Nacionalismo blanco: en qué consiste la ideología que Facebook y algunos gobiernos quieren prohibir

Hace dos semanas Facebook publicaba un extraordinario comunicado titulado "Plantándole cara al odio". En el texto, la plataforma reconocía su incapacidad previa para identificar y prevenir determinados discursos de odio, muy especialmente aquellos relacionados con el nacionalismo blanco. A partir de ahora, anunciaba la compañía, toda manifestación relacionada con la ideología supremacista quedaría prohibida.

¿Por qué? Algunos acontecimientos contribuyen a entender la repentina decisión de Facebook. Por un lado, los atentados terroristas de Christchurch, en los que un joven blanco neozelandés abrió fuego en dos mezquitas locales acabando con la vida de medio centenar de personas. El autor, radicalizado en los foros extremistas de Internet, de filiación neofascista y supremacista, retransmitió la masacre en directo a través de Facebook Live.

Por otro, el creciente interés de algunos gobiernos occidentales por regular el caudal de mensajes y opiniones volcado en las redes sociales. Reino Unido ya debate la posibilidad de imponer la censura estatal en la red, colocando en una posición difícil a intermediarios sociales como Facebook, Twitter o Google. El objetivo, en última instancia, sería prevenir mensajes de odio y la difusión de ideología extremista o violenta.

Canadá, Australia y Nueva Zelanda han desvelado proyectos similares, proyectando la sombra de la regulación gubernamental sobre un Internet, hasta hoy, libre de cualquier injerencia estatal. Los peligros de tan pomposos anuncios son diversos: la línea que separa la legítima prevención del discurso del odio de la cortapisa a la libertad de expresión es muy fina, y ningún regulador opera sin sesgo o mácula.

Flores conmemorativas en el lugar de los atentados de Christchurch. (Vincent Thian/AP)

De fondo, sin embargo, aparece una tendencia más relevante: la lucha contra el "supremacismo blanco". Facebook lo menciona explícitamente en su comunicado, y también admite sus problemas para identificarlo en el pasado. La ideología, un repositorio de corrientes y opiniones variopintas, responde en ocasiones a la etiqueta de "nacionalismo blanco" y "sepatarismo blanco", generando un conflicto de difícil resolución. ¿Es censurable el nacionalismo o el separatismo?

Según Facebook sí, dado que son meros eufemismos, conceptos que difieren en su esencia de las saludables muestras de patriotismo o de las corrientes independentistas identificables en muchos países. ¿Pero por qué? Para entender de dónde surge la batalla contra el supremacismo blanco es necesario entender primero qué es y de dónde surge.

Nacionalismo blanco: una tradición secular

El repentino protagonismo del "nacionalismo blanco" en la conversación mediática surge de sus explícitas demostraciones de fuerza en las calles de Estados Unidos, Reino Unido o Nueva Zelanda. Desde Christchurch hasta las marchas entorchadas de Charlotesville, pasando por la masacre de la sinagoga de Pittsburgh o el atentado de Orlando, son ya numerosos los atentados y los actos de violencia ejecutados por individuos adscritos a la causa del supremacismo blanco.

Se trata de varones caucásicos jóvenes, familiarizados con los foros establecidos por la extrema derecha en Internet, radicalizados en soledad, fascinados por el impulso movilizador de la alt-right, y receptores de una ideología que intercala pinceladas de aberrante teoría racial y tradicionalismo cultural. En ellos se conjuga el secular racismo estadounidense con sus nuevas formas pop.

El repentino protagonismo mediático del "nacionalismo blanco" lo ha convertido en un objeto de debate público, pero no significa que su existencia sea nueva.

Miembros del KKK a principios del siglo XX.

Pero antes de rastrear sus orígenes, ¿en qué consiste? A grandes rasgos, el nacionalismo blanco cree que las razas generan culturas propias, en contraposición a la idea de la raza como una construcción social en sí misma. A consecuencia, juzga la "amalgama" racial indeseable, dado que subvierte y distorsiona el carácter único de cada etnia. Su objetivo fundamental sería, pues, la preservación de la raza blanca y de su cultura, cosmovisión y costumbres.

Como resultado, el nacionalismo blanco se muestra hostil a la inmigración y a la perversión de los fundamentos históricos de las naciones blancas. El mestizaje racial de Occidente, tradicionalmente caucásico, ahondaría en la negación y eliminación de la cultura blanca, de sus ritos y usos sociales, en un proceso bautizado como "genocidio blanco". El nacionalismo blanco proyecta una sociedad separada, independiente de cualquier intoxicación racial, y vedada al mejunje racial.

Es sencillo entrever en tales ideas la influencia de la xenofobia y de la supremacía racial, pese a que la mayor parte de sus ideólogos culturales contemporáneos hayan disfrazado sus teorías de "protección" de la identidad cultural y racial blanca; en una hábil contraposición al orgullo identitario de los colectivos históricamente minoritarios, como los afroamericanos o los latinos.

El discurso es moderno, pero su génesis se remonta a tradiciones políticas largamente cultivadas en el Estados Unidos posterior a la Guerra de Secesión. Las brutales políticas de segregación racial tras el fracaso de la Reconstrucción, la génesis de grupos paramilitares como el KKK o las Camisas Rojas, o la violenta protección de los órganos de poder sureños se fundamentaron en similares preceptos. No había espacio para la convivencia entre blancos, superiores, y los negros, inferiores.

Un mapa de Madison Grant explicando las diferencias raciales europeas.

La población afroamericana del Sur quedaría segregada y marginada del espacio político ante la connivencia pasiva de las élites del Norte, cimentando y legitimando un sustrato racista ampliamente aceptado por la sociedad estadounidense. Sólo en este contexto es posible comprender la descomunal influencia de Madison Grant, quizá uno de los "supremacistas blancos" más relevantes de siempre.

Grant, un conservacionista fascinado por el darwinismo social, escribió el libro fundacional del nacionalismo blanco: The Passing of the Great Race. Aquel ensayo sentaría las bases discursivas del movimiento: la raza nórdica, superior desde cualquier punto de vista científico tanto en producción intelectual como desarrollo técnico, se veía abocada a la hecatombe demográfica ante la presión migratoria de grupos raciales menores provenientes de Europa y Sudamérica.

El racismo científico por el mundo

Las ideas de Grant disfrutaron de amplia popularidad entre los círculos reaccionarios de Estados Unidos, en un momento de alta sensibilidad ante la cuestión migratoria. The Passing of the Great Race cargaba contra la mezcolanza racial y dibujaba una apología abierta de las razas fundadoras de Estados Unidos, provenientes del norte de Alemania, Reino Unido, Países Bajos y Escandinavia.

El libro despertó el interés de presidentes tan loados como Theodore Roosevelt, y cimentó el discurso de otros como Woodrow Wilson (responsable de la proyección de la primera película en el interior de la Casa Blanca: The Birth of a Nation, del KKK), Warren Harding o Calvin Coolidge. Harding llegaría a declarar su admiración por Lothrop Stoddard, discípulo de Grant, y a declarar que "existe una diferencia fundamental, eterna e ineludible entre las razas (...) La amalgama racial no puede existir".

Pese a que el interés de Grant rotaba en torno a grupos raciales menores como los griegos, armenios, judíos o italianos (no nórdicos, no protestantes) es fácil entrever cómo estas ideas se adaptaron con facilidad al racismo institucional del Sur. The Passing of the Great Race, naturalmente, fue leído con avidez por un joven Adolf Hitler, y contribuiría, desde el racismo científico, a cimentar su totalitaria ideología.

Warren Harding.

Grant quedaría desacreditado pocos años después, cuando Estados Unidos acudiera a la guerra contra la Alemania nazi. Lo que no significa que sus ideas perecieran. Parte de la política antimigratoria estadounidense posterior a la Primera Guerra Mundial bebía del sustrato racista esbozado en The Passing of the Great Race, y en el ideal de "pureza racial" esbozado por el primitivo nacionalismo blanco.

No fue un fenómeno exclusivo de Estados Unidos. Otras colonias británicas legislaron en similares términos.

Australia aprobó en 1901 la "Protection Act", una pieza legislativa que imponía restricciones informales a la inmigración no europea mediante tests de comprensión lectora y escrita. John Curtin, primer ministro durante la Segunda Guerra Mundial, llegaría a declarar que el país debía pertenecer "para siempre" a los descendientes británicos, blancos. Incluso en la década de los sesenta el líder político laborista, Arthur Calwell, rechazaba "la idea de que Australia deba convertirse en una sociedad multirracial".

Canadá aprobaría legislaciones específicas contra la inmigración china e india; Nueva Zelanda aprobaría en 1889 su particular Inmigration Restriction Act, vetando el acceso de todo migrante que no tuviera origen británico o irlandés; Sudáfrica aplicaría una política estatal de segregación racial, el apartheid, durante la mayor parte del siglo XX, reduciendo a la población negra del país, mayoritaria, a un estado de ciudadanía secundaria.

La inmigración judía se observaba con gran suspicacia por los padres del nacionalismo blanco en Estados Unidos.

Como es obvio, Europa no fue ajena a las políticas de segregación: de un modo similar al planteado por Grant, Adolf Hitler desarrollaría un complejo y demente sistema de clasificación racial que colocaría a la "raza nórdica", o germana, en una posición de supremacía total. Su obsesión sería particularmente evidente no sólo con los judíos, sino también con los eslavos y otras razas menores blancas, a las que el nazismo juzgaría por debajo de la condición humana.

Aquel magma ideológico derivaría fatalmente en el Holocausto.

El nacionalismo blanco en el presente

El trauma de la Segunda Guerra Mundial enterraría a las variantes más extremas y apologéticas del supremacismo en el ostracismo mediático. La batalla por los derechos civiles resultaría en su derrota parcial durante los turbulentos años sesenta, y el despertar ideológico e identitario de las minorías raciales estadounidenses desterraría su presencia a los márgenes de la aceptabilidad pública.

Pese a ello, el sustrato del nacionalismo blanco jamás se evaporó, y pervivió tanto a través de corrientes subterráneas como en la superficie de discursos conservadores y reaccionarios más sutiles. De aquellos polvos surgirían los lodos actuales: la victoria de Donald J. Trump en las elecciones presidenciales de 2016, cimentada sobre una campaña xenófoba y plagada de apelaciones a la primacía del americano medio, ofrecería una ventana de oportunidad al supremacismo.

Su renovada presencia mediática se cimentaría tanto desde la base, a través de organizaciones como Alternative Right, National Policy Institute o medios de comunicación como Breitbart, como desde las esferas, mediante voceros mediáticos y representantes republicanos en el Congreso y Senado. Figuras como la de Steve Bannon, jefe de gabinete del presidente, y Richard Spencer, líder del NPI, cobrarían una inusitada relevancia mediática.

Steve Bannon ha sido clave en el resurgimiento del nacionalismo blanco. (Saul Loeb)

Juntos han moldeado las líneas básicas del nacionalismo blanco contemporáneo, sintetizado no sólo como una apelación a los orígenes blancos de EEUU, sino como una reacción defensiva a las corrientes ideológicas progresistas que abundan en la diversidad racial y sexual de las sociedades modernas. Frente a la apología de la identidad afroamericana o latina de las organizaciones izquierdistas, la alt-right dibuja una "protección" de las tradiciones del hombre blanco común, la sal de la tierra de los Estados Unidos de América.

Spencer y Bannon, junto a otras figuras prominentes como Jared Taylor o Milo Yiannopoulos, han impreso un lenguaje moderno, sencillo y de tintes intelectuales (muy influenciado por las ideas de Alexander Dugin) a discursos, como hemos visto, muy antiguos. En un célebre mitin celebrado durante las elecciones de 2016, Spencer declararía: "América era hasta su última generación un país blanco, destinado para nosotros y para nuestra prosperidad. Es nuestra creación, es nuestra herencia, y nos pertenece".

Son palabras que firmaría Madison Grant.

Aquella conferencia terminaría con gritos de "Hail Trump!", revelando otro carácter del nacionalismo blanco moderno: su filiación neonazi. Desde la tercera mutación del KKK (centrado ya en un discurso nórdico de dementes tintes odinistas), las diversas corrientes del supremacismo han abrazado sin tapujos el nazismo. La apología es abierta y sincera, tanto en las marchas de Charlotesville como en la estética y el discurso de Richard Spencer y otros portavoces del movimiento.

Trump ha gozado de enorme popularidad entre el electorado blanco y conservador de los EEUU profundos. (Gerald Herbert/AP)

En este sentido, la gran labor de Bannon ha sido la de difuminar las aristas ideológicas más controvertidas del nacionalismo blanco y dotarles de una pátina de respetabilidad. La etiqueta alt-right, un eufemismo destinado a abarcar tantas ideas dispares y reaccionarias como sea posible, brota de ahí: de la necesidad de apelar al votante americano medio, blanco y conservador, a través de un discurso identitario.

El ascenso de Trump a la Casa Blanca se explica en parte desde estas coordenadas. Su fuerte sustrato racista se codificaba en la defensa del "hombre común" estadounidense, de las poblaciones locales que se ven desamparadas ante la apertura de las puertas migratorias; sus tintes reaccionarios se convertían en apelaciones a las tradiciones y culturas de la América de toda la vida, cristiana y blanca. 

Fue un éxito: la campaña logró aglutinar tanto a las corrientes radicalizadas como a los grupos evangélicos más fanáticos, pasando por los obreros deprimidos del cinturón industrial y por el votante tradicional del Partido Republicano, confuso y resentido ante las políticas de identidad, el letargo económico y un profundo y secular racismo. A través de Trump, el nacionalismo blanco halló una puerta de entrada al espacio mediático.

Lo hizo penetrando en espacios televisivos mainstream y en la boca de políticos republicanos particularmente reaccionarios. Laura Ingraham, una conocida colaboradora de Fox News, ha declarado en alguna ocasión que "los Estados Unidos que conocemos y amamos ya no existen", en referencia a los grandes cambios demográficos de las últimas décadas. Ideas subrayadas por senadores como Steve King, quien llegó a decir que "no podemos recuperar nuestra civilización con los bebés de otra".

Las diversas manifestaciones de la Alt-right en las calles estadounidenses han provocado la reacción de otros grupos sociales en su contra. (Mobilus In Mobili/Flickr)

Son palabras más extremas y escandalosas que las de otras figuras republicanas, pero comparten el mismo poso ideológico. Cuando Donald Trump se refiere a los "países de mierda" africanos o califica a la ola de migración latina como una "invasión" de "violadores" y "traficantes" está haciendo lo mismo que King o Ingraham.

Sin embargo, su adaptación al discurso político moderno no oculta lo inquietante de sus ideas: el supremacismo blanco bebe de tradiciones políticas extremas que promueven una segregación racial amparada en teorías pseudocientíficas; que fomenta discursos de ocio hacia grupos étnicos minoritarios; y que presenta una ficticia persecución hacia los blancos, una amenaza fantasmal que obliga a respuestas radicales.

De este magma, tan próximo a las ideas nazis y filofascistas, brotan atentados como el de Christchurch. Se trata de un escenario de confrontación racial total, de una lucha por la supervivencia de uno u otro grupo. En el fondo, el nacionalismo blanco no promueve sino el mantenimiento de un status quo xenófobo donde la raza mayoritaria y dominante mantenga el monopolio del poder (si es necesario, mediante la violencia).

Dada la gradación de su discurso, es complejo entrever cómo Facebook o las regulaciones gubernamentales podrán acotar y censurar la narrativa supremacista. En todo caso, el creciente interés por frenar el discurso del odio sí revela la aceptación del nacionalismo blanco como una amenaza, y como un resabio ideológico inaceptable en la esfera pública.

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