Michael Robinson ha muerto hoy a los 61 años de edad.
Con él se marcha una voz de impronta generacional, capaz de transformar el modo en el que se narraba y difundía el deporte. Ya fuera sentado en su butaca, durante la fase primitiva de El Día Después; acompañando a Carlos Martínez los domingos; o elaborando exquisitos reportajes documentales en su última etapa; Robinson logró educar a toda una generación de españoles, acento incorregible mediante, en otra forma de ver el deporte.
La profundidad de su huella puede resumirse en un detalle hoy en apariencia trivial: su protagonismo al frente de las portadas del PC Fútbol, la legendaria saga de gestión y dirección de un club de fútbol. Aquellos videojuegos ponían el acento en actividades grises y burocráticas como la masa salarial, la gestión del estadio y el peinado del mercado de fichajes. Robinson no nos proponía ser estrellas. Nos proponía forjarlas.
La anécdota ilustra el carácter de su legado, en esencia una reformulación narrativa de nuestro deporte.
Robinson es modernidad. Su voz acompañaba a virtuosas retransmisiones elaboradas por Canal+, prodigios visuales y técnicos incomparables a las romas producciones de Televisión Española. Su presencia frente a El Día Después supo extraer una tonalidad humana al fútbol, competición que, allá por los noventa, atravesaba una serie de transformaciones esenciales para comprender su síntesis moderna, tanto como espectáculo como negocio. Un proceso en muchos sentidos indisociable de su voz.
Pero mucho antes de aterrizar en España y de convertirse en una figura básica del deporte contemporáneo, Michael Robinson fue futbolista. Uno de sorprendente éxito, en especial si atendemos a la magra producción goleadora para un hombre que se hacía llamar delantero. Pese a todo, sus años como jugador profesional están preñados de éxitos, pero también de contrataciones erráticas y anécdotas memorables.
Narrador por nacimiento, Robinson tuvo un talento especial para contar sus aventuras como futbolista, siempre desde la distancia irónica que sólo la mezcolanza del paso del tiempo y de su peculiar carácter producía. Una de sus historias más memorables, rescatada durante los últimos años gracias al éxito del Liverpool en competiciones europeas, narra el encuentro que enfrentó al club inglés, siempre de sus amores, con la Roma, en la final de la Copa de Europa de 1984.
Para una mayor comprensión del tono desenfadado y humorístico de la historia, debe ser recordado que aquel Liverpool era uno de los mejores equipos que había alumbrado el fútbol por aquel entonces. Triple campeón de Europa, muñidor del passing game que revolucionó el fútbol inglés, sus jugadores (Souness, Dalglish, Rush, Neal) se contaban entre los mejores del continente. Eran una dinastía. Robinson, el recién llegado.
Robinson aterrizó en aquel emporio, una auténtica institución preñada de mística y rígidos valores morales, en el verano de 1983, avalado por su buen desempeño goleador en el Brighton & Hove Albion. El destino quiso hacerle partícipe de una temporada excelsa, que conduciría al Liverpool a la final de la Copa de Europa de 1984, disputada en el Olímpico de Roma... Frente a la Roma, un cruce inédito en la historia de la competición.
Érase una vez once hombres en Roma
El partido tuvo poco de memorable. Terminó empatado y se arrambló sobre la tanda de penaltis. Lo que sucedió después dice mucho tanto de Robinson como de aquel equipo. Dos décadas después, cuando el Liverpool holló otra final Europea, aquella vez en Estambul y frente al Milan de Ancelotti, él mismo desvelaría los vericuetos que llevaron al desenlace de 1984, a la victoria de su equipo y al tenso proceso de elección de los lanzadores.
En una entrevista concedida a As poco antes de la final de 2005, Robinson describía así la charla táctica de Joe Fagan, su entrenador, antes del partido:
[Fagan] era incapaz de recordar los nombres del adversario. La charla antes del partido fue enorme. Nos reunió a todos y dijo: "Tengo aquí un informe sobre la Roma: van a jugar once seguro, no nos van a dar ventajas". Y empezó con el equipo: "En la portería estará Tan Tan Tan". Le fue imposible decir Tancredi, el meta romano. Como le resultaba imposible, se encogió de hombros y nos dijo: "Hijos míos, esto no es importante. Sí lo es que juguemos bien; si lo hacemos y sabemos estar, ganaremos. No os preocupéis de nada más. Os quiero porque sois unos grandes scousers. ¡A jugar!".
Finalizado el tiempo reglamentario, los jugadores afrontarían los penaltis, ese horror vacui, un trauma psicológico para el que no estarían preparados. Frente a los orgullos henchidos y los egos desmedidos, los futbolistas del Liverpool, descritos por Robinson, se convertían en seres humanos comunes y corrientes. Hombres flagelados por el peso de la responsabilidad. Héroes de baja estofa, figuras de carne y hueso, tan normales como nosotros.
Nos fuimos a refugiar en el banquillo, todos absolutamente asustados. El que menos pensaba en ese adosado en Mongolia que debería comprarse si fallaba. Fagan nos esperaba en la banda y nos gritó: "¡Os habéis portado como cristianos en el circo, estoy orgulloso de vosotros!". Souness le contestó: "Vale, muy bien, ¿pero quién va a tirar los penaltis?". Joe se dio la vuelta mientras contestaba: "A mí no me miren, yo no voy a tirar ninguno". Siguió caminando mientras encendía un cigarrillo y se sentaba en el banquillo. Souness se dirigió entonces a Phil Neal: "Tu vas a tirar uno, ¿no?". Phil le contestó: "Sí". Y Souness añadió: "Y yo otro".
En estas circunstancias de extraordinaria ordinariez humana, apareció un titán de la comedia, si acaso no de la técnica: Alan Kennedy. Lateral izquierdo de rudas virtudes físicas y escasa finesse, Kennedy había pasado a la historia en 1981 por anotar el único gol de otra final, aquella vez frente al Real Madrid. Su tanto tuvo mucho de emblemático: su disparo a puerta era en realidad un centro que, fruto de su torpeza, terminó en gol.
Kennedy trató desesperadamente de enrolarse en el cuerpo de lanzadores, frente al escepticismo de Souness, su capitán:
Entonces apareció Allan Kennedy: "¡Yo tiro otro!". Souness casi enloqueció: "¿Tú, un penalti? ¡Por favor, que esto va en serio!, déjalo, déjalo". De Kennedy no se iba nadie en carrera, pero difícilmente acertaba a pasarte la pelota a veinte metros (...) Yo ya no pude más y me ofrecí, pero ese inconsciente de Kennedy acabó ganando la partida, de manera que a mí me dejaron para el sexto penalti, porque Souness dijo que si había muerte súbita necesitaríamos uno fiable, ¡ja, ja! Y volviéndose a Kennedy le dijo: "Vale, tirarás el quinto penalti; espero que no sea necesario".
El desenlace es conocido. Conti y Graziani fallarían para la Roma (frente a los memorables aspavientos de Grobbelaar, imitados en 2005 por Dudek) y Kennedy, aquel robusto defensor de pies cuadrados, sería el encargado de entregar la cuarta Copa de Europa al Liverpool. Sus propios compañeros no daban crédito:
Se puso a caminar hacia la portería mientras la mitad del equipo se daba la vuelta y otros como Hansen y yo nos echábamos al suelo, presos de un miedo atroz. De pronto, el insensato se giró y nos hizo el gesto del OK con el pulgar. Tancredi era un parapenaltis que tenía mucha documentación sobre cómo los tiraban sus adversarios, ¡pero no tenía ni idea sobre cómo lanzaba Kennedy! Fue a por la pelota y se perfiló entre la desesperación de todo el Liverpool. "¡Mira, es zurdo, lo está telegrafiando!", se oía por ahí. "¡Va a arruinarnos la vida, no saldremos de ésta!", gritaban por allá.
Cuando llegaron, Kennedy tampoco se lo creía: "Estaba allí, en el suelo, riéndose de un modo imparable y gritando: '¡Con el tobillo, le di con el tobillo!'".
El relato, teñido del característico humor que acompañaría a Robinson durante toda su carrera profesional, culminaba en la celebración posterior. Cada jugador ostentaba un rato el trofeo en custodia, antes de subir al avión. Robinson fue el último en poseerla antes de llegar al aeropuerto. Cuando él y su mujer se separaron para comprar tabaco (eran otros tiempos), la Copa desapareció:
¡Me dejé la Copa de Europa olvidada en el free shop del aeropuerto de Fiumicino, de vuelta a casa! (...) Llegué a mi asiento y Sounnes me preguntó: "¿Y la Copa, Cat?". Chris me miró poniendo cara de susto y yo di la vuelta y salí del avión como una estampida: la tenía la cajera en sus pies; la había escondido cuando mi mujer se fue para embarcar, pensando que yo la recogería. ¿Se imagina que llegamos a Anfield sin el trofeo? ¡Nos matan a todos!
Robinson se marcharía del Liverpool al año siguiente. Lo hizo con un magro bagaje como anotador, pero con una Copa de Europa bajo el brazo. Aquel humor sempiterno le acompañaría hasta Pamplona, donde jugaría dos temporadas defendiendo la camiseta de Osasuna. Allí pondría fin a su carrera deportiva. Fue su lanzadera hacia España, donde a los pocos años se transformaría en un narrador inconfundible, merced a su incorregible acento. Uno que le acompañaría hasta nuestros días.
Robinson casi tiró un penalti en una final de Copa de Europa. Con el paso del tiempo, hizo algo mucho más importante: poner voz a los recuerdos de toda una generación, tratar el fútbol como algo más que una mera sucesión de resultados, trifulcas y rumores. Robinson dignificó el periodismo deportivo durante sus tres largas décadas de desempeño profesional. Y se convirtió en uno de los hombres más queridos por el aficionado por su rara mezcla de sabiduría, honestidad y humor.
Descanse en paz.
Imagen: Daniel González/AP