Hay un Ángel del Infierno repartiendo cruces y señoras de setenta años haciéndose selfies. Hay velas y rosarios y dibujos de niños y carteles que gritan "os echaremos de menos'. Hay banderas, muchas banderas; hay biblias, peluches, fotografias con forma de corazón. Y hay un cartel de neón: 'Welcome to fabulous Las Vegas, Nevada'.
Han pasado solo 20 dias desde que Stephen Paddock comenzara a disparar desde el piso 32 del hotel Mandalay Bay, pero ya está claro que algo ha cambiado en Las Vegas. Así se vive el duelo, el miedo y la pérdida en una ciudad cuya única ley es que "the show must go on".
Los rituales íntimos de la muerte
No recuerdo cuando tuve conciencia de la muerte por primera vez, pero sí que recuerdo cuando me di cuenta de sus pequeños rituales: del hecho de que todos morimos, pero que en cada lugar se muere de una manera. Fue cuando murió mi abuelo.
En mi pueblo, cuando alguien se nos muere, tras acompañarlo en triste comitiva y ver cómo se colocan uno a uno los ladrillos que cierran el nicho, los hombres de la familia se ordenan en la tapia izquierda del cementerio. Es el momento de los pésames, de los losientos y los teacompañosenelsentimiento.
Así se hace, así lo hicimos. Pero las superticiones de la muerte son, además, propias e intransferibles. En el pueblo de al lado, los pésames se dan en la ermita de San Pedro; en el de más allá, como se cierra el tanatorio por la noche, se sigue velando en la casa del difunto (aunque él no esté dentro). Hay pueblos que usan ataúdes, otros que envuelven los cuerpos con grandes sudarios de algodón blanco. Hay lugares que se llenan de flores, hay lugares que se llenan de piedras, hay lugares que se quedan vacíos.
En el fondo, son tonterías: pequeños gestos, rituales íntimos. Son las formas en las que cada comunidad ha aprendido a sobrellevar el dolor, la ausencia y la pérdida. Por eso, mientras miro perplejo el santuario improvisado del Strip, siento que la pregunta realmente relevante es ¿cómo se puede velar a 58 muertos en medio de un enorme parque temático?
"No lo sabe nadie"
"No se puede", me dice Valentín González, un guía turístico madrileño que trabaja casi siempre en el Gran Cañón y lleva más de diez años en la ciudad. "Yo siento que hemos hecho poco", dice Helen, una dependienta de mediana edad de la farmacia Wallgreens. "Estas semanas han sido horribles. Ha sido como vivir en dos mundos: uno en el trabajo y otro al llegar a casa", me cuenta Héctor, a quién conozco mientras deja pequeñas estampitas de la Virgen de Guadalupe en los 58 altares personalizados que rodean el famoso Cartel de entrada a la ciudad.
"Pero, claro, -continúa Valentín- la gente viene aquí a disfrutar, vienen de ocio". Si empezamos a dejar que la realidad llegue a Las Vegas, habrá muerto. Eso no se atreve a decirlo, pero es lo que se lee entre líneas.
Y es que en el fondo, Las Vegas siempre han sido una gran mentira, una impostura literaria que solo se sostenía en la medida en que éramos capaces de suspender la incredulidad: Las Vegas era un lugar donde fingíamos que éramos libres, donde todo era posible sencillamente porque queríamos que así fuera: porque nos agarrábamos a la ficción de que el mundo exterior no existía. El lugar donde nadie se atreve a decir que el Rey está desnudo.
"Era el último reducto del sueño americano y ya no sé", me cuenta Héctor. Se le ve cansado. Su madre es guatemalteca y su padre mexicano, pero él nació aquí, en "la tierra de las oportunidades". Le pregunto sobre cómo están afrontando todo esto. "Vista desde fuera, la ciudad (o al menos, la ciudad que vemos los turistas) es en sí misma un gran espectáculo. Tiene como un filtro de irrealidad que no sé cómo encajar con lo que pasó hace unas semanas", le digo.
"No lo sabe nadie", me responde y se queda un momento en silencio. Como tratando de buscar las palabras. Apenas han pasado 20 días del tiroteo y es un tema de conversación muy incómodo. En el resto de la ciudad, a cada pregunta sobre el uno de octubre le sigue una respuesta llena de evasivas, pero en el santuario de las víctimas la gente va a llorar y a rezar. Aquí no tratan de cambiar de tema, aunque eso no hace que sea más sencillo hablar sobre ello.
El merchandising de la tragedia
Para encontrar las palabras, Héctor cambia de idioma y comienza a responderme en español. Le resulta más sencillo. "Nadie sabe cómo encajarlo. Ese es el mayor problema. No más mira: el cartel de Welcome to Las Vegas, los turistas, las selfies y, de seguido, los altares, las cruces y las banderas". Es verdad, no hay transición entre "el espíritu de Las Vegas" y los 58 altares dedicados a cada una de las víctimas.
Es extraño. Es algo que también ocurre en los carteles luminosos del Strip (el bulebar alrededor del que se agolpan los grandes casinos): se suceden anuncios de alguno de los espectáculos del 'Circo del Sol', las fechas del próximo concierto de Ricky Martin y los mensajes en recuerdo de las víctimas. También pasa en la calle Fremont: hay música en vivo, hay gente con camisetas de '#VegasStrong' (el #jesuischarlie o el #notincpor de esta historia) y hay mujeres en ropa interior encima de las barras. Estantes llenos de tazas, gorras y llaveros: el merchandising de la tragedia.
Llorar por dentro
Todo junto, todo revuelto. Se ve que en ninguna de las muchas iglesias de Las Vegas se lee el Eclesiastes (y hay más iglesias per cápita que en el resto del país). Aquí no hay un tiempo para llorar, ni un tiempo para reír; no hay un tiempo para el luto, no hay un tiempo para saltar de alegría; no hay un tiempo para insistir y, por supuesto, no hay un tiempo para desistir. Los discos en Las Vegas nunca tuvieron cara b.
"Hemos tenido que aprender a llorar por dentro", dice Helen. Helen lleva viniendo al Cartel de Bienvenida cada día después del trabajo desde el tiroteo. En Walgreens, recaudan fondos para luchar contra el cáncer y, cada vez que algún cliente hace una donación, los dependientes gritan y hacen ruido, lo celebran. Es política de empresa y ella se pasa el día celebrando. Mientras tanto, "ha tenido que aprender a llorar por dentro".
Igual Las Vegas iban de eso
Un tirador, dos fusiles semiautomáticos, 58 muertes y medio millar de heridos: ese fue el disfraz que escogió la realidad para hacer acto de presencia en el gran parque temático de América. El mayor tiroteo de la historia del país. Y, sin embargo, en el resto de la ciudad, no lo parece. Todo es luminoso, todo son sonrisas, "todo está igual que hace tres semanas". "Aunque solo por fuera", me confiesa Valentín.
Cuentan que cuando le preguntaron a Woody Allen que cómo podía grabar películas por la mañana y acudir al juzgado por la tarde, respondió que "compartimentaba". Los seres humanos tenemos una capacidad (casi) infinita de compartimentar. Eso me tranquiliza y, a la vez, no deja de preocuparme.
Porque lo peor es el miedo. No el miedo a que vuelva a pasar (que también): el miedo a haber perdido algo. Mientras charlo con la gente de Las Vegas que visita y cuida el santuario del Cartel, la sensación que se respira en el ambiente es que, pese a las apariencias, el hechizo de la ciudad se ha roto y hay cosas que una vez rotas ya no se pueden recomponer.
"Me gusta el #VegasStrong. Somos fuertes y ésta seguirá siendo la tierra de oportunidades y esperanzas que fue para mis padres", me dice Héctor. Los ojos siguen tristes, pero la sonrisa parece sincera.
Mi parte cínica está convencida de que toda esa retórica es una mentira piadosa. Una mentira para la que poco importa que las esperanzas amanezcan cada mañana bebiendo de una botella mientras se gastan el sueldo del mes en una máquina tragaperras. Mi otra parte me dice que se trata simplemente de otra forma de sobrellevar el duelo. Igual Las Vegas iban de eso.
Fotos: Javier Jiménez.
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