Se ha convertido en el sueño de todo nuevo emprendedor: generar una idea, ponerla en marcha por muy poco dinero, hacerla exitosa y encontrar un comprador por un millón de dólares. Hacerse millonario, vivir la vida.
El universo start-up está repleto de ejemplos que testan la fórmula del éxito del siglo XXI: la de ganar mucho dinero muy rápidamente gracias a ideas innovadoras que rompan el mercado. También está repleto de fracasos. Pero nadie se acuerda de ellos. Como nadie recuerda que, un siglo atrás, antes de la era del pequeño-emprendedor-que-todos-llevamos-dentro, las grandes ideas que podían definir décadas de hábitos de consumo valían menos. Mucho menos.
Es el caso de Ruth Wakefield, la mujer que inventó las cookies tal y como las conocemos y que, a cambio, ganó un dólar. Sólo un dólar.
Si no tienes chocolate en polvo, ponle pepitas
La de Wakefield es la historia de una brillante mujer que, puede que por accidente, descubrió el invento que habría de grabar su nombre con letras de oro en la historia de la gastronomía (o de la glotonería) mundial.
Su particular epopeya comienza en 1903, cuando nace en East Walpole, Massachusetts. Licienciada a los veinte años en la Framingham State University, comenzó su carrera académica dando clases sobre cuestiones dietéticas y gastronómicas. A los pocos años de salir de la universidad, en 1930, se había casado y había adquirido una casa de campo en su estado natal. Nombrada The Toll House Inn, una antigua casa de posta y de descanso para los viajeros provenientes de la ciudad, sería el hogar de su invención culinaria.
Al igual que otras casas de posta semejantes en la época, una edad en la que los caballos continuaban utilizándose como herramienta de transporte y en la que los tiempos de viaje eran mucho más altos, The Toll House Inn ejercía de posada y de atractivo turístico. Y en ella, las comida tenía un papel clave.
Wakefield cocinaba para sus invitados y huéspedes. Un día de 1938, mientras horneaba unas galletas de chocolate, cayó en la cuenta de que se había quedado sin chocolate en polvo. Era indispensable para otorgar el sabor dulce y el color amarronado a las galletas, de modo que tuvo que idear una alternativa. ¿La solución? Trocear una barrita de chocolate Nestlé e introducirla en las galletas antes de hornearlas.
Aquí es donde la historia diverge. Comúnmente, se ha tendido a interpretar el hallazgo de Wakefield como un accidente. La cocinera aspiraba a que los trocitos de chocolate se disolvieran y se esparcieran por todas las galletas. Sin embargo, Wakefield, años después, defendía lo contrario: los había colocado de forma explícita así, y los había introducido en la masa no para que se fundieran, sino para que pervivieran como pepitas de chocolate.
Sea como fuere, la receta fue un éxito. Y encantó a sus invitados.
De la Segunda Guerra Mundial al país entero
Pero fue más allá. Las galletas tuvieron un recibimiento tan glorioso que pasaron a llamarse Toll House Crunch Cookies, y resonaron en todo el estado de Massachusetts. Fueron reseñadas y mencionadas en los periódicos locales de Boston, y dispararon las ventas y el trabajo de Wakefield. Y dado que las galletas llevaban de forma invariable chocolate Nestlé incrustado, las ventas de las tabletas de la marca de lácteos también crecieron, lo que llamó la atención del gigante empresarial.
La popularidad de Wakefield no surgía de la nada. En 1930 había editado Toll House Tried and True Recipes, un libro de recetas de tremendo éxito. Ocho años después tuvo que reeditarlo incluyendo la receta de las cookies.
El punto de inflexión, sin embargo, llegó con la Segunda Guerra Mundial. Convertidas ya en una institución local, las galletas también llegaron al campo de batalla. Las madres de los soldados las compraban en The Toll House Inn y se las enviaban a sus hijos en el frente. Allí las deleitaban con gusto, pero también con la mirada envidiosa de todos aquellos muchachos que no eran de Massachusetts. Tan codiciados objetos eran que soldados de Kansas, California y Michigan comenzaron a pedirlas también.
¿Resultado? Un éxito nacional, una mina de oro, un target gigante.
Conscientes de ello, en Nestlé se pusieron manos a la obra. Y decidieron comprar las galletas de Wakefield. La cuestión era, ¿cuánto les iba a costar? Un dólar. Wakefield decidió entregar los derechos de producción por un sólo dolar a cambio de dos cosas: tanto que su receta original (y su nombre) apareciera en las cajas de producción de cookies de Nestlé (sigue siendo así hoy en día) como que tuviera asegurado de por vida todo el chocolate Nestlé que deseara. Gratis. Dicho y hecho, vendió su éxito por un sólo dólar.
Una ganga, aunque Nestlé tendría que proveerle de su chocolate hasta el final de sus días, en 1977. En New Yorker se explica que, posiblemente, Wakefield, dadas sus dotes culinarias y su conocimiento académico de la gastronomía, trabajó como experta para la compañía durante años.
Fuera así o no, ya había hecho historia: crear la receta de la galleta más exitosa del mundo y legarla para la posteridad.
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