En 1868 la restauración Meiji desemboca en una guerra civil entre el gobierno del nuevo emperador y los que aún rinden lealtad al depuesto shogunato Tokugawa. Al norte del Japón estaba el núcleo de resistencia de las antiguas tradiciones feudalistas frente a la pretendida occidentalización impulsada por la llegada de los barcos del comodoro Perry. En el han de Aizu persistía el último baluarte frente al moderno ejercito del joven monarca después de caer Edo – la moderna Tokyo –, y hacía allí dirigieron sus nuevos cañones y fusiles. No vamos a relatar hoy las guerras Boshin enteras y este preámbulo no pretende otra cosa que poner en contexto la aventura de un grupo de mujeres que defendieron literalmente hasta el final su forma de vida.
Fin de una era
En el patio del castillo de Aizu-Wakamatsu los rumores corrían de boca en boca ante la llegada del enemigo y se relataban las atrocidades que los ronin de los han del sur habían cometido en Edo. Después de caer la ciudad se había dado caza a los seguidores del bakufu saqueando y quemando sus propiedades, asesinando a los combatientes que habían depuesto sus armas del mismo modo que a sus mujeres e hijos.
El rastro de destrucción que dejaban las tropas del gobierno se iba acercando a sus hogares y con estos antecedentes estaba claro que todos los habitantes de la región tendrían que luchar hasta el final si querían conservar ya no solo su vida si no algo más importante para ellos: su honor. Las mujeres no pensaban quedarse al margen de esto. Se las veía entrenar durante todo el día con las mangas de sus kimonos remangadas y el pelo recogido con cintas blancas mientras blandían sus naginata de madera. En Aizu las mujeres siempre habían sido educadas en el uso tanto de la pluma como de la espada y quizás fueron las más famosas guerreras de Japón. Se las inculcaba desde niñas que su obligación era defender y honrar a su han , a su daymyo y a su familia.
En el momento en el que llegan los imperiales a su territorio todos saben las intenciones de Matsuida Katimori, señor del han: se luchará hasta la muerte para mantener el honor, aunque los viejos, los niños y también las mujeres son libres de actuar por su cuenta y se les da permiso para huir de los soldados y refugiarse en el castillo.
La respuesta que recibió al hacer sonar las campanas indicando que había llegado el momento de elegir la podemos resumir en el testimonio de un samurái de 14 años: ‘Me apresuré al recinto del castillo. Sabía que no iba a volver a ver mi casa pero en ese instante no perdí mucho tiempo en pensar en ello. Todas las mujeres de mi familia habían resuelto morir y mientras nos despedíamos nadie derramó una sola lágrima’.
Muchos otros, pensando que en el castillo serían una molestia para los que iban a pelear y consumirían unos víveres que podrían ser vitales en caso de asedio, tomaron la valiente decisión de permanecer en sus hogares despreciando el peligro que ya había costado muchas vidas en Edo ante el descontrolado comportamiento de los samurái sin señor. No pocas mujeres y hombres se suicidaron por no estar en condiciones de combatir y con la idea de que quien si iba a plantar cara no tuviese la preocupación añadida de la seguridad de su familia.
En algunos casos hasta 22 mujeres parientes entres si se quitaron la vida antes de sufrir las vejaciones de los soldados que arrasaban cualquier resto del bushido con sus acciones. Según iban entrando en las propiedades que encontraban los invasores solo descubrían cadáveres de muchachas con poemas de adiós en sus manos: ’He escuchado que este es el camino del guerrero, y así me he puesto en camino a la tierra de los muertos’ .
El resto de mujeres se preparaban para el combate cortando su pelo a la altura del hombro y enfundándose sus kimonos.
Honor o muerte
Lucharían hombro con hombro junto a los demás defensores del castillo no sin antes asistir a las que habían decidido morir. Kawahara Asako, la mujer del magistrado Zenzaemon decapitó a su suegra y a su hija entes de partir naginata en mano a buscar su propia muerte en la batalla, empapada de la sangre de su sangre.
Unas 40 mujeres formaron la unidad Joshigun para participar en la defensa del castillo y lo hicieron con un coraje extraordinario. Con espadas y naginata se encontraron cargando contra soldados armados con fusiles y artillería que en un principio no daban crédito a tanto valor y al percatarse de que quien se lanzaba contra ellos de tal manera eran mujeres, se gritaban unos a otros que había que capturarlas vivas.
Momento que aprovechaban ellas para intensificar su ataque, como hizo Nakano Takeko, que antes de caer abatida por veinte balazos fue capaz de acabar a tajos con la vida de seis hombres.
Su hermana Masako ve en ese momento que Takeko ha caído y en otra muestra de cuan en serio se tomaban las tradiciones en Aizu, se dirige rauda hacia el cuerpo de su hermana y en medio de la batalla no tiene mayor preocupación que cortar la cabeza para que no se la lleve el enemigo como trofeo y poder darle el trato que dictaba su código de honor. La batalla en el exterior está perdida y superados en número y armas las mujeres y hombres que aún quedan con vida se refugian en el castillo para aguantar un sitio que durará treinta días.
Siguen dando lecciones de valores las Joshigun y el resto de mujeres que resisten. Cuidando a los heridos, arrojándose con los sacos de arroz que cocinaban sobre las balas de los cañones imperiales antes de que exploten, bañadas en sangre propia y ajena peleando con sus espadas cuando las tropas sitiadoras intentaban una entrada en el recinto.
La francotiradora
Una de ellas se distingue especialmente en este momento de la batalla: Yamamoto Yaeko, un perfecto ejemplo de cómo eran las mujeres de Aizu. Hija del maestro de armas del castillo, desde pequeña había sido enseñada a disparar con una de las escasas armas de fuego con las que contaban en el han y al mismo tiempo era considerada una maestra de la tradición urasenke del te. Durante las salidas nocturnas para hostigar al ejército Yaeko siembra el terror en los soldados con su rifle Spencer, cada disparo suyo es una baja entre ellos.
En la defensa de su sector se da el mayor número de muertos entre los atacantes y cuando estos están demasiado cerca como para que su rifle sea de utilidad no duda en demostrar su valía con la espada cercenando miembros de asaltantes cuando estos logran llegar a lo alto de las murallas. Milagrosamente sobreviviría a todo aquello para vivir aún muchos años en los que le dio tiempo a fundar la Universidad Doshisha de Tokyo. La sangría no puede durar mucho más y la paciencia de los generales ocupantes llega a su límite. En una ofensiva general cincuenta cañones bombardean día y noche lo que queda del castillo y los soldados incendian todas las casas que se hallan desprotegidas en el exterior.
Un mes después y con la condición de ser tratados honorablemente los últimos supervivientes entregan sus armas entre lágrimas desconsoladas.
Imagen | Shadowulf1
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