de un hombre negro con grandes labios rojos convierten a este snack en un producto estigmatizador para la población negra", explica. Gran parte del jaleo ha surgido de Twitter, donde una autodeclarada nieta del "creativo publicitario" que ideó la imagen de los Conguitos ha salido en defensa tanto del autor como de la obra, hija de su tiempo.
La polémica calca a la vivida hace algunas semanas a cuenta de Lo que el viento se llevó. Cuando HBO anunció que retiraría la película de su catálogo para volver a introducirla con un preaviso sobre su contenido racista, miles de personas lo interpretaron como un revisionismo mojigato, incapaz de lidiar con el contexto histórico de la obra. Estábamos ante la enésima batalla cultural entre una generación de ofendiditos, empeñada en reescribir la historia y en entrever agravios por doquier, y otra generación harta de que manoseen y perviertan los mitos de su infancia o juventud.
El debate en torno a los Conguitos no es diferente. Gran parte de la reacción a la acusación de racismo no tiene "fundamento" y parte de un nuevo "puritanismo". ¿Cómo puede ser racista algo concebido de buena fe, sin ánimo consciente de vejar o discriminar a la población negra? "No creo que esa marca ni todo lo que tiene que ver con el producto se acerque al racismo", escribe en El Correo de Andalucía un columnista. "Apenas se veían [negros] en España porque no vivían aquí. Desde luego, no recuerdo que jamás ninguno de mis amigos comiera Conguitos pensando en que devoraba a un negro o como acto racista".
Ahí reside gran parte de la clave. El contexto cultural de principios de la década de los sesenta es radicalmente distinto al actual. Como sucediera con Lo que el viento se llevó, entender el clima de aquellos años permite comprender mejor por qué surgió y por qué tuvo éxito, sin que demasiadas personas, en apariencia, antepusieran pegas. Pero no le exime de la acusación. Que ningún español pensara en los Conguitos como algo racista no significa que los Conguitos, desde su concepción, no fueran racistas. Si acaso, es extremadamente indicativo de cómo opera el racismo.
Los Conguitos eran racistas en 1961 y lo siguen siendo en 2020.
Cómo funciona un estereotipo
El racismo, como cualquier otro ejercicio de discriminación hacia colectivos ajenos y externos, adopta múltiples metodologías. No se limita a una mera expresión de odio dirigida contra un grupo social, expresiones o actitudes (insultos, violencia) nítidamente reconocibles, sino que abarca otras formas, muy a menudo inconscientes. El estereotipo es una de las más claras. Caracterizaciones exageradas, descripciones despectivas, retratos que desdibujan al otro y lo convierten en una parodia, en un cliché.
Cuando Fedimar comercializó por primera vez a los Conguitos lo hizo con un marcado toque exótico y asalvajado. Uno de sus primeros anuncios resiste pocas interpretaciones a día de hoy: una familia en el corazón de la selva africana abandona su choza y se dispone a dar un paseo, lanza en mano, en busca de una presa que ensartar. El padre exclama vocablos bárbaros con una voz grave. Sus hijos, todos semidesnudos, le acompañan en lo que podemos suponer un día como otro cualquiera.
Variantes posteriores redundaban en similares descripciones físicas. El africano como un ser humano apartado de la civilización, tan distinto a nosotros, y físicamente en nuestras antípodas. Lo exagerado de sus rasgos (unos labios prominentes y gruesos, un cuerpo achatado y redondo, cabezas lisas y gigantescas) contribuía a marcar una línea definitoria entre nosotros y ellos. Una línea satisfactoria desde el punto de vista europeo, porque reafirmaba las ideas preconcebidas que pudiéramos tener sobre el hombre negro. Poco desarrollado, salvaje, brutal.
No es algo particular de los Conguitos. Tales descripciones han servido desde tiempos inmemoriales para ahondar en discursos discriminatorios hacia las poblaciones negras. Es algo muy evidente en Estados Unidos. Una amplia panoplia de estereotipos, casi siempre dependientes de descripciones físicas rayanas en lo grotesco, contribuyeron a reafirmar un discurso esclavista y colonial mediante el que el orden establecido (ya fuera la esclavitud o la segregación) quedaba legitimado. Eran ideas que permeaban de manera no siempre consciente en la mente de los estadounidenses. Pero que justificaban un racismo formal e informal.
Ahí residía el poder del estereotipo. Como se explica aquí, operaba sobre "estructuras cognitivas que contienen el conocimiento, las creencias y las expectaciones percibidas sobre un grupo humano". Aquellas descripciones e ideas se fusionaban y se entremezclaban con la realidad. Difuminaban la naturaleza y el carácter del otro, distorsionando nuestra percepción sobre lo que es real y lo que es paródico. No es sino un cuando el río suena agua lleva aplicado a las relaciones raciales, una proyección de nuestros prejuicios. La caricatura se convierte en nuestra peculiar interpretación de la realidad, una caricatura siempre negativa y discriminatoria.
De ahí que prácticas teatrales tan arraigadas en su momento en Estados Unidos, como el blackface, sean hoy objeto de fuerte censura. Aquellos disfraces, por defecto, legitimaban ideas y visiones sobre la población negra que siempre tenían un alto componente despectivo, cuya intención última no era sino hacer escarnio y reafirmar la superioridad racial sobre la que se sostenía el sistema esclavista o el segregacionismo de los estados del sur. Cuando un blanco, hoy, se pinta la cara de negro no puede obviar este contexto, por muy buenas que sean sus intenciones.
España y Europa en su conjunto no han sido ajenas a estas prácticas. Ahí tenemos a los Zwarte Piet holandeses, tan polémicos como los Conguitos. Ahí tenemos los anuncios históricos de Cola-Cao ("Yo soy aquel negrito, del África tropical"), poco menos que una apología de las plantaciones esclavistas. Y ahí tenemos la multitud de estereotipos e ideas racistas que siguen permeando aún hoy nuestra imagen del pueblo gitano. Ideas, por cierto, muy combatidas por las asociaciones gitanas, como la retirada de la definición de gitano como "trapacero" en el DRAE ilustra.
Parecen cuestiones triviales, pero no lo son. El modo en que representamos el mundo en que nos rodea, y muy especialmente las sociedades y las culturas que nos rodean, tiene una importancia crucial en el moldeado de ideas y actitudes. Si la única descripción de un grupo racial consiste en taparrabos, lanzas y canibalismo (esas ollas donde una tribu africana terminaba cocinando a algún blanco despistado en multitud de tebeos), es poco probable que puedas imaginarlo diseñando alta tecnología u operando a corazón abierto. Y por tanto que le abras la oportunidad.
¿Qué hacemos con nuestro racismo?
Como es natural, la línea que divide lo aceptable de lo racista no es estática. Cambia y se transforma con el tiempo, en función de las sensibilidades sociales y culturales de cada época. Es probable que en la década de los sesenta pocos españoles se plantearan el sustrato racista y discriminatorio de una caricatura que transformaba a los habitantes del Congo en meros dulces, en un reclamo de márketing. Cincuenta años después, y mucho antes, como ya hemos visto, la realidad es otra.
Es algo de lo que Lacasa ha sido consciente durante las últimas décadas. La imagen de los Conguitos, tan icónica para miles y miles de personas, se ha ido modulando con el tiempo. Sus últimos anuncios televisivos no ahondaban en un sustrato tan explícitamente racista como los primeros. Las referencias a las tribus salvajes en medio de la selva, Tarzán incluido, aminoraron con el tiempo. En 2011, la figura del conguito cambió de forma radical, perdiendo sus característicos labios.
Como explica nuestro compañero Fernando de Córdoba, ya en los noventa Lacasa trató de redefinir a los Conguitos no tanto como una tribu perdida de la mano de Dios en el corazón de África como una colección de iconos pop negros (Tina Turner, Stevie Wonder), transformando una descripción estereotipada y negativa del pueblo africano en una suerte de apología de la cultura negra (afroamericana). Aquellas pequeñas transformaciones siempre encontrarían resistencia. En el Dakar de 2018 Jesús Calleja recorría el desierto africano... Con un conguito clásico.
Ya no hay lanza, ya no hay labios, pero el nombre pervive. La idea original sigue ahí, impertérrita. En Marca por Hombro propone varias ideas para Lacasa: desde convertirlo en una submarca de Lacasitos hasta hacer desaparecer a los Conguitos por completo, pasando por una variedad o un endoso de Lacasitos. Restarle importancia, asociarlo a un producto muy similar pero con menor conflictividad mediática. Es algo habitual en multitud de productos, desde las Natillas (hoy Danet) hasta los Petit Suisse (hoy Danonino), pasando por Míster Proper (Don Limpio).
En cualquiera de los casos, Conguitos será una marca problemática hasta el fin de sus días, si es que llega. Participa de forma informal en un racismo muy arraigado en las sociedades occidentales, uno implícito y subconsciente, pero presente al fin y al cabo. Nada de esto implica que Lacasa sea una empresa racista. O que nosotros cometamos un acto racista al consumir unos Conguitos. La existencia de los Conguitos no supone una discriminación práctica de la población africana en España.
Su problema es otro. Opera sobre estereotipos e imágenes, en el marco de las ideas. Lo que sesenta años atrás parecía aceptable, y lo era a todos los niveles sociales y mediáticos, hoy lo es un poco menos. No se trata de una enmienda a la totalidad de sus creadores, ni un juicio moral que deba colocarles en la picota pública a posteriori. Se trata, más bien, de reflexionar sobre cómo surgieron y cómo siguen operando aún hoy estereotipos que son perjudiciales para un grupo. Y en ese camino, los Conguitos son un ejemplo muy explícito.
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