Y se llama obesidad.
¿Epidemia? Teniendo en cuenta otras epidemias recientes como la de Ébola o la del virus del Zika, ¿no es un poco exagerado llamarlo así? Bueno, solo si entendemos que los 1.900 millones de personas con sobrepeso y los 600 millones de personas con obesidad no son una epidemia. La dura realidad es que, si nos atenemos a los datos, la obesidad ya es uno de los grandes problemas de salud del mundo y para solucionarlo no basta con ponernos a dieta.
La enfermedad de las ciudades
Así que sí, es una epidemia en toda regla. Reconocida ya por la Organización Mundial de la Salud, los profesionales son conscientes de que, con las tendencias actuales, el número de personas con sobrepeso doblará la población China en muy poco tiempo. Es hora de reconocerlo: el mundo está engordando a marchas forzadas.
Y es especialmente preocupante porque, aunque habitualmente la obesidad se considera un problema de gente rica o acomodada, la obesidad está creciendo en todos los países del mundo. La explicación es sencilla: la obesidad y el sobrepeso son problemas propios de las ciudades, del estilo de vida de la ciudad. Y, por primera vez en la historia, ya vive más gente dentro de las ciudades que fuera de ellas.
¿Qué es la obesidad?
En realidad, la obesidad, como tal, es sencillamente el resultado de un desequilibrio energético entre las calorías que se consumen y las que se gastan. Este desequilibrio genera un exceso de tejido adiposo (de grasa) que, con el tiempo, puede acabar generando problemas de salud.
Esto es importante: el peso no es un indicador fiable de la salud. Es decir, "estar gordo" no es equivalente a "estar enfermo". Más aún, varios metaanálisis recientes han descubierto que el sobrepeso no se relaciona con un incremento en la mortalidad con respecto al normopeso.
No obstante, la obesidad sí que va acompañada de un riesgo bastante considerable en el desarrollo de otras enfermedades, como los problemas cardiovasculares, la diabetes, los trastornos del aparato locomotor (sobre todo, los problemas de las articulaciones) y, por si fuera poco, aumenta el riesgo de algunos tipos de cáncer (especialmente los de endometrio, mama, ovarios, próstata, hígado, vesícula biliar, riñones y colon).
¿Por qué estamos engordando?
Esta es la pregunta clave dentro de la salud pública. ¿Por qué estamos engordando? La respuesta no es trivial. Sobre todo si tenemos en cuenta que todos los animales del mundo están engordando.
Sin descartar otros factores, en el caso de los humanos, la clave ha estado en el proceso de urbanización y sedentarización. Vivir en ciudades ha hecho que comamos más (aumentando la ingesta de alimentos procesados con alto contenido calórico) y que nos movamos menos (reduciendo nuestra actividad física de forma muy significativa).
Estos dos fenómenos han contado con la inestimable ayuda de nuestra biología, que aún no está evolutivamente optimiza para este tipo de vida; de las diferencias individuales, no todos tenemos la misma propensión para acumular peso; y los problemas de estilo de vida y alimentación derivados de la dificultad de adaptarse culturalmente a la urbanización apresurada.
Las dietas no son una solución
Siguiendo la lógica de la que hemos hablado más arriba, la pérdida de peso se plantea como algo que va a mejorar la salud. Y las dietas se venden como la estrategia estrella para conseguirlo. Esta idea se ha hecho tan popular que permea toda la sociedad: un 34% de las alumnas de secundaria están o han estado a dieta en el último año.
Es un error: ponerse a dieta es una mala idea. Las dietas, tal y como las entendemos normalmente, se basan en restricciones alimentarias y solo producen una pérdida de peso a corto plazo. A medio plazo, el peso se recupera o incluso se supera en la mayoría de los casos.
Los datos disponibles no avalan la idea de que, en general, las dietas lleven a una pérdida de peso duradera o beneficios para la salud. De hecho, pueden tener consecuencias adversas (y 2): incrementan la preocupación por la comida, la pérdida de control al comer, los atracones, la fluctuación de peso o el malestar emocional.
Es decir, en determinados casos, el remedio puede ser peor que la enfermedad. Así que no, es mejor no ponerse a dieta a no ser que se bajo supervisión de un profesional. No conviene ponernos a dieta por nuestra cuenta.
Y, entonces, ¿qué hacemos?
La solución no puede venir de "esfuerzos heroicos de autocontrol", sino que deben venir de un cambio profundo en el estilo de vida. La investigación actual insiste en que debemos de olvidarnos del peso y centrarnos en los hábitos saludables, y luchar un poco contra esa cultura de la alimentación en la ciudad de rápido y ya.
Y hay tres ideas básicas para ello: Aceptar nuestro propio cuerpo; promocionar la actividad física como una forma de ocio y no como una forma de perder peso; y sobre todo, naturalizar el acto de comer: esto es, comer cuando se tiene hambre o, lo que es lo mismo, comer por razones físicas y no emocionales, detectar la señales internas de hambre y saciedad.
Es decir, la única forma que nos da la ciencia para enfrentarnos a la obesidad es, precisamente, aprender a comer de nuevo. Y eso no es una tarea individual, sino social. Una tarea en la que los gobiernos, los sistemas educativos y los profesionales de la salud tienen mucho que decir.
Imágenes | Marjan Lazarevski, Alan Cleaver
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