Durante el juicio a la Manada (el grupo de cinco encausados por violar a una joven en los San Fermines de 2016), los abogados de la defensa enseñaron a la joven fotos sacadas de sus redes sociales durante los últimos meses. En ellas, se la veía en distintos lugares, con amigos y participante en ciertas actividades lúdicas. ¿Es compatible el trauma —se preguntaban los abogados — con colgar este tipo de fotos en las redes?
Esa es una pregunta que encuentra mucho eco en la opinión pública. Todos sabemos, aunque sea intuitivamente, que una violación no es un crimen más. Desde hace más de 40 años, los investigadores han señalado insistentemente que una violación es un evento traumático que transforma y tiene un impacto devastador en la vida de las mujeres (Kilpatrick, 1984).
Quizás por eso, quizá por la imagen que han creado el cine y la televisión, la sociedad espera que las víctimas de violación se comporten como juguetes rotos, como personas profundamente dañadas, trastornadas y encerradas en sí mismas. Sin embargo, la ciencia nos dibuja una realidad mucho más compleja. Y, más allá de este caso concreto, creemos que es necesario derribar los mitos y las ideas preconcebidas que solo sirven para hacer más daño a personas que ya han sufrido demasiado.
No existe una respuesta típica a una violación
Aunque sabemos que las víctimas de violación muestran una enorme prevalencia de estrés post-traumático y de trastornos emocionales, alimenticios y sexuales (Faravelli, Giugni, Salvatori y Ricca, 2004; Brewin, Andrews y Valentine, 2000), no podemos decir que exista una respuesta típica tras una violación. Esto es una constante en muchos procesos traumáticos.
La metáfora que se suele usar para entenderlo nos explica que, desde un punto de vista psicológico, las personas somos como tiendas de campaña. Una tienda vacía en medio del prado no es estable. Y, de hecho, cuando hace mal tiempo, ni siquiera las tiendas llenas de gente son demasiado estables. Por eso usamos 'vientos', cables, cuerdas o cabos que se amarran a árboles, a las piquetas o a cualquier cosa fija que tengan alrededor.
Esos vientos las mantienen fijas al suelo, les dan estabilidad. Y de una forma análoga, buena parte de nuestra regulación emocional y psicológica depende del mundo que nos rodea y de las personas, costumbres y cosas que viven en él.
Cuando alguno de esos ‘vientos’ emocionales desaparece (perdemos el trabajo, muere un ser querido, acabamos con una relación) sentimos una zozobra muy intensa y lo pasamos realmente mal hasta que recuperamos esa estabilidad construyendo ‘vientos’ nuevos (Bisconti y otros, 2004). Pero a veces los traumas son tan intensos que arrasan con todo lo que nos vinculaba a la vida que vivíamos.
Revivimos el evento constantemente; nos invaden sentimientos preocupación, culpa y tristeza; nos sentimos solos; tenemos explosiones de ira, rompemos a llorar sin ningún motivo; dejamos de poder conciliar el sueño y, cuando lo hacemos, nos invaden las pesadillas. Es decir, nuestra estabilidad emocional desaparece y reconstruirla se percibe casi como imposible porque no tenemos nada a lo que agarrarnos.
Las transformaciones del trauma
Los síntomas están claros; sin embargo, las estrategias que utilizan las personas para tratar de reconstruir su vida son muy variadas. Hace años, RAINN (una organización norteamericana contra el abuso sexual) elaboró un modelo que, por un lado, resumía la investigación científica sobre las secuelas del abuso sexual y, por el otro, servía de guía clínica para profesionales (Finn y Hughes, 2007).
El modelo de RAINN dividía el proceso psicológico post-violación en tres fases: la fase aguda, la fase de ajuste y la fase de renormalización. Durante la fase aguda, que suele durar hasta unas semanas, los investigadores identificaban tres estrategias de afrontamiento: una abiertamente emocional caracterizada por el llanto, la ansiedad y la agitación; una segunda caracterizada por el control, la calma y comportarse como si “nada hubiera sucedido”; y una última que denominan “incredulidad conmocionada” caracterizada por la desorientación y las dificultades para reincorporarse a la vida normal.
Tras una fase especialmente violenta, las víctimas se introducen en su vida normal de nuevo, pero sin todas las habilidades sociales y de regulación emocional que tenían anteriormente. En esta fase de ajuste, aparecen cinco estrategias fundamentales (y muy diferentes entre sí):
- Minimización: caracterizada por el “todo está bien”, “no ha pasado nada” y el “podría haber sido peor”.
- Dramatización: caracterizadas por la incapacidad para poder dejar de hablar de tema y una pulsión por reconstruir su identidad personal sobre el hecho traumático
- Supresión: en la que las víctimas se niegan a hablar sobre el tema y actúan como si nada hubiera ocurrido
- Explicación: caracterizada por los intentos constantes de racionalizar todo lo que ocurrió alrededor de la violación
- Ruptura: en la que las víctimas deciden abandonar su vida anterior e inician un cambio sustancial con ella (cambian de trabajo o de ciudad, modifican su look, usan nuevos amigos, parejas, hobbies)
Por supuesto, no se trata de estrategia incompatibles. La experiencia clínica señala que estas suelen darse a la vez o sucesivamente durante la fase de ajuste como una forma de controlar los problemas de ansiedad, los cambios de humor, la depresión, los brotes de ira, la negación o los problemas alimenticios y/o sexuales.
Está claro que las enormes diferencias que existen entre las estrategias de afrontamiento hacen que el fenómenos sea muy elusivo y hasta contraintuitivo (Campbell, 2005). Por eso, es algo sobre lo que los expertos siempre demandan más pedagogía. El desconocimiento social se acaba transformando en una segunda victimización (Campbell y otros, 1999; Campbell, Wasco y Ahrens, 2001).
Luz al final del tunel
He repetido insistentemente que las violaciones tienen efectos devastadores sobre la vida de las mujeres. Es cierto, pero creo que es importante ser conscientes de que hay vida después de una violación. A menos, una buena vida (Thomson, 2000; Kilpatrick, Resick y Veronen, 1981). No quiere decir que el suceso se olvide o desaparezca: sino que, con el tiempo, las personas aprenden a reconstruir sus vidas y las heridas cicatrizan (aunque permanezcan ahí).
La sociedad tiene aquí un papel insustituible. Minimizar (o eliminar) estos actos violentos y poner todos los recursos apropiados a disposición de las víctimas es necesario, pero no es suficiente (Hockett y Saucier, 2015). Es importante que sepamos acompañar a las supervivientes en su camino de vuelta y que los esfuerzos que realizan por reconstruir su vida no acaben convirtiéndose en un arma en contra de ellas mismas (Davis, Brickman y Baker, 1991). E, independientemente del resultado del juicio de la Manada, preguntas como "¿Es compatible el trauma con colgar este tipo de fotos en las redes?" dejan claro que nos queda mucho por hacer.
Imágenes | Vadim Fomenok/Unsplash