Josh Shapiro, fiscal general del Estado de Pensilvania (y héroe de esta historia), ha entregado esta semana la última bomba que ha sacudido la reputación de la iglesia católica. 1.300 páginas de informe, 70 años de historia, 300 sacerdotes implicados y más de mil niños abusados, una cifra que, según los investigadores, podría ser mucho mayor. Y todo esto sólo en uno de 50 estados.
Como ya es habitual ante las noticias de escándalos pederastas de esta institución, el daño era sistemático en el seno eclesial, conocido por todos, y el encubrimiento por parte de toda la Iglesia, llegando hasta el Vaticano, continuado. Pero la cosa va más allá: según el informe hubo fiscales que cancelaron investigaciones de curas acusados “para prevenir publicidad desfavorable” hacia la Iglesia, cosa que servía como favor político para que estos funcionarios hiciesen después carrera en la zona.
Qué tiene de especial el informe de Pensilvania: el alcance descriptivo de la connivencia entre el sistema religioso y político del estado y, sobre todo, lo escabroso de las descripciones de los abusos. Se habla de redes de curas realizándole prácticas sadomasoquistas a varios niños, otros que se “intercambiaban” pornografía de las víctimas y a las mismas víctimas entre sí; niños de nueve años obligados a realizar sexo oral para después lavarle la boca con agua bendita “para purificarlo”. Sacerdotes sancionados por pedofilia entre los suyos que son después trasladados a Disney World. Sistemas de marcaje de los niños abusados (cadenitas de oro) para que el resto de religiosos supiesen de qué menores de la provincia podían seguir abusando... Y así, hasta mil casos. Muchos de los culpables están ya muertos, los delitos han prescrito o ambas.
Rendición de cuentas pública: en ello se encuentra la opinión pública estadounidense, que tiene muy recientes un par de hechos. Aunque los abusos y la cobertura de la Iglesia de sus propios escándalos lleva en la agenda informativa desde los años 80, el escándalo de los 86 niños que descubrió el periódico The Boston Globe (y visto en el cine en Spotlight) sigue un patrón idéntico a este, con lo que se teme que los abusos de los sacerdotes de estas dos regiones no sean más que la punta del iceberg de unos crímenes sistemáticos y un encubrimiento organizado de magnitud mundial.
McCarrick: los seguidores católicos estadounidenses también recuerdan el caso del cardenal Theodore McCarrick, poderosísimo arzobispo en Washington a la espera de un juicio canónico según el Vaticano pero del que, investigando, se ha visto que los altos mandos eclesiásticos lo habían todo desde hacía décadas. Con el informe de Pensilvania se ha llegado a un momento crítico. El temor es si es ya una cuestión irreversible de daño a la institución católica. Los conservadores, muchos de ellos protestantes, han aprovechado este escándalo para atizar mediáticamente al Papa, con el recuerdo de que hace poco Francisco condenó la pena de muerte (práctica que los republicanos defienden). En los últimos días hemos visto cómo hasta los evangelistas normalmente favorables al Papa han dicho que “el silencio del Vaticano acerca de este asunto es inquietante”.
Comisión Pontificia para la protección de menores: Juan Pablo II escondía el asunto bajo la alfombra y daba largas sobre este escándalo. A Benedicto XVI le tocó preocuparse por esta incipiente crisis de credibilidad de la institución, y, a parte de excomulgar a 400 eclesiásticos violadores durante su mandado, se limitó a la condenación pública a medida que salían los múltiples casos. El Papa Francisco ha sido quien más lejos con las reformas, haciendo creer al mundo que están encaminados a un propósito de enmienda, y célebre fue su propuesta de una Comisión específica, aunque dos de sus miembros, supervivientes, se marcharon dando un portazo y denunciando inadmisibles resistencias de la curia. Sólo habría sido una medida cosmética.
No pederastas, homosexuales: otro de los puntos más controvertidos del tratamiento del asunto por parte de la Iglesia es el haberse desentendido constantemente de su responsabilidad. Cuando se empezó a filtrar que la Santa Sede conocía todos estos asuntos y que los hombres salpicados eran constantemente reubicados en su organigrama, muchos eclesiásticos salieron con los códices canónicos en mano alegando que no era tarea suya condenar a sus ovejas negras. Peor aún fueron testimonios e informes propios que definían los abusos no como un problema de violencia y pederastia, sino como la consecuencia de la orientación sexual de estos miembros. La homosexualidad es la culpable de violar a menores. Francisco ha evitado referenciar el informe de Pensilvania en su última aparición pública, pero no podrá obviar este porrazo de realidad por mucho más tiempo.
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