Desde el comienzo de la pandemia del coronavirus, los conflictos entre la libertad religiosa y las regulaciones de salud pública han empezado a saltar a los tribunales de todo el mundo.
En Estados Unidos, han sido muchas las iglesias que han desobedecido las restricciones invitando a sus fieles a acudir a sus celebraciones en persona, sin mascarilla y acompañados por los coros de la iglesia. Cuando una iglesia clandestina de Corea del Sur provocó uno de los mayores brotes del país en febrero, el gobierno coreano respondió arrestando a su líder por dificultarle el trabajo a los rastreadores y por incumplir las medidas de salud pública.
Soy historiadora especializada en ciencia y religión durante el Renacimiento y lo que me llama la atención de los tiempos que corren no es que algunas comunidades religiosas estén desafiando las medidas de salud pública, sino que haya tantas instituciones religiosas y fieles que estén haciendo todo lo posible para que se cumplan. Los relatos históricos sobre los brotes de peste durante el siglo XVII en Italia nos revelan tanto las tensiones entre las autoridades religiosas y los responsables de salud pública como ejemplos de colaboración.
Lugares de conflicto
En el verano de 1630, una epidemia de peste abarrotó los hospitales reservados para la peste conocidos como _lazaretti_ con más de 15.000 personas en Milán. Los pueblos más pequeños también tuvieron que enfrentarse a brotes que pusieron a prueba sus recursos comunitarios. En la localidad toscana de Prato, las autoridades de salud pública estaban empezando a poner en duda el sentido de tratar a los pacientes de la peste en el _lazaretto_ situado dentro de las murallas de la ciudad. Temían por el riesgo de una mayor infección si la población sana estaba tan cerca de la población enferma.
Las autoridades de la ciudad necesitaban encontrar un lugar alternativo que estuviera lo suficientemente lejos para mantener la ciudad segura, pero lo suficientemente cerca para poder trasladar convenientemente a los pacientes enfermos. Determinaron que el Convento de Santa Ana, ubicado a un par de kilómetros a las afueras de la ciudad, debería servir como _lazaretto_ y lo requisaron.
La confiscación de propiedades de la Iglesia por los poderes nominalmente seculares del Gran Duque de la Toscana enfureció a los frailes de Santa Ana, quienes le pidieron a Fernando II de Medici que anulara la orden, pero finalmente ignoró sus objeciones. No se debió al hecho de que el Gran Duque persiguiera a los católicos, sino porque gobernaba un estado católico y dos de sus hermanos se convirtieron en cardenales. Sin embargo, durante dicho brote de peste, parecía que el Gran Duque consideraba que tales medidas de emergencia eran necesarias.
Sin embargo, la jurisdicción del Gran Duque tenía sus límites. En las ciudades del Renacimiento tardío, las autoridades civiles podían castigar a los ciudadanos por infracciones de la salud pública, pero no tenían autoridad directa sobre el clero. Cuando un sacerdote en Florencia se saltó la cuarentena al quedarse fuera de casa bebiendo a altas horas y tocando la guitarra con miembros de su familia, el consejo de salud castigó a sus hermanos, pero a él no.
Para disciplinar a aquellos sacerdotes que violaban las leyes de salud pública, las autoridades civiles tenían que pedir a las autoridades eclesiásticas locales, como los obispos, que intervinieran. Por ejemplo, cuando la plaga se extendió por la ciudad toscana de Pistoia en septiembre de 1630, las autoridades de salud pública resolvieron consultar con el arzobispo la posibilidad de vaciar las pilas de agua bendita en caso de que estuvieran propagando la enfermedad.
Aunque no existen registros que confirmen el resultado, a lo largo de dicha epidemia el arzobispo de Florencia no se cansó de repetir la importancia de las políticas de los comisarios de salud seculares. Tanto las autoridades estatales como las religiosas estaban preocupadas por la propagación de la peste a través del aire, el agua y el vino, limitando las tradiciones para reducir al mínimo el contagio.
El caso del padre Dragoni
Al igual que en la actualidad, cuando las autoridades civiles cancelaron los servicios y las ceremonias religiosas se produjeron protestas a nivel local. Durante el brote de peste de 1631 en la pequeña localidad toscana de Monte Lupo se produjeron altercados entre los guardias encargados de impedir los encuentros entre personas y un grupo de civiles armados de los alrededores con su párroco.
Los fieles insistían en congregarse para rezar ante el crucifijo de la iglesia local y amenazaron con disparar con un arcabuz (un arma de tiro típica del Renacimiento) a cualquiera que se interpusiera en su camino. El encargado por las autoridades de lidiar con la delicada situación en Monte Lupo era un fraile dominico de 60 años, el padre Giovanni Dragoni, oficial de salud pública y a su vez miembro del clero.
El padre Dragoni se puso furioso con el párroco por su desobediencia a las medidas de salud pública y no tardó en enviar un mensaje al comisionado regional de salud: "Es necesario tomar medidas contra estos agitadores del pueblo. Las pruebas son graves y el párroco es en gran medida responsable de estos levantamientos".
El padre Dragoni no podía evitar que el párroco y los feligreses se reunieran y llevaran a cabo sus celebraciones. Al día siguiente tuvo que poner orden a los acontecimientos que habían seguido a la procesión, cuando el rezo y las celebraciones habían pasado a ser un festejo lleno de alcohol hasta altas horas que derribó parte de la empalizada de madera que se había erigido para imponer la cuarentena.
Cuando el brote de peste finalmente llegó a su fin y la localidad volvió a abrir sus puertas, el padre Dragoni redactó el siguiente informe sobre sus propias acciones: "No he actuado injustamente y he acompañado la severidad con compasión y caridad. En más de un año que he ocupado este cargo, nadie ha muerto sin sacramento o confesión". En un período caracterizado por la oposición de la fe a la ciencia, el padre Dragoni demostró con sus acciones que imponer medidas de salud pública y mantener los sacramentos de Dios podían ir de la mano.
Cuatro siglos más tarde contamos con ejemplos de resistencia religiosa a las medidas de salud pública y colaboraciones sorprendentes entre comunidades religiosas y organismos públicos. Aunque existan ejemplos de líderes religiosos que congregan a sus fieles saltándose las medidas para controlar el coronavirus, también hay muchos más ejemplos de personas e instituciones que, como el padre Dragoni, combinan la devoción religiosa con el control de la enfermedad.
Cuando el coronavirus llegó a Italia en febrero, el obispo de Venecia cumplió rápidamente con la orden del gobierno de suspender las misas, poniendo de su parte para frenar el avance de la epidemia. Y en las iglesias de la zona de Turín que permanecieron abiertas para la oración privada, las pilas de agua bendita fueron rápidamente vaciadas.
Para que quede claro, existe una larga historia de resistencia religiosa a ciertas medidas de salud pública durante brotes de enfermedades. Pero la cooperación entre la Iglesia y el estado a la hora de intentar detener la propagación de una enfermedad también cuenta con precedentes.
Autora: Hannah Marcus, Universidad de Harvard.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el artículo original aquí.
Traducido por Silvestre Urbón.
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