Estamos perdiendo la batalla contra la obesidad, y lo peor de todo es que está siendo una lucha cruel y despiadada en la que sólo uno de los bandos parece querer ganar. Así lo comunica la Organización Mundial de la Salud al afirmar que nuestro futuro está condenado a una escalada constante del sobrepeso y los problemas derivados por él, mientras que las soluciones impuestas por los gobiernos suscitan más dudas que resultados.
El aumento de la obesidad en India
El estado de Kerala, en India, se suma ahora a un impuesto contra la obesidad que ya hemos podido ver en otros países. Allí, un incremento del 14,5% en los precios de comida procesada de las principales franquicias de comida rápida de la zona está destinado no sólo a intentar concienciar a la sociedad sobre los alimentos que consumen, sino que también quiere reducir la velocidad a la que la conocida como comida basura está barriendo terreno a la tradicional.
El crecimiento de la industria de comida procesada en el país ha comportado que las principales ciudades indias hayan catapultado la obesidad a índices de epidemia, afectando a un 5,3% de la población femenina, un 3,7% a la masculina, y colocando a la India a la cabeza mundial del índice de población con diabetes.
Pese a ser el país con mayor índice de malnutrición, a su vez ha pasado a convertirse en el quinto más obeso, y los estudios aseguran que si la tendencia sigue en alza la obesidad afectará al 18% de los hombres y superará el 21% en las mujeres para 2025.
Con semejante panorama no parece descabellado que los gobiernos quieran ponerle freno, menos aún teniendo en cuenta el gasto que supone para las arcas públicas. En España, por tener un ejemplo claro, la obesidad supone un 7% de los gastos y subiría al 20% si incluyésemos las facturas relacionadas con enfermedades derivadas por ella como la diabetes o los problemas del corazón.
Los gobiernos contra el sobrepeso
Según un estudio de la Duke-NUS Graduate Medical School de Singapur, los niños de 10 años con obesidad generarán a lo largo de su vida 13.000 euros más en gastos médicos que un niño de peso normal, así que la búsqueda de soluciones por parte de los organismos se ha convertido en una prioridad, siendo la implantación de impuestos una de las principales bazas.
El McKinsey Global Institute confirmaba en 2014 que casi el 30% de la población mundial sufría sobrepeso y que en 2030 la cifra subiría hasta el 50%. En el informe se invitaba a las organizaciones públicas a tomar medidas como reducir las cantidades de alimentos envasados y comida rápida, potenciar la educación nutricional en los colegios afectando tanto la alimentación ofrecida como a su número de actividades físicas, realizar restricciones de publicidad para este tipo de alimentos, promover y subvencionar el uso de la bicicleta o promover etiquetados más efectivos a la hora de destacar el contenido en grasa.
Las soluciones que más atención suscitan, sin embargo, suelen ser las relacionadas con la fiscalidad, generando debate sobre su efectividad frente al afán recaudatorio de los gobiernos. Que Dinamarca, uno de los primeros en echar a rodar esta práctica en 2011, la abandonase un año después, no ayuda a verlo desde una buena perspectiva.
Continuando con el modelo japonés que en 2008 prometía reducir en un 10% el índice de obesidad nipón al multar a los gobiernos locales y compañías que no alcanzasen los objetivos deseados, en octubre de 2011 Dinamarca introducía una tasa contra la obesidad que afectaría a mantequillas, leches, quesos, pizzas, carnes, aceites y comidas procesadas que tuviesen más de un 2,3% de grasas saturadas.
En noviembre de 2012 el impuesto se retiraba al demostrarse que lo único conseguido fue incrementar los costes administrativos, la pérdida de trabajos y los viajes de la población hasta fronteras cercanas para adquirir allí los productos por menos precio, suponiendo un efecto demasiado bajo en los hábitos de consumo como para tachar de satisfactoria la medida.
La medida sí se mantuvo en Hungría donde se suman 3,7 céntimos de euro a los productos con exceso de sal, azúcar o grasa y un impuesto del 10% a las bebidas gaseosas y licores. La ley se aprobó apoyándose en que, con dichos impuestos, se estimaban unos ingresos de 111 millones de euros anuales que ayudarían a mantener la sanidad pública.
En 2011 Francia vivió el nacimiento de una tasa contra la obesidad en la que se incrementaban de 3 a 6 céntimos por litro el coste de bebidas carbonatadas, quedando exentas aquellas con cero calorías. En 2013 se hizo algo similar con las bebidas energéticas con un impuesto de 1 euro por litro y, como en otros países, volvió a salir a la palestra la necesidad de recurrir a este tipo de medidas para tapar un agujero que por entonces ascendía a los 14,3 millones de euros en la sanidad pública del país.
Mientras que países como España o Reino Unido debaten su posición frente a los impuestos contra la obesidad, otros como Estados Unidos ya empiezan a abrazar la medida en estados como California, donde se establece un impuesto similar al de Hungría, y en Philadelphia, donde se estableció un incremento de 1,5 centavos por onza en las bebidas carbonatadas (casi 9 euros en bebidas de 2 litros).
¿Funcionan los impuestos contra la obesidad?
Queda claro que la adopción de los impuestos contra la obesidad ganan cada vez más popularidad, pero lo que no ofrece tan buena adopción son los resultados ofrecidos en la mayoría de los casos. Tomando el impuesto frente a las bebidas carbonatadas de México un estudio confirmaba un descenso del volumen de compra del 6% durante el primer año del impuesto, pero en lo relacionado con la salud pública dista mucho de ser un escenario ideal.
Los datos ofrecidos por el Instituto de Tecnología Autónomo de México del pasado diciembre remarcaban que el consumo calórico de la población se había reducido menos de un 1%, principalmente por la sustitución por otros productos perjudiciales.
Precisamente ahí, en el foco de dichas tasas con la excusa de reducir la obesidad, es donde se encuentran la mayoría de críticos hacia este sistema. Centrándonos en el consumo de bebidas carbonatadas y los problemas derivados por el azúcar que han generado un debate sobre el mismo en Reino Unido, parece que el consumo de azúcar del país ha caído un 20% en los últimos 30 años.
El problema principal parece residir en los hábitos alimentarios, consumiéndose unas 445 calorías más que antaño a la vez que se reduce la actividad física. Si hay voces contra este tipo de impuestos, más allá de las promovidas por la industria de este tipo de productos, es porque de esas 445 calorías extras menos de un 10% proceden de los alimentos azucarados, por lo que en general el problema sería otro muy distinto.
El IEA inglés recogía en un reciente estudio que los impuestos frente a este tipo de productos carecía de resultados evidentes que promoviesen su implementación. Entre los puntos destacados se habla de la inexistencia de pruebas que reflejen un impacto directo en la salud de la población y que los consumidores no modifican sus hábitos alimentarios a no ser que el cambio en el precio suponga un incremento drástico, y se limitan a adquirir otras marcas más baratas o productos similares sin impuestos aplicados.
Con esos datos en la mano lo único que queda claro es que este tipo de impuestos, per se, no van a reducir el problema de la obesidad. Aunque pueden ser de gran ayuda siempre deberán ir acompañados de cambios drásticos en la educación sobre hábitos de vida saludables a la vez que se promueven subvenciones y ayudas que permitan que nuestro ritmo de vida vuelva a dejarnos tiempo para preocuparnos más por lo que comemos.