Parece evidente que el futuro de la industria automovilística pasa por el desarrollo y la plena implantación del vehículo eléctrico. Hacia allí apuntan los objetivos de emisiones fijados por la mayoría de países desarrollados, las nuevas tendencias urbanísticas e incluso el rápido avance tecnológico. Se trata de una transición en pañales, sólo consumada a gran escala en Noruega, y que obligaría a una transformación significativa de nuestro modelo impositivo.
Transformación que Australia ya está debatiendo.
¿Qué sucede? Que dos de sus regiones, Victoria y Australia del Sur, han anunciado la introducción de un impuesto a la carga del vehículo eléctrico. De aprobarse, sus usuarios deberían depositar en las arcas públicas 2,5 céntimos de dólar por cada kilómetro. Una cifra inferior a los 42,3 céntimos por litro sufragados por los coches de combustión, pero que dispararía el coste anual de cada coche eléctrico en unos $300 dólares (250€). Victoria prevé recaudar unos $30 millones anuales.
¿Por qué? Sendos gobiernos, conservadores, justifican el ingreso desde un punto de vista exclusivamente económico. Los hidrocarburos son una importante fuente de ingresos para cualquier hacienda pública. Los vehículos eléctricos deben compensar parte del lucro cesante. La medida ha generado una fuerte polémica. Organizaciones progresistas, como el Australian Institute, han bautizado el gravamen como un "impuesto a la no contaminación", a una externalidad positiva.
Desincentivo. Los impuestos tienen dos funciones: recaudar y desincentivar las actividades que el legislador considera indeseables o perjudiciales para la sociedad. La carga impositiva de los hidrocarburos contrarresta las numerosas externalidades negativas que su consumo arrastra. La principal es la salud. Sabemos que los vehículos de motor a combustión tienen un efecto perjudicial en el aire que respiramos.
¿Tiene sentido aplicar el mismo criterio a los eléctricos? En el caso de Australia el objetivo es tapar el agujero presupuestario que dejaría el decreciente consumo de gasolina. A priori, ese dinero podría ir a sufragar el mantenimiento de carreteras. Pero tendría un efecto indeseado: haría que adquirir un EV fuera una adquisición menos atractiva.
Desgravaciones. Pensemos en la Unión Europea, por ejemplo. En mayo la Comisión deslizó una propuesta destinada a abaratar el elevado precio del vehículo eléctrico: retirarle el IVA. En España (21%) la medida reduciría el precio del Nissan Leaf de los 35.000€ a los 29.000€, un ahorro de unos 6.000€. Como desgranaron nuestros compañeros de Xataka hace dos años, la clave del éxito noruego reside en su sistema de incentivos fiscales. Los coches eléctricos son en la práctica más baratos.
Es una tendencia seguida por otros países. Francia tantea un impuesto de matriculación de 40.000€ para los coches que emitan más de 220 g/km de CO₂. En España, son los propios fabricantes los que reclaman ayudas más generosas (menos impuestos) para los EV. Su impuesto de matriculación es ya inexistente (que no el de sobre Vehículos de Tracción Mecánica).
¿Cuadran los números? Pero más allá de los incentivos, conviene repasar las cifras de recaudación para entrever si un impuesto específico al coche eléctrico tendría sentido. En España, el de hidrocarburos es uno de los más efectivos, con unos €12.000 millones anuales, a los que habría que sumar otros €7.000 millones en concepto de IVA. Es un pellizco muy importante de los presupuestos generales del Estado, sostenidos sobre una recaudación anual que ronda los €200.000 millones.
Parece una aportación insustituible.
¿Lo es? Sólo si valoramos los ingresos asociados a los hidrocarburos... Y no los costes. Es aquí donde entra en juego el déficit energético, la diferencia entre la energía que exportamos y la que importamos. Al carecer de recursos propios, España invierte anualmente unos €24.000 millones en la adquisición de carbón, gas y petróleo (es decir, combustible). En agregado, el déficit energético se dispara a los €13.000 millones (aunque ha alcanzado picos de €20.000 millones). Similar a la recaudación.
Es el principal agujero en las cuentas públicas españolas. Su déficit comercial corriente, descontando energía, ronda los €4.000 millones.
Una por otra. Es decir, en una hipotética transición al coche eléctrico España dejaría de ingresar una suma nada desdeñable de dinero... Pero también reduciría su déficit energético de forma sustancial. A partir de ese equilibrio los estados deberán diseñar sus políticas fiscales del futuro, contando, además, con que el dinero recaudado por hidrocarburos no se dedica en exclusividad a cuestiones relacionadas con el mantenimiento de infraestructuras (no es una partida específica).
A corto plazo, la mayoría de países han optado por incentivar los eléctricos. Australia ha abierto una vía distinta.
Imagen: Andrew Roberts/Unsplash
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