En 2014 los habitantes de Kiruna se percataron de un inusual drama: el suelo sobre el que se aposentaban sus casas se estaba derrumbando.
La ciudad es la más septentrional de Suecia, en plena Laponia, más allá del Círculo Polar Ártico, y existe al abrigo de la reserva de mineral de hierro más grande del planeta. Fundada en 1948, la mayor parte de su población depende de las grandes explotaciones mineras de la zona para su sustento diario. Sin embargo, setenta años de intensa y provechosa actividad minera han pasado su factura al subsuelo de Kiruna.
Y ahora se cae.
En 2016 hablamos de su peculiar caso. La abrumadora mayoría de las edificaciones de Kiruna (de 18.000 habitantes) se construyeron en las cercanías de las gigantescas minas de hierro. El punto de no retorno de la erosión del suelo las ha colocado en un peligro mortal. Su destino está sellado, es una certeza. Conscientes de ello, tanto el ayuntamiento como el gobierno sueco ha iniciado un plan fantasioso: mover la ciudad tres kilómetros.
Diseñada por la firma de arquitectos White, la mudanza de la ciudad se prolongará, en el mejor de los casos, hasta mediados de este siglo. Pero el proceso ya se ha iniciado. Algunos vecinos ya disfrutan de sus nuevos hogares más allá de la línea de peligro, y el pasado mes de noviembre se inauguró el primer edificio público en Nueva Kiruna. Se trata del ayuntamiento, ideado por la firma danesa Henning Larsen, y luce fantástico tanto en su exterior como en el interior.
Es un hito relevante, dado que el edificio no sólo ejerce de sede del gobierno de la ciudad, sino también de epicentro de la vida municipal y urbanística. Uno de los grandes aspectos positivos del traslado es el reordenamiento y rediseño de Kiruna. Originalmente construida sin planificación en los alrededores de las minas, la localidad actual es, como tantas otras, altamente dependiente del vehículo privado y poco eficiente en el reparto de su espacio.
White y las autoridades municipales han diseñado una ciudad de carácter moderno y basada en las ideas urbanísticas y arquitectónicas en boga. El objetivo es haber construido más de 3.000 viviendas antes de 2040, aunque los planes originales para la mudanza completa se extendían hasta 2100.
El proceso es relativamente simple: un consorcio público (compuesto por el gobierno municipal y Luossavaara-Kiirunavaara Aktiebolag, la empresa minera que funciona como principal empleador del pueblo) adquiere las viviendas de los vecinos a un 25% por encima del precio de mercado, de tal modo que los habitantes tienen dinero suficiente para adquirir sus nuevos hogares tres kilómetros más allá. El traslado será paulatino.
Como vimos en su momento, la mayor parte de los habitantes de Kiruna interpreta el proceso como algo inevitable. De otro modo la supervivencia de la ciudad corre serio peligro. Las cifras del proyecto son impresionantes: se limpiarán alrededor de 200.000 metros cuadrados, se demolerán más de 3.000 inmuebles y el consorcio público tendrá que invertir unos 400 millones de euros en el proceso. El alto precio a pagar por la pervivencia de un pueblo.
Por supuesto, la peculiar mudanza (repleta de retos logísticos, como sólo la movilización casi soviética de una ciudad a tres kilómetros de su actual situación puede plantear) cuenta con ciertas reticencias. Hay quien duda de que las compras estipuladas por el consorcio contribuyan a costear las nuevas viviendas de la nueva Kiruna. A cambio, eso sí, sus vecinos ganarán un gigantesco espacio verde allí donde la ciudad desaparecerá.
Pese al inmenso reto que los habitantes de Kiruna tienen por delante, el radiante aspecto del nuevo ayuntamiento ofrece una pista de las numerosas bondades del traslado. La ciudad podrá ser construida de cero, incorporando innovaciones tecnológicas y urbanísticas que la coloquen a la vanguardia de la movilidad y de la vida urbana. En esencia, es un reset que permitirá a sus ciudadanos, quizá, disfrutar más de su ciudad.
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