Tras el plan de estímulos por coronavirus, la deuda nacional estadounidense creció en 1.9 billones de dólares (trillones en inglés). Ahora la administración Biden ha anunciado que quiere ampliar el gasto público con un plan de infraestructuras, cambio climático y mayores coberturas sociales, entre otras, con una factura que estará entre los dos y los cuatro billones de dólares. Como no sería muy popular o conveniente aumentar ad infinitum la deuda pública, de algún lado tendrá que salir la financiación de este programa, y he aquí la nueva y ambiciosa reforma fiscal que será el quebradero de cabeza de los representantes en los próximos meses.
La mayor subida de impuestos federales desde 1993, con Bill Clinton. Esta es la fecha señalada por Bloomberg como la última ocasión en que se legisló para incrementar la recaudación empresarial en lugar de bajarla. Ni siquiera Obama en sus ocho años hizo modificaciones de este calado. En este plan se incluyen objetivos como aumentar el alcance de los impuestos tanto al patrimonio como al de sucesiones, subírselos también a las rentas de los trabajadores por cuenta ajena ricos (los que ganen más de 400.000 dólares al año) e introducir un gravámen a las transacciones financieras (una especie de “Tasa Tobin sólo para ricos”). Pero lo más relevante será lo siguiente:
Aumentar el impuesto de sociedades de forma directa y limitar los beneficios de las multinacionales. Biden subirá el tipo legal del actual 21% al 28%. Trump lo bajó al 21 en 2017 y con Obama estaba al 35%. De todas maneras, allí el tipo legal, como también ocurre en el resto de países, sigue siendo mucho más bajo que el que pagan las empresas de forma efectiva por mil y un razones y que tiene como consecuencia que el ciudadano pague, de media, más que Facebook o Amazon.
Es aquí donde Biden pretende cambiar algunas cosas: para evitar que las empresas rentables se acojan a exenciones, todas las empresas estarán sujetas a partir de ahora a un impuesto mínimo alternativo (AMT) del 15% sobre las ganancias contables (también las del extranjero) a partir de 100 millones de dólares anuales. Habrá también otras disposiciones con la intención de garantizar que las empresas multinacionales no puedan evitar impuestos sobre las ganancias generadas fuera de sus fronteras mediante lagunas legales. Según un estudio del Instituto de Política Tributaria y Económica, las empresas del Fortune 500 (como nuestro Ibex 35) pagaron en promedio en 2018 un 11.3% de impuestos sobre sus ingresos, y de ellas 91, entre las que se incluyen Amazon, Chevron o IBM, no pagaron ni un céntimo. En Europa pasa algo parecido también con las grandes empresas, especialmente las tecnológicas, y aquí nos vamos a:
Impuesto mínimo global: reducido a eslogan, una solución a los paraísos fiscales. Su propuesta es imponer un gravamen del 21% por impuesto de sociedades a aplicar sobre las ganancias que obtienen las empresas estadounidenses... en cada país en el que operen. Sería casi doblar lo que se ingresa de forma efectiva ahora mismo por las ganancias extraterritoriales. Acabar con el sándwich holandés o el doble irlandés (los irlandeses, por cierto, ya están preocupados), aunque aún faltan muchos detalles por desvelar. Lo que sí se pondrá en marcha es un plan político por el que, a través de la OCDE, se promueva que ese impuesto mínimo lo apliquen también otras grandes economías a las que también afecta esa competitividad financiera global. De esta forma Estados Unidos se erigiría como la potencia que, hasta la fecha, más ha hecho por luchar contra la elusión fiscal, adelantando por la izquierda a la Unión Europea.
El tiempo pasado no fue mejor: los recortes de impuestos de Trump que favorecían a los más ricos se vendieron como una política de efecto derrame o “trickle down economics”: a tasas más bajas tasas, las empresas se harían más competitivas y beneficiarían en último término a la economía del país y a su sociedad. Los economistas favorables al plan demócrata arguyen que, lejos de los objetivos que planteó la anterior administración, el PIB de EE.UU. se mantuvo en los años siguientes en un crecimiento estanco mientras que los ingresos del Estado cayeron en 1.5 billones de dólares, aumentando así el déficit. En macroeconomía es difícil establecer una línea de correlación entre un fenómeno y otro, el incumplimiento del objetivo podría deberse a otros motivos. Ahora bien, sí es cierto que la mayor inversión de las empresas tras el regalo económico no fue en infraestructuras y empresas, sino en “capital intelectual”.
¿Y podrá Biden aprobarlo? Primero tendrá que convencer a los propios. Hay demócratas para los que la propuesta se queda corta y otros que la tildan de demasiado ambiciosa. Además hay rifirrafes acerca de la segunda parte del plan: en qué gastarlo. Mientras algunos consideran que el gasto en infraestructuras es bueno (a ojos europeos el estado de sus servicios ferroviarios, medio más resiliente que el aéreo ante un futuro post cambio energético, es muy muy pobre), otros consideran que es creación de empleo excesivo e inútil, y hay quien piensa lo contrario pero sobre la propuesta de inversión estructural en la “economía de los cuidados”, que sería un gasto social innecesario mientras que sus defensores creen que la liberación del tiempo y la deuda de las personas ahondará en el beneficio de la economía.
Pero una vez salvada la batalla dentro de casa, podrán aprobarlo por medio de un instrumento parlamentario conocido como “reconciliación”, que es como se han venido aprobando muchas de las últimas grandes reformas fiscales de las últimas dos décadas, que no necesitaría del apoyo de los rivales políticos y que es un poco el equivalente a nuestro decreto ley, un procedimiento que nació sin ser pensado para eso y que, a medida que se abuse más de él, podrá acabar siendo más fácilmente ser tildado de movimiento inconstitucional.
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