La situación económica de Argentina es terrible. Entre todos vamos a conseguir que sea aún peor

¿Sube o baja el dólar? Es la pregunta que se hace cualquier argentino casi cada día en estos tiempos. Cualquier subida es un mal augurio, y viceversa.

La espiral del miedo bursátil: porque muchas de las crisis económicas que Argentina ha vivido en últimos ochenta años han funcionado así. Si el dólar sube, los inversores compran dólar y venden peso. Hasta ahí todo normal, lo mismo que le pasa al resto de economías latinoamericanas. Son ciclos cortos, chaparrones temporales. Pero el problema está en que a Argentina siempre le ha costado mucho no sumergirse en estos bucles de depreciación, casi siempre profecías autocumplidas.

¿Cómo que profecías autocumplidas? Sí. El miedo se extiende y cualquier medida es tomada como una señal de debilidad económica. Si la Reserva Federal intenta controlar la fuga de capitales con subidas de las tasas de interés del dólar, se alienta aún más a los inversores a despojarse de sus pesos y a comprar verdes rápido para evitar nuevas subidas de tasas. Los formadores de precios, como buenos especuladores, sobrereaccionan e impulsan la inflación. Todo esto es lo que está ocurriendo nuevamente ahora. En la última semana el peso ha perdido un 11,9% de su valor. La situación es tan mala como en 2002. La palabra en todas nuestras mentes: corralito.

Populismo económico: así es como denominaban los políticos de Cambiemos, de derechas, a las medidas que se habían implantado durante el kirchnerismo. En estos años (y por resumir mucho) los bolsillos de los argentinos no se habían visto tocados a expensas de una subida de la inflación del país. Hace dos años entró el gobierno de derechas de Macri, que fue eliminando los subsidios y subiendo los impuestos en lo que el ejecutivo llama un “sinceramiento tarifario”, una manera de ajustar las cuentas internas para supuestamente reducir el déficit. De momento estaba consiguiendo unas lentas y modestas mejoras, pero con lo ocurrido estos días podría irse perfectamente al traste.

Y los datos no ayudan: el país está viviendo, además, una enorme sequía en sus campos de oleaginosas, los productores de la soja y el maíz, dos de las exportaciones esenciales en su economía. Se estima que las pérdidas de estos dos sectores sean de unos 5.000 millones de dólares, un extra del -0'7% de su PIB, que está creciendo a un ritmo de un 3%. El margen de actuación va siendo cada vez más y más pequeño. El único milagro sería que la debacle del peso (y la subida del dólar) se detuviese. Para ello, los inversores deberían abandonar el miedo, el Gobierno debería dejar de imponer tasas a la fuga de capitales, los medios tendríamos que dejar de poner titulares negativos y los ciudadanos deberían gastar con normalidad en lugar de ahorrar en vistas de una futura crisis. Es decir, que en este dilema del prisionero a cuatro bandas ahora mismo pintan bastos.

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