Imagina, sale hoy Pedro Sánchez por la tele y te dice que se acabó lo de las mascarillas, que a partir de mañana puedes salir a la calle sin ella. ¿Te sentirías cómodo en ese nuevo mundo de bocas desprotegidas?
Es lo que nos está pasando a nosotros y a los ciudadanos de todos aquellos países en los que, poco a poco, se acaban las restricciones. Con el fin del estado de alarma y el anuncio de varias comunidades de que no buscarán avalar el mantenimiento de las anteriores limitaciones vía judicial, muchos ciudadanos sienten cierto vértigo ante la perspectiva de un presente más libre, tal vez demasiado con respecto a lo que a fuerza de meses desabridos se habían acostumbrado.
Con esto no queremos decir que ahora sea el momento adecuando para bajar las barreras en España, primero porque cada región y situación es única. Además, llevamos casi un mes con una media nacional de 100 muertos diarios (son, recordemos, personas que han muerto por causas evitables si todos nos hubiésemos protegido) y el nivel de contagios registrados está muy por encima de lo recomendable. Hasta la fecha sólo un 27% de la población ha recibido al menos una dosis. Pero sea el calendario correcto hoy o dentro de unos meses, el coste-beneficio de mantener ciertas restricciones va a ir moviéndose y habrá un punto en el que, aunque nos de miedo, tengamos que salir.
A finales de abril, tras alcanzar el umbral del 40% de la población vacunada, el Centro de Control y Prevención de Enfermedades norteamericano anunció que ya no sería obligatorio el uso de mascarilla para personas vacunadas en exteriores cuando no hubiese grandes aglomeraciones. Y lo que se encontraron es que había ciertas personas que, a pesar de poder relajarse, no lo estaban haciendo apelando a un miedo al virus que ya no debía ser tal.
Según reportan algunos científicos y expertos en salud, hay comunidades en las que se están tomando medidas de prevención excesivas al clima actual. The Atlantic denuncia que hay gobernadores que mantienen las prohibiciones de entrada a parques y playas. El de California contravino las recomendaciones y vetó la reapertura de las escuelas para dar clase presencial a pesar de los altos costes pedagógicos, sociales y emocionales de esta medida sobre los niños. En Brookline, Massachusetts, ya han pedido autorización para mantener la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre. Anthony Fauci, el experto epidemiólogo estadounidense, ha anunciado públicamente que no viajará o entrará a restaurantes pese a estar completamente vacunado, algo que perjudicaría entre otras cosas a la recuperación económica.
El nuevo síndrome de la cabaña
El nivel de temor al virus frente a los otros costes de una pandemia de cada individuo está bastante vinculado (aunque no siempre es así) a su postura ideológica. Así en el país americano se están dando cuenta que algunos representantes liberales son los que más tienden a caer en la trampa del terror infundado. Aquí se mezcla también un sesgo opositor: de igual manera que muchos republicanos y trumpistas defendían meses atrás la libertad de movimientos y el no llevar el tapabocas, a algunos demócratas les está costando abrir las escuelas sólo porque es lo mismo que promulgó Trump cuando esa medida, independientemente de quién la tomase, está respaldada por múltiples estudios científicos.
Estamos en el lento proceso de retomar nuestra vida y se nos va a hacer difícil. Esa dificultad será además mayor para unos que para otros. Allá donde se va abriendo se percibe cómo algunos ciudadanos padecen el llamado “síndrome de la cueva o cabaña”, "un estado anímico, mental y emocional que se ha estudiado en personas que, tras pasar un tiempo en reclusión forzosa, han tenido dificultades para volver a su situación previa al confinamiento", en palabras del doctor Pedro Horvat para Infobae, y que reconoce que ese síndrome se ha manifestado en personas ya vacunadas que se niegan a volver a lo de antes.
El médico cree que habrá un período de transición en el que nuestro hipocondríaco interior podrá hacernos jugar malas pasadas, igual que para muchos será difícil abandonar su faceta de policía del balcón, sintiendo que deben reprimir lo que a ellos les parecen malas conductas ajenas en algunos casos al margen de la evidencia y supeditando la salud mental y los derechos de los demás a una excelencia sanitaria que podría no ser tal.
Comparado con el resto de países equivalentes los españoles somos especialmente pesimistas acerca del momento en el que terminará esta existencia a medio gas, y tenemos asesores especialmente recelosos, como la investigadora del CSIC Margarita del Val, que promulga que no nos quitaremos la mascarilla hasta 2023. Es por ello que hay motivos para pensar que esa opresión (gubernamental o social) por el miedo al virus podría ser mayor aquí que en otros territorios.
La buena gestión ahora mismo debería suponer una planificación de una transición que equilibre proteger lo justo y no obligar, en metáfora de algunos expertos, a que la gente se ponga el condón para masturbarse cuando sólo debería hacerlo en sus relaciones sexuales. Es una cuestión sobre la que hemos metido tímidamente los pies: nos pasó cuando Sanidad reculó acerca de la obligatoriedad de llevar la mascarilla en la playa o en el monte cuando no haya otro ser humano a varios metros de distancia.
Imagen: Bernat Armangue/GTRE