El motivo por el que utilizamos el oro como dinero, y no otro elemento de la tabla periódica

Hay muy pocos elementos comunes a todas las civilizaciones que ha alumbrado la humanidad. Algunos son espirituales, otros son sociales. Y al menos uno de ellos es material: el aprecio por el oro.

Tan preciado metal ha definido el valor económico de las cosas desde tiempos inmemoriales. Ya fuera en el corazón de la Roma imperial o en el apogeo de las culturas mesoamericanas, la ostentación del oro siempre estuvo asociada a un elevado escalafón social. El metal funcionaba no sólo como moneda de cambio para aquel puñado de privilegiados que pudiera acceder a él, sino también como símbolo de estatus, como medida de todas las cosas relacionadas con el prestigio y el poder.

¿Pero por qué el oro y no cualquier otro de los muchos metales y minerales que pueblan la geografía mundial? Es una pregunta que obedece tanto a la naturaleza geológica del mundo como a los usos y costumbres del ser humano. Hace algunos años, un ingenierio químico de la Universidad de Columbia, Sanat Kumar, se propuso diseccionar la tabla periódica para hallar la respuesta al misterio. En el camino, elaboró una magnífica guía para comprender las características de cada elemento.

En Visual Capitalist han trasladado su pequeño proceso de eliminación a un estupendo gráfico, perfecto para apreciar las eternas virtudes del oro.

Empecemos por lo básico: el oro tenía valor porque era un metal solido*. La tabla periódica está repleta de elementos cuya forma natural es gaseosa o líquida, lo que les convierte en herramientas imperfectas para realizar transacciones económicas. Pensemos en el argón o en el helio, por ejemplo, hoy muy preciados, pero hace dos milenios vagamente comprendidos. Sucede lo mismo con el nitrógeno o el oxígeno; y también con el mercurio o el bromo, en forma líquida.

Siguiente parada, los metales alcalinos. En estado sólido, su problema es muy distinto: son brillantes, blandos y extremadamente reactivos, lo que dificulta su manipulación. Pensemos en el litio, el sodio, el potasio o el cesio, elementos muy abundantes y capaces de ignifugar con facilidad, dos características que los hacen indeseables. Algo similar sucede con los alcalinotérreos como el magnesio o el calcio, mientras los latánidos o los actínidos tienen propiedades tóxicas y radioactivas.

Lo mismo se puede decir del arsénico, del polonio, del plomo o del cadmio, fácilmente rastreables en la superficie terrestre, pero muy peligrosos para la salud humana. Cosa que los descarta de forma automática.

Kumar elige después un grupo indeterminado de elementos cuyo denominador común es la ubicuidad. ¿Por qué el oro y no, pongamos, el estaño*, el zinc o el cobalto? En gran medida porque resultaban demasiado fáciles de encontrar. Algunos de ellos, como el cobre, también se emplearían en el intercambio de bienes y servicios, pero como un metal de menor valor que el oro. Otros, como el zirconio o el titanio, tendrían valor más adelante. Y otros, como el hierro, se convirtieron en un bien en sí mismo.

El cobre es apreciado para otras tareas, pero su valor es muy inferior al del oro. (Martin Kníže/Unsplash)

A estas alturas el abanico de aspirantes a catalizar la economía o a convertirse en símbolo de estatus y valor es muy limitado, y lo es aún más si descartamos el amplio grupo de elementos que son demasiado raros en entornos naturales. Algunos, como el teneso o el moscovio, son sintéticos, descubiertos hace algunos años a través de la investigación en un laboratorio, y muy pesados. Otros, como el rutenio o el osmio, son extraordinariamente esquivos en la naturaleza.

De modo que nos quedan cinco finalistas: el rodio, el paladio, la plata, el platino y el oro. Los dos primeros son estables, sólidos y manipulables, pero difíciles de encontrar. El rodio se obtiene ya sea a través del platino o del níquel; el paladio, hoy el mineral más cotizado del planeta gracias a su empleo en los catalizadores de los coches, no fue descubierto hasta el siglo XIX, y aún hoy es muy complejo de extraer. El platino es un metal hoy cotizadísimo, pero es esquivo y no fue descubierto hasta los siglos XVII y XIX.

¿Qué metales son comunes pero no demasiado como para incurrir en la banalidad y en la sobreabundancia, son sólidos, fáciles de manipular y además llamativos? La plata y el oro. Ambos se han utilizado como moneda de cambio a lo largo de toda la historia humana, y su posesión está asociada a grandes riquezas. No por casualidad las dos distinciones más elevadas de los Juegos Olímpicos, y de cualquier otro deporte, llevan su nombre. Pero primero siempre va el oro.

La razón es su mayor resistencia al óxido y a la corrosión, algo de lo que no puede presumir la plata. Además incorporaba otro elemento: su intenso color dorado lo hacía muy atractivo a ojos de las primeras civilizaciones, de tal modo que contribuyeron a su fetichización. El oro se convirtió así en un símbolo de realeza y elevada riqueza, similar al del púrpura (cuyo complicado origen, proveniente de caracoles marinos, lo convirtió en el tinte de la curia y los monarcas).

A día de hoy, lo dorado sigue asociado a estos ideales. En ocasiones llevado hasta el extremo y la autoparodia, como el actual presidente de los Estados Unidos acredita. Pero no hay nada casual en su ascendencia histórica y en la importancia que ha tenido a lo largo de los siglos.

Imagen: Pexels

*Se han corregido algunos errores publicados originalmente en el artículo.

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