Longyearbyen, la remota localidad noruega donde morirse es ilegal

Svalbard no es el lugar más apacible del planeta. A mitad de camino entre el punto más septentrional de Noruega y el Polo Norte, el pequeño archipiélago es uno de los lugares más remotos y extremos del hemisferio norte, y sin embargo está habitado durante todo el año merced a sus abundantes reservas de minerales y carbón. Aquellos residentes frecuentes se las han tenido que apañar durante décadas para adpatarse a un medio extremadamente hostil.

Tal hostilidad incluye abundantes osos polares y frío, mucho frío (no este invierno, sin embargo: el Ártico está disfrutando de una espantosa ola de calor con temperaturas similares o por encima del templado continente europeo). En fin, dadas las circunstancias la muerte es algo tangible en muchos puntos de Svalbard, incluida la pequeña localidad de Longyearbyen. Lo sorprendente no es que te pille, sino la normativa que te impide hacerlo. Allí, morirse es ilegal.

En rigor, se trata de una fuerte recomendación del gobierno local instaurada en 1950. La historia puede parecer surrealista, pero tiene sentido: las temperaturas tan bajas de Longyearbyen (y de todo el archipiélago, en general) impiden que los cadáveres se descompongan de forma natural como lo hacen en otras latitudes más benignas. Se conservan. Y con ellos las, en ocasiones, enfermedades contagiosas que les haya podido llevar al cementerio. Lo cual es un riesgo para los vivos.

Conscientes de ello, las autoridades locales decidieron exportar la venida de la Gran Igualadora. Desde entonces, aquellas personas terminales, como cuentan los locales en este reportaje, son trasladadas a la Noruega continental ante el irremediable hecho final. La ley noruega permite a los familiares de los fallecidos cremar los cuerpos y dejarlos en los alrededores de Longyearbyen, pero es una práctica poco común. Y ante los entierros, Longyearbyen prefiere que te marches.

No es la primera ocasión en la que Noruega ha desarrollado una relación un tanto siniestra con la muerte. Como se cuenta aquí, poco después de la Segunda Guerra Mundial las autoridades del pequeño país nórdico decidieron enterrar a sus cadáveres evueltos en plástico. Al parecer, la idea buscaba mejorar las condiciones de higiene del proceso. El resultado varias décadas después fue decepcionante: los cuerpos no se habían descompuesto, y los nichos no eran reutilizables.

(Hylgeriak/Wikipedia)

En Longyearbyen los problemas son otros. Los virus se mantienen vivos pese a que el organismo que los sostiene haya precido décadas atrás. En el año 2000 un grupo de científicos logró, tras la exhumación de varios cádaveres aún intactos, recuperar muestras de la célebre gripe española de 1918. La pandemia fue mortal a una escala jamás repetida en el siglo XX, y pese a su extinción las cepas se mantuvieron en buen estado en los cuerpos a los que derrotaron.

Naturalmente, esta circunstancia había sido problemática durante los escasos siglos en los que Svalbard había sido habitada. Pero no fue hasta mediados del siglo XX cuando las rápidas comunicaciones con el archipiélago, antes reservada a marineros, balleneros y exploradores variados, permitieron a los gobiernos locales desembarazarse legalmente de la muerte. A día de hoy llegar a tan remotas islas implica partir de Oslo y embarcarse en un largo vuelo de tres horas.

Si llegas allí, quizá encuentres lugares de interés. Además de las numerosas expediciones para conocer a los osos polares (hay más úrsidos que humanos), en Svalbard se encuentra la población de Pyramiden, una antigua mina cedida a la Unión Soviética por Noruega, congelada en el tiempo y aún activa pese a su nula rentabilidad (cosas del soft-power ruso). También puedes pasar por Longyearbyen, el asentamiento humano de más de 1.000 habitantes más al norte del globo terráqueo.

Pero ya sabes. Sin morirte.

Imagen | Christopher Michel/Flickr

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